El alcalde detestaba el tema de aquella conversación. Habría deseado estar en cualquier otro lugar, incluso en ese tonel en las cataratas del Niágara del que poco antes había hablado Rosalynd.
– Hay otra gente a la que se puede recurrir, de aquí o de fuera. Muchachos discretos, de confianza, que por mil dólares están dispuestos a actuar sin hacer demasiadas preguntas.
– Hummm… Mejor uno de fuera. Tal como están las cosas, ya hemos arriesgado demasiado con ese Jed Cross.
– ¿El nieto de Tenachee sospecha algo?
– ¿Quién? ¿Jim? En absoluto. Él no piensa más que en mujeres, dinero y helicópteros. No existe el menor problema por ese lado, ni por ningún otro. Dave Lombardi ha hecho un buen trabajo. De todos modos, veré a Jim dentro de poco e intentaré sondearlo. Sé cómo manejarlo.
Wells se levantó del sillón. En su cara podía leerse la incredulidad ante la enormidad de los hechos.
– No consigo creer que todo esto haya ocurrido de veras. Me parece una historia de locos.
Repitió por centésima vez cosas que ambos ya sabían. Colbert Gibson trató de no permitir que se notara el tedio en su semblante.
– En su momento, el que se ocupó del asunto logró, accionando los engranajes adecuados, hacer incluir en su título de propiedad también esa parcela. Una jugada perfecta. Y después se presenta ese viejo imbécil con sus absurdas historias. Pero si resultan no ser absurdas y surge un legítimo heredero con un auténtico documento de propiedad, estamos jodidos.
– También podría no suceder. Jamás hemos visto ese documento. Hasta es posible que no sea más que un farol.
– Colbert, a veces me asombras. No estamos en una partida de póquer. Esto es en serio. Si es un farol, no tengo intenciones de comprobarlo invirtiendo millones de dólares. ¿Vivirías con unas tijeras cerca de tus cojones, temiendo que te corten de un momento a otro?
El alcalde intentó quitar hierro al asunto.
– De cualquier modo, en cuanto lo encontremos, si realmente existe, se resolverá todo. Tenemos en nuestras manos la posibilidad de falsificar casi a la perfección cualquier documento, pero a falta del original no es posible hacer nada de nada. Debemos conseguir los datos esenciales. Después bastará una cerilla y todo habrá terminado.
El banquero sonrió complacido, como suele hacerse ante los buenos propósitos de los niños exploradores.
– Cuando llegue ese día, te concederé el honor de encender la cerilla. En el mismo fuego quemaremos ese documento y también las pruebas de que durante años has metido la mano en el dinero de las cajas de mi banco.
Su expresión se volvió de pronto amenazadora, en el instante exacto en el que se ampliaba su sonrisa.
– Mientras espero ese día, nada de jugarretas, Colbert. Es inútil que te recuerde que no tengo en absoluto un espíritu deportivo. Si yo termino en la hoguera, arrastraré a todos para que se quemen conmigo. Y tú serás el que tendrá el culo más cerca de las llamas. ¿He sido claro?
Por la mente de Gibson pasó una imagen tentadora: una escena en la que él propinaba con toda la fuerza de que era capaz un puñetazo dirigido a la odiosa sonrisa de Cohen Wells.
La imagen se desvaneció por razones obvias.
– Perfecto.
Wells lo despachó con voz distraída. Sus pensamientos estaban ya en otra parte.
– Es todo por hoy. Mantenme al corriente, pero no por teléfono. Ven a decírmelo en persona.
Al entrar en aquel despacho, Colbert Gibson, el agradable alcalde de la risueña y pequeña ciudad de Flagstaff, albergaba la sospecha de que Cohen Wells era un delincuente sin escrúpulos y una de las mayores inmundicias que había pisado jamás la corteza terrestre.
Al cabo de poco más de una hora, mientras abría la puerta para marcharse, tuvo la absoluta certeza de que así era.
