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Estaba acomodándose la mochila en la espalda cuando oyó, detrás de él, unos pasos sobre la grava. Al volverse se encontró ante la cara sonriente de Bill Freihart. Era un hombre maduro, alto y corpulento, gran bebedor de cerveza e insaciable comedor de carne. Su barriga, pero sobre todo una infinidad de capilares reventados en las mejillas, lo confirmaban sin sombra de duda. A esa hora todavía no se había puesto el sombrero Stetson, el poncho y el cinturón con el Colt Frontier sujeto a un costado, que constituían su uniforme cuando se hallaba en el Ranch. Todos los que allí trabajaban estaban obligados a vestirse como caricaturas de los personajes de la antigua frontera. A ninguno le entusiasmaba, pero era su trabajo y aunque no les gustara no tenían más remedio que aceptarlo.

A Caleb no le llamó la atención que Bill ya estuviera despierto. Era el responsable de las actividades del complejo, que comprendían, además de las cenas al estilo vivaque y los espectáculos, excursiones a pie y a caballo y viajes en helicóptero al Gran Cañón. Tal vez ya había ido a los establos a revisar los caballos y había supervisado el almuerzo que se distribuía en la Club House, para asegurarse de que todo estuviera listo cuando despertaran los huéspedes que todavía dormían en sus habitaciones, que olían a madera.

Bill dejó de atormentar la grava con sus botas y se detuvo a la altura del capó del Bronco.

– ¿Acaso anda por ahí algún ciervo que deba temer por su vida?

Caleb meneó la cabeza, con una expresión que negaba toda posibilidad en ese sentido.

– Pues no. Para hacer las cosas bien, a esta hora ya debería estar al acecho hace rato.

Caleb señaló con la mano a Silent Joe, que mientras tanto había aliviado sus necesidades fisiológicas y había regresado a su lado. Husmeaba los pantalones de Bill con un ligero movimiento del rabo, lo cual en su caso podía interpretarse como una manifestación festiva. El hombre se agachó y lo rascó detrás de la oreja.

– Daré una vuelta para que Silent Joe estire un poco las patas. Si llego a ver algún conejo silvestre ya será un gran éxito.

Mientras terminaba de coger de la camioneta sus pertenencias, Caleb señaló con la cabeza el grupo de cabañas que se levantaban al otro lado del vallado.

– ¿Cómo está?

Bill se encogió de hombros.

– Estamos al completo. Los turistas se matan por venir aquí a dormir mal y comer peor. Pero ya sabes cómo son las cosas…

– Ya. El viejo Far West siempre funciona. Pero no sirve de nada hacer elucubraciones sobre el gusto de la gente.

– ¿Y a ti? ¿Cómo te va el campamento?

Caleb fingió que comprobaba algo en el carcaj, para poder responder sin tener que mirar a su amigo a la cara.

– Arruinado. Ahora la gente tiene necesidades que yo ya no logro satisfacer. Llegan con sus grandes caravanas y esos enormes RV blancos y quieren agua corriente, electricidad, televisión por cable y todas las comodidades. Parece imposible que sean los propios campistas quienes lo piden…

Bill bajó apenas la voz y recurrió a un tono confidencial.

– Y de dinero, ¿cómo andas?

Caleb lo miró con una media sonrisa que quería expresar asombro pero se quedó en una mueca amarga.

– ¿Dinero? ¿Te refieres a esos papelitos verdes que la gente llama dólares? Esos se terminaron hace tiempo. He tenido que interrumpir mi trabajo a causa de una terrible falta de fondos.

– Ya cambiará. Pero al menos podrías…

Caleb lo atajó con un ademán. Bill era un amigo del cual aceptaba ayuda y consejos, pero en aquel momento no tenía ganas de oír un sermón sobre lo que habría o no habría debido hacer. Era una discusión que ya habían mantenido varias veces en diversos lugares, y Caleb sospechaba que la confianza de su amigo en el proyecto en el que estaba trabajando no era muy superior a la de sus detractores.

– Lo único que puedo hacer es aguantar. Cuando lo haya logrado serás el primero en sorprenderte. ¿Recuerdas a Steven Hausler?

– Sí, lo recuerdo muy bien.

Steven Hausler había sido durante años un profesor de química desempleado que, para seguir adelante, aceptaba cualquier trabajo. Como no podía permitirse un coche, todos estaban acostumbrados a verlo por Flagstaff pedaleando en una bicicleta vieja con manillar de carrera, con dos agujas de tender que le sujetaban los pantalones para que no se le enredaran en los engranajes. Nadie ignoraba que en el sótano de su casa tenía un pequeño laboratorio en el que se encerraba cada vez que disponía de un momento libre y unos dólares para invertir. Un día entró en el Hunter Trade Post, la tienda de artículos para caza y pesca, en la calle Columbus. Pidió y obtuvo de Daniel Bourder, el propietario, una pequeña cantidad de dinero en préstamo. Con esa suma patentó una proteína que las principales industrias farmacéuticas utilizaban en grandes cantidades y por la cual percibía unos derechos principescos. Cuando Steven Hausler compró su primer Porsche, hizo bañar en oro la vieja bicicleta, que ahora formaba parte de la decoración de su casa de Florida.

Caleb cortó la conversación alzando la cabeza hacia la claridad que asomaba desde el este, del otro lado de las laderas montañosas.

– Bien, será mejor que me vaya si quiero hacer algo. Que tengas un buen día, Bill.

Aquel saludo apresurado sonó a huida.

Bill Freihart, de pie junto al morro de una