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«Eres un hombre para el cual las únicas reglas válidas son las de otros lugares.»

En aquel entonces aún no podía saber que esos «otros lugares» en realidad no eran una conquista, sino una condena.

Jim «Tres Hombres» Mackenzie estaba seguro de que no se vuelve atrás. Y cuando se hace, es solo para contar los muertos. Él ya había contado dos en un solo día, y no había sido fácil. Pensó una vez más en Richard Tenachee, con el rostro moreno surcado de arrugas y el cuerpo enjuto, erguido y sólido como la madera seca, a pesar de la edad. De pronto, en su mente se superpuso a esta imagen la del cuerpo de Caleb Kelso, tendido en el suelo en el lugar en que cultivaba sus ilusiones, hecho pedazos con extremo esmero y sin ninguna piedad por parte del que lo había asesinado.

De la muerte de ambos había heredado ésa amargura que llevaba dentro.

Y un perro.

Dejó atrás los autobuses y toda promesa de libertad, que ningún lugar ni ningún medio de transporte conseguían ya cumplir.

Dobló a la derecha, por Humphrey Street, y subió hacia el cruce donde se alzaba el First Flag Savings Bank. Se preguntó cuál sería ese tema tan importante del que quería hablarle Cohen Wells. Conocía suficientemente bien a ese hombre como para saber que su planteamiento de las cosas era siempre mucho más moderado que sus verdaderas intenciones. En el pasado, una vez se reunió con él «para hablar cuatro palabras», como le había dicho. Fueron cuatro palabras que de un modo u otro cambiaron la vida de cuatro personas.

En el camino se cruzó con una muchacha vestida con un chándal que practicaba jogging. Al ver que se acercaba sacó las Ray-Ban del bolsillo de la camisa y se las puso. Ese día no tenía ganas de soportar miradas asombradas por sus ojos de dos colores. Había permitido que el mundo prestara demasiada atención a ese detalle.

La muchacha, una rubia de pelo corto, buena figura y cara banal, pasó a su lado sin siquiera echarle una ojeada. En otros tiempos, en una situación similar, los viejos amigos se habrían reído y habrían comentado en tono burlón que empezaba a perder su encanto.

Ahora esos amigos tenían muchas más cosas, y mucho más graves, que reprocharle.

Llegó a la puerta del banco, un edificio bajo, de época, que Wells había comprado y hecho restaurar de modo que conservara las características arquitectónicas originales. Empujó la puerta de vidrio y, al entrar, lo acogió el olor característico de los bancos. Sin embargo, por dentro era totalmente distinto. No habían reparado en gastos en la construcción. En todas partes dominaba el buen gusto pero también la riqueza, con cierta concesión a la opulencia. No obstante, tratándose del banco de Cohen Wells, podía considerarse un pecado venial. Poco más allá de la entrada, a la derecha, se hallaba el mostrador de cristal y madera de la recepción. Al acercarse Jim, el hombre sentado allí lo recibió con una radiante sonrisa.

– Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Buenos días. Soy Jim Mackenzie. Tengo una cita con el señor Wells.

– Un segundo.

El hombre cogió el teléfono y pulsó las teclas correspondientes a una extensión.

– El señor Mackenzie para el señor Wells.

Recibió una respuesta afirmativa, que subrayó con un movimiento de cabeza.

Colgó el teléfono y le señaló una escalera que salía a la derecha, en el otro extremo del vestíbulo de suelo de mármol.

– Si es tan amable, señor… Es en la planta de arriba. Lo recibirá la secretaria del señor Wells.

No había muchos clientes en el banco en aquel momento. Con la sensación de que lo observaban, Jim pasó junto a una hilera de ventanillas hasta la escalera, hecha del mismo mármol que el suelo. Mientras subía se cruzó con la figura elegante de Colbert Gibson, que bajaba. Iba mirando el suelo, como si controlara a cada paso dónde ponía los pies. Por lo poco que pudo ver, su expresión era más bien contrariada. Jim lo recordaba como el director del banco, pero ahora la razón de Estado lo había hecho ascender y se sentaba en el sillón de alcalde. Prestando suma atención para no enredarse con los hilos, según le habían indicado…

En el rellano entre los dos tramos de escalera se encontró con Cohen Wells, que lo aguardaba en persona.