11
Jim salió por la puerta del Aspen Inn, bajó la breve escalera de madera y se dirigió hacia el garaje construido al lado del edificio principal, donde Silent Joe había pasado la noche. Tal como había previsto, después de haber oído toda la historia sus amigos no pusieron reparos a albergar también al perro. Lo ubicaron en un compartimiento del garaje que en ese momento estaba libre, y Silent Joe se adaptó rápidamente al nuevo alojamiento. Dio algunas vueltas por aquel lugar extraño, caminando con esas patas que semejaban resortes y olfateando por todas partes para establecer sus puntos de referencia. Sobre la base de las investigaciones realizadas, adoptó como suya una vieja colchoneta para animales prestada por un vecino. Luego aceptó el agua y el alimento que le pusieron delante no como un gesto generoso sino como un derecho divino, y se acurrucó a la espera de los acontecimientos.
Al salir del garaje, Jim pensó que ese perro era la personificación de la monarquía absoluta.
Por la mañana levantó la persiana, curioso por lo que verían sus ojos. Sin embargo, lo que encontró parecía la copia exacta de la noche anterior. Silent Joe, que yacía en la misma posición en que lo había dejado, lo contempló acercarse con sus ojos tranquilos. En el suelo de cemento no había rastros de sus necesidades. El único elemento discordante era la escudilla de la comida, ahora vacía y tan lustrosa como recién salida del lavaplatos.
Se acercó seguro de que no habría sorpresas. La noche anterior le había asombrado, al igual que ahora, la naturalidad con que el animal lo había elegido como nuevo dueño y obedecía a sus órdenes como si las entendiera no solo por el tono de voz sino por el contenido mismo de las palabras.
– Buenos días, Silent Joe. ¿Has dormido bien?
Un ligero movimiento del rabo.
– ¿Debo deducir que eso significa que sí?
Por toda respuesta el perro se irguió sobre las patas traseras, luego se levantó del todo y al tiempo que bostezaba se estiró en una suerte de reverencia que habría resultado perfecta para una plegaria dirigida a la Meca. A continuación salió. Jim lo acompañó al minúsculo jardín posterior, donde con suma elegancia el perro se liberó de sus cargas interiores, líquidas y sólidas.
Luego volvió junto a Jim y se sentó a mirarlo, con una expresión canina que traducida a términos humanos quería decir inequívocamente: «¿Y ahora qué hacemos?».
Jim acarició la lustrosa cabeza del animal.
– No querría decepcionarte, amigo mío, pero temo que deberás esperarme aquí. En el lugar adonde voy no admiten perros.
Regresó al compartimiento y Silent Joe lo siguió dócilmente, como si hubiera comprendido sus palabras. Le señaló el interior, y el perro aceptó la orden. Cuando volvió a cerrar la persiana, estaba de nuevo echado sobre la colchoneta y lo miraba, dispuesto a esperarlo.
Jim salió a la calle y fue a pie al centro de la ciudad. Tomó por Birch Avenue y continuó en línea recta. Después de tanto tiempo, se sentía un turista en su pueblo. Pasó ante la County Court House, con todos sus derechos y sus deberes, y la dejó atrás, como había hecho siempre con todas las cosas de su vida. Veía muchas tiendas nuevas, de esas que nacen y mueren cada temporada en todos los pueblos turísticos. Y brillaba un sol espléndido, que dibujaba sombras nítidas, precisas. A pocos metros a su izquierda se elevaba el Uptown Billiards, donde había hecho correr bolas de colores sobre un tapete verde en compañía de amigos que ahora, quizá, no eran ya ni siquiera conocidos.
Pensó que la amistad es como el amor. No se puede reproducirla a voluntad.
«Pero cuando pasa, o cuando la destruimos, deja una gran sensación de vacío.»
Sintió a su lado, como un indeseable compañero de camino, la conciencia del tiempo transcurrido. Mientras pasaba por la estación de autobuses recordó cuántas veces, en su juventud, había deseado coger uno hacia un destino cualquiera, siempre que fuera lejos de allí.
De pronto, volvieron a su mente las palabras de April cuando lo acompañó la noche anterior.