Ahora venía la segunda fase, en la que se adelantaba a las objeciones.
– No es una idea exclusivamente pro domo mea. Si llega a realizarse todo, sin duda el Ranch recaudará una buena cantidad de dinero. Pero no solo eso: también será positivo para toda la zona. Acabará con este aire de provincia que nos sofoca a todos. Esta ciudad tiene muchas flechas en su arco, y me gustaría que alguna consiguiera dar en el blanco.
Jim alimentaba la sospecha de que ese arco y esas flechas, además del propio blanco, eran de exclusiva propiedad de Cohen Wells. Sin embargo, no dijo nada, porque sentía curiosidad por oír la fase siguiente.
Se limitó a formular la pregunta obvia:
– ¿Y qué tengo yo que ver con todo esto?
– Mucho, porque si me sigues haré de ti un hombre rico.
Jim pensó que habían llegado a la parte más interesante del discurso. La tercera fase, en la que los chaquetas azules se procuraban guías indígenas. A su pesar se vio obligado a recordar otra vez las palabras de April Thompson:
«Muy pronto descubrirás qué quiere de verdad de ti el amo de la ciudad.»
Esa muchacha, en lugar de trabajar de periodista, debería dedicarse a las profecías.
– Verás, en la actualidad hay ciertos escollos que superar y diferencias que limar, como sucede siempre en estos casos. Algunas manos que untar, algunas autorizaciones que se hacen esperar. Pero el verdadero obstáculo son los navajos. No están en absoluto de acuerdo con este proyecto. Como sabes, para ellos los San Francisco Peaks son montañas sagradas, de modo que el Consejo de las Tribus no quiere ni oír hablar del tema. Y Richard Tenachee era la voz cantante de ese iceberg.
Un instante de reflexión, como para perseguir un recuerdo.
– En el pasado tuve desacuerdos con tu abuelo. A veces muy acalorados, pero siempre con el máximo respeto. Tu viejo sabía la estima que yo le tenía, aunque nuestras opiniones no coincidieran.
Miró a Jim a los ojos, buscando una confirmación.
– Ahora él ya no está, y todos nosotros debemos mirar hacia delante.
El rey ha muerto, viva el rey. Ahora Jim aguardaba la cuarta fase: la motivación del soldado antes de la batalla. La exaltación de su fuerza y la promesa de un rico botín una vez obtenida la victoria.
– Eres un muchacho brillante. Pilotas helicópteros, has estudiado, has viajado, conoces mundo. Eres una persona que vive su época. Y el nieto de un gran personaje de la nación navajo. En Window Rock te conocen todos, y, gracias a la consideración que les inspiraba tu abuelo, automáticamente mostrarán la misma admiración por ti. Ten también en cuenta que yo cuento con muchas relaciones en el seno del Consejo y del Bureau for Indian Affairs. Si jugamos bien nuestras cartas, no te resultará difícil, en un futuro, aspirar a ser el presidente. Posees todos los requisitos necesarios. Eres navajo por los cuatro costados, pero también eres mitad blanco, es decir, el hombre ideal para entablar nuevas relaciones entre estos dos mundos. Por el momento me basta con que estés de mi parte y hagas valer de algún modo el prestigio que te ha dado ser el nieto de Richard Tenachee.
El tono se volvió cómplice. De la cuarta fase pasó directamente a la quinta. El recuerdo de los «buenos viejos tiempos».
– En el fondo, tú y yo ya hemos hecho algún negocio. Y sabes que puedes confiar en mí.
Jim dedicó unos segundos a reflexionar. Muchas de las cosas que le había dicho Cohen Wells no le importaban nada de nada. Pero, mientras encontrara algo o a alguien a quien sí le importara, podría ganar algún dinero.
Quizá mucho.
– ¿Tienes un lugar donde alojarte? ¿Un coche?
– Está la vieja casa de mi abuelo, no muy lejos de East Flagstaff. Pero no sé en qué condiciones se encuentra. Por ahora estoy en el Aspen Inn.