Se lo veía un poco más gordo que un tiempo atrás, pero mostraba un aspecto sano que denotaba que, a pesar del trabajo, pasaba muchas horas al aire libre. Aunque no era un hombre guapo, desprendía una sensación de fuerza y vitalidad incontenible. Al verlo, el semblante del banquero se iluminó. Si era por sinceridad o por conveniencia, con él resultaba imposible saberlo.

– Jim, qué placer verte. Estás estupendo.

Le estrechó la mano con vigor, como correspondía a un rico hombre de negocios de Arizona.

– ¿Te apetece un café?

– Sí, un café me vendría bien.

El banquero se volvió hacia el despacho de las secretarias, situado a la izquierda.

– Mary, dos cafés, por favor. Como Dios manda. Y que no sean de nuestra máquina. Envía a alguien a Starbucks para que traiga dos expresos como es debido.

Entraron en el despacho del jefe. Jim miró a su alrededor. No había cambiado mucho desde su última visita, tantos años atrás. Algunos muebles eran diferentes: el escritorio era ahora un enorme Bolton auténtico, y los colores de las paredes eran más tenues. Pero en esencia, tanto en el pasado como en el presente, representaba a la perfección lo que se esperaba del lugar de trabajo de un hombre poderoso.

Cohen le señaló un sillón de piel situado frente al escritorio.

– Siéntate. Todavía está caliente del culo del alcalde.

«Por el modo como bajaba la escalera, parecía que acabaran de ensartarle en el culo un mango de escoba.»

Jim sonrió y se sentó. Esperaba que Wells interpretara su expresión como respuesta al comentario y al cordial recibimiento.

– Señor Wells, ante todo quisiera arreglar el asunto del alquiler del helicóptero…

El banquero lo interrumpió y restó importancia al tema con un ademán.

– Ya habrá tiempo para eso. Por ahora dejémoslo de lado.

Se apoyó en el escritorio con los antebrazos y se inclinó hacia Jim.

– Primero háblame de ti. ¿Te encuentras bien en Nueva York? Sé que has conseguido un excelente empleo con Lincoln Roundtree.

Jim meneó la cabeza y miró distraído la punta de sus zapatos.

– Se acabó Nueva York y Lincoln Roundtree. Lo he dejado todo.

Wells permaneció pensativo unos segundos, como reflexionando sobre lo que acababa de oír.

Cuando volvió a hablarle mostraba un semblante abierto a todas las posibilidades.

– Si lo lamentas, también lo lamento yo. De lo contrario, podría significar una perfecta oportunidad para lo que quiero proponerte. Como suele decirse, no hay mal que por bien no venga…

Sonrió por la muestra de sabiduría popular. Pero enseguida recuperó el semblante serio y continuó con lo que estaba diciendo.

– Creo que podemos echarnos mutuamente una mano. Has dormido en el Ranch, así que has visto en qué se ha convertido. Es un lugar estupendo, pero trabaja al quince por ciento de lo que podría rendir. Tengo pensados grandes proyectos, con inversiones de millones de dólares.

Jim pensó que Cohen debía de haber pronunciado ese discurso decenas de veces. Lo admiró por el genuino entusiasmo que mostraba por ese proyecto. O bien se trataba solo de la primera fase, en la que entusiasmaba al público antes de entrar en el núcleo de la cuestión.

– El Humphrey's Peak puede llegar a ser, en invierno, una estación de esquí de primera categoría, mejor incluso que Aspen, sustentada por la estructura hotelera en la que planeo transformar el Cielo Alto Mountain Ranch. Y en verano puede convertirse en un pequeño paraíso de aventuras para los turistas. Excursiones en helicóptero, rafting en el Colorado, pesca, paseos en vehículos todoterreno o a pie. Tengo en mente unos espectáculos que dejarán pequeños a los de Hollywood. Con este fin, ya me he puesto en contacto con la gente del Cirque du Soleil para que creen diversas actuaciones inspirados en el Viejo Oeste.