Mientras esperaba que se abriera la puerta, Jim comprendió lo que había querido decirle April con esa frase. Tenía razón. Había permanecido fuera mucho tiempo, e incluso cuando todavía vivía allí, sus pensamientos, en efecto, se hallaban ya en otra parte. Acaso aquella que antaño había sido su novia lo conocía mejor de lo que se conocía él mismo. Era una definición aguda, la síntesis perfecta de su inquietud. Cuando trabajaba para Lincoln Roundtree, lo seguía a casi todos los rincones del mundo. Después visitó los demás por su cuenta. Pero en cada lugar había experimentado el deseo de estar en otra parte.
Y también ahora.
La guerra
9
La camarera apoyó la bandeja sobre la cama y verificó que las patas de metal que la sostenían quedaran bien abiertas y firmes sobre la manta.
– Listo. ¿Necesita usted alguna otra cosa, señor Wells?
Alan Wells miró con desconfianza esa cantidad de víveres que alcanzarían para el desayuno de una familia de tres personas. Luego sonrió con amabilidad a la mujer de pelo canoso que se hallaba de pie junto al lecho.
– Shirley, estás con nosotros desde que yo era poco más que un niño. Si mal no recuerdo, hasta me has dado algunos coscorrones, una o dos veces. ¿Desde cuándo me he convertido para ti en el «señor Wells»?
– No es este el momento para criticar lo que digo o no digo. Primero tome el desayuno, antes de que me acuerde de que sigue usted siendo Alan y me vengan ganas de darle otra vez un coscorrón.
El hombre tendido en la cama se rindió con un gesto exagerado, fuera Alan o el señor Wells.
– Vale, vale. A tus órdenes. Pero para mí que has visto demasiadas veces Lo que el viento se llevó.
Cogió el vaso de zumo de naranja y se lo llevó a los labios. La anciana ama de llaves de la mansión Wells permaneció unos segundos más junto a la cama, como si quisiera cerciorarse de que en efecto él hacía honor a la comida de la bandeja. Alan sentía sus ojos fijos en él mientras atacaba el plato de huevos revueltos. Luego la mujer se volvió de repente y se marchó. Pese a su rapidez, con el rabillo del ojo Alan la sorprendió de nuevo con los ojos húmedos, algo que ocurría cada vez que entraba en su habitación. Antes de salir, y aunque le daba la espalda, vio cómo se llevaba una mano al bolsillo y cogía un pañuelo para enjugarse disimuladamente los ojos.
Enseguida se volvió, abrió la puerta y se quedó un momento en el umbral.
– Y recuerde que dentro de una hora tiene sesión con el fisioterapeuta.
Antes de que se marchara, Alan la llamó, para dar un tono tranquilizador a su pequeña comedia.
– Shirley…
– ¿Sí, señor Wells?
Le sonrió.
– Todo marcha bien, no hay nada de que preocuparse. No hay problema.
La mujer hizo un movimiento con la cabeza, volvió a cerrar la puerta y ya no volvió. Ambos sabían que no era cierto, que nada marchaba bien, salvo el coraje que cada uno sacaba de algún lugar para enfrentarse a la situación.
Pero a veces se dicen ciertas cosas aunque solo sea para establecer un objetivo común.
Se llevó a la boca un trozo de pan tostado y un poco de huevo. Para su sorpresa, se dio cuenta de que tenía hambre.
Había pasado una noche tranquila, sin dolor. No mucho, al menos. Comparado con las dos semanas anteriores significaba un gran paso adelante. Un enorme paso teniendo en cuenta lo que había tenido que soportar de unos meses a esta parte.
El televisor encendido atrajo su atención. Tendió el brazo sobre la cama, cogió el mando a distancia y subió el volumen del aparato, sintonizado en el canal Headline News, de la CNN. En la pantalla de plasma fijada a la pared pasaban secas y crudas imágenes de un reportaje sobre Irak. Tres soldados italianos habían muerto en un atentado en Nassiriya, mientras cumplían una rutinaria patrulla.
Alan conocía bien el sector donde operaba el contingente italiano. Al principio era una zona tranquila. Los italianos no formaban parte directa del conflicto pero suministraban tropas de reserva para tareas auxiliares y de control del territorio. Sin embargo, después, incluso aquel sector se había transformado, como todos los demás, en zona de guerra.
Aunque la llamaran misión de paz, en realidad era un enfrentamiento bélico con todas las de la ley.
Miró con una sensación de desasosiego las imágenes de archivo que emitían junto con la crónica del nuevo atentado. Alan Wells conocía a fondo lo que estaba viendo. Hasta hacía pocos meses había sido uno de esos soldados que andaban en la otra parte del mundo vestidos con casco y uniforme claro de camuflaje. Conocía de primera mano la situación. Cuando se le acercaba alguien, nunca podía saber si representaba algún peligro, porque los seres humanos no llevan escrita en la cara su intención de morir. A veces apenas era un chaval, uno entre los cientos que solían pedir cigarrillos u otras cosas semejantes. Pero poco después había una explosión… y luego el infierno, con jirones de carne por todas partes, y sangre y hombres caídos que lanzaban alaridos.
Los que todavía podían hacerlo.
Alan bajó la mirada hacia sus piernas, bajo las mantas.
Más allá de donde terminaba la bandeja el bulto se interrumpía casi de golpe, poco antes de llegar a lo que en otros tiempos habían sido sus rodillas.
«Hay costumbres que cuesta perder. A veces el cuerpo se traiciona no solo olvidando, sino también conservando intactos sus recuerdos.»
Todavía ahora, en ocasiones, experimentaba extrañas sensaciones. Sentía calor y frío o picazón en un miembro que ya no estaba. Aun así, notaba una mejora con respecto a los momentos en que sus inexistentes piernas le provocaban dolores como si le estuvieran arrancando la carne con unas tenazas.
Reflejo del miembro fantasma, lo había definido para sí.
Cuando volvió a dirigir la mirada al televisor, la noticia sobre Irak había terminado. Pero sabía que en aquel preciso instante muchos ataúdes con jóvenes envueltos en una bandera viajaban de regreso al país.
Volvieron a su mente las palabras de un viejo indígena al que había conocido y frecuentado en otros tiempos y al que había querido como a alguien de su propia familia.
«La guerra es lo más estúpido que puedan hacer los hombres.»
Tenía razón. Y mucho más aún al pensar que, cuando su país se lo pidió, él fue a la guerra a pesar de todo. Se convirtió en un héroe de la Segunda Guerra Mundial, y solo ahora Alan comprendía cuán difícil resultaba cargar con ese peso. También el teniente de infantes de marina Alan Wells, ante la necesidad, hizo lo que creía que debía hacer. Era un soldado y al llegar a Tikrit intentó cumplir lo mejor posible con su trabajo. Y su trabajo le exigió, en determinada circunstancia, que él arriesgara su propia vida para salvar la de los hombres confiados a su responsabilidad.
Se arriesgó, logró su cometido y ahora esos hombres se hallaban a salvo. En esa ocasión no hubo ataúdes ni banderas que volvieran al país para asistir a unos funerales de Estado. Sin embargo, él dio al viento del desierto muchos litros de su sangre, los ofreció a esa sedienta tierra roja y arenosa que se la había bebido, sin apenas cambiar de color.
Y sobre todo le dejó sus piernas, desde la rodilla hacia abajo.
A cambio lo llamaron «héroe» y le dieron una medalla.
Dos piernas, una medalla.
Media medalla por pierna. No había sido un buen negocio.
Pero ¿qué era un buen negocio en la guerra?
Anaa'.
La guerra, según la llamaban los navajos. También a ellos, en su época, les habían visitado misiones de paz, cuando quizá no tenían ninguna necesidad ni ningún deseo de recibir esas visitas. Cuando la colonización se extendió como una mancha de aceite hacia el oeste, tuvo su justificación y en consecuencia su eslogan. Del este llegó una multitud de gente, atraída por la promesa de una nueva vida y el espejismo de tierras fértiles y minas de metales preciosos. Montaron en las alas de lo que la propaganda había definido como un derecho inalienable, «un evidente destino». Pero era el destino de los blancos, y nadie pensó en incluir a los pieles roja. Según la lógica circular del tiempo, todo volvía a repetirse. Alan pensaba que en realidad la historia era, en esencia, mortalmente aburrida. El único interés consistía en observar en nombre de qué nuevas y fantasiosas justificaciones los hombres volvían a cometer la misma barbarie.