– Bien. Escucha lo que te propongo, para lo inmediato. Tendrás una vivienda independiente hasta que encuentres otro lugar. Ordenaré que te asignen un coche del banco y depositaré cincuenta mil dólares en una cuenta corriente a tu nombre. Tómate unos días… una semana, digamos. Echa una mirada al lugar y decide si puedes adaptarte de nuevo a estos parajes. Después, si quieres, puedo confiarte el helicóptero del Ranch. Por ahora hay solo uno, pero en breve habrá una pequeña flota. Y administrarla podría ser tarea tuya, junto con todo el resto.
– En cuanto a ese resto, ¿qué tendré que hacer?
– Te lo diré en el momento oportuno.
La expresión de Cohen significaba una sola cosa. Había dejado en claro que la única referencia era él. Jim sintió los hilos de marioneta atados a sus piernas y a sus brazos.
Pero eran hilos de oro, y con ello bastaba para superar toda vacilación.
– ¿Y Alan?
– Él es la otra cara de la moneda. Es un ciudadano estadounidense, un soldado que ha derramado sangre por su país y al que han condecorado por ello. Un héroe que ha pagado muy caro su heroísmo. Alguien importante para tener de nuestra parte.
Jim consiguió con dificultad mantener una expresión impasible. Cohen Wells se las apañaba para extraer beneficios hasta de la desgracia de su hijo.
Sin duda jamás se la había esperado.
Sin duda pensaba que, de haber seguido Alan sus consejos, todo aquello no habría ocurrido.
Quizá había llorado.
Pero ahora que era un hecho consumado, ¿por qué no utilizarlo de la mejor manera posible?
Jim no podía creer lo que oía. No podía creer siquiera en sí mismo o intentar saber cuándo terminaría esa hambre de autodestrucción que arrastraba. Sin embargo, en el fondo tampoco él se había comportado mucho mejor con Alan…
– Es posible que rae lo cruce tarde o temprano. Sería muy incómodo, tanto para él como para mí.
Wells supo que esas eran las últimas, débiles resistencias. Las desechó, como de costumbre.
– De Alan me encargo yo. Lo importante es que tú me asegures que él no sabe nada de nuestros acuerdos pasados.
Jim meneó la cabeza.
– Lo sabíamos solo usted y yo, y yo no le he dicho nada. Desde aquel día no he vuelto a hablar con él.
– Muy bien.
Le tendió la mano por encima del escritorio. Jim se levantó y se la estrechó. Los cincuenta mil dólares en la cuenta compensaban ampliamente que Cohen Wells se quedara sentado.
– Bienvenido a la carrera por el oro, Jim Mackenzie.
En ese momento llamaron a la puerta. El banquero supuso que sería la secretaria, para llevarle lo que le había pedido.
– Habría que hacer un brindis, pero creo que por hoy nos conformaremos con un buen café. Adelante.
Se abrió la puerta. Mientras un hombre con uniforme de chófer la mantenía abierta de par en par, cruzó el umbral una persona que caminaba con esfuerzo apoyada en un par de muletas de aluminio.
Al cabo de tantos años, Jim se encontró frente a Alan Wells.
Sintió por dentro una punzada de remordimiento y se maldijo por ello. Del chaval de otros tiempos no quedaba ya nada, y del hombre en que se había convertido, menos todavía. Físicamente era el vivo retrato de su padre muchos años atrás. Pero se lo veía delgado, con aspecto de enfermo, y sus ojos reflejaban todas las cosas que había tenido que soportar.
Se produjo uno de esos instantes en que la vida parece suspendida y el tiempo se torna una pausa. Durante unos interminables segundos todos permanecieron inmóviles, como si la estancia se hubiera convertido en un bloque de plexiglás y ellos fueran maniquíes en un escaparate de tres dimensiones.
Luego Jim se recobró. Rogó que su voz sonara más segura de lo que se sentía él por dentro.
– Hola, Alan.
Su viejo amigo no se mostró sorprendido. Lo miró perplejo un segundo, como si le costara encontrar a aquel rostro de su memoria y relacionarlo con un nombre.
Después sonrió y habló con una voz que no le recordaba.