Se puso de pie y, por una vez, dominó a su padre desde lo alto.
– Resígnate, papá. No iré a Europa. No haré tu estúpido Master. Y me casaré con Swan Gillespie.
– Estas son las ideas que te ha metido en la cabeza esa furcia. Ha logrado separar a un padre de su hijo. Ella y ese otro amigo tuyo, Jim Mackenzie, ese bastardo mestizo indígena.
Indiferente a los reproches, se dirigió a la puerta.
La furiosa maldición del padre lo alcanzó de espaldas.
– Alan, jamás lograrás nada solo.
Se volvió con una sonrisa.
– Tal vez. Pero siento curiosidad por descubrirlo.
– Alan, si sales de este despacho te arrepentirás. Nunca volverás a ver un céntimo mío.
Se puso las manos en los bolsillos y sacó las llaves del coche. Las arrojó a ese hombre que ahora estaba de píe detrás de su escritorio de hombre poderoso y de padre ya sin poder.
– Toma. Ahí tienes el coche. Esta es la primera oportunidad que tengo de decírtelo, pero no me ha gustado nunca. Me hará bien caminar un poco.
Salió del edificio con una sensación de bienestar. Recorrió toda Humphrey Street hasta el centro silbando y caminando deprisa con aquellas piernas que ahora ya no tenía.
Abrió los ojos y volvió al momento actual. Recordar aquel día le hacía daño, aunque no se había arrepentido de su elección. Después ocurrió lo que ocurrió y él se marchó. Ingresó en la Academia Militar y desde entonces no había visto a nadie. Jim, Swan, April Thompson, Alan Wells. Aquellas eran las cartas que la vida había mezclado y repartido al azar y con las que se habían visto obligados a jugar. Durante mucho tiempo se había preguntado quién había ganado y quién había perdido. Ahora esa curiosidad había muerto. Lo único seguro era que, durante todo el tiempo transcurrido desde la última conversación con Swan, había vivido como si ella siguiera allí, compartiendo cada cosa que decía, cada cosa que hacía, cada cosa que veía.
Cogió el periódico y le dio vuelta. No quería que la foto de Swan Gillespie lo viera llorar.
10
– Si me disculpáis la expresión, no me importa un carajo.
Cohen Wells se levantó de golpe del sillón.
Las personas presentes en su despacho se sobresaltaron. Estaban acostumbrados a sus accesos de ira, pero que hubiera empleado una palabrota denotaba que Cohen Wells se hallaba de veras fuera de quicio.
– No se puede parar un proyecto como este por las estupideces de cuatro mojigatos.
Volvió a sentarse. Se calmó de golpe. Por un instante los presentes tuvieron la impresión de estar soportando el berrinche de un niño demasiado crecido. Pero en el caso de Cohen Wells era una impresión por completo fuera de lugar, y era imposible aplacarlo con amabilidad. Aquello no era un capricho, y todos sabían de qué era capaz ese hombre cuando algo o alguien interfería en sus proyectos.
Rosalynd Stream, acreditada integrante del Bureau for Indian Affairs, se quitó, incómoda, una inexistente mota de polvo de la solapa de la chaqueta. Estaba sentada en un sillón de brazos situado en el lado izquierdo de la estancia, cerca de la puerta que daba acceso a la sala de reuniones.
– Cohen, no son estupideces, y en este caso tampoco son de mojigatos. Es algo muy, muy serio. Me sorprende que no quieras darte cuenta.
Desde su escritorio, Wells la miró como si hubiera surgido de repente y lo tentara a comer una manzana.
– Rosalynd, solo dime de qué parte estás.
– De la tuya, pero no por ello me arrojaré en un tonel por las cataratas del Niágara. Hay leyes que respetar, que no se pueden eludir. Todos ocupamos posiciones de privilegio, pero también hay límites muy claros, además de ventajas.
Colbert Gibson, el alcalde, guardaba silencio, de pie junto a la ventana, y de vez en cuando echaba una mirada distraída al tráfico inexistente de la calle que se extendía abajo. Le preocupaba mucho menos el tema que se estaba tratando que la posibilidad de que el tono de voz de Cohen Wells permitiera que las secretarias se enteraran del contenido de aquella reunión.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, el banquero volvió a los términos de una conversación civilizada.
– Yo creo que los navajos han sido bien tratados por Estados Unidos de América. Estoy harto de oír repetir hasta el cansancio a cuatro intelectuales de mierda a los que siguen cambiándoles los pañales que qué mala suerte han tenido y qué malo ha sido el hombre blanco. En Washington, cuando hablan de los nativos, se les erizan los pelos de la cabeza y no hay nadie que se comprometa a tomar alguna decisión. Sin embargo, todos sabemos perfectamente que de no haber sido por nosotros todavía andarían por ahí dejando huellas de trineo y procurándose el almuerzo y la cena con arco y flecha.
Randy Coleman, el diplomático presidente de la Cámara de Comercio, que hasta ese momento había permanecido en silencio mientras miraba a su alrededor como si el discurso no le interesara, de pronto hizo oír su voz.
– No es tan simple, Cohen.
El banquero se recostó contra el respaldo del sillón y dio la palabra a su interlocutor con un gesto de desafío.
– A ver, explícame cómo es.
Coleman se puso de pie y comenzó a pasear por la estancia, hablando como si estuviera solo. A Wells tal actitud solía fastidiarlo, pero no dijo nada. Randy era una persona brillante y en ocasiones muy aguda en sus intuiciones. En general decía cosas sensatas, pero tenía ese extraño hábito de hacerlo mientras se movía de un lado a otro.
– No podemos saber cómo sería este país si no se hubiera llevado a cabo la colonización. Solo podemos observar cómo es. Los cuatro intelectuales de los que hablas han ejercido una fuerte influencia en la opinión pública mundial, y los sentimientos de culpa no pueden eliminarse con solo echar insecticida.
– ¿Desde cuándo nos preocupa la opinión pública mundial?
Coleman se encogió de hombros, como se hace ante una pregunta obvia.
– Nunca lo ha hecho. Pero todos eran casos en los que podíamos justificar nuestro comportamiento como reacción a una amenaza. Los navajos no lo son. Podemos afirmarlo. No lo han sido nunca.
Una pausa. Luego una concesión secreta, que a partir de ese momento negaría haber hecho nunca.
– O, mejor dicho, lo han sido en cuanto a las intenciones que siempre hemos alimentado con respecto a sus tierras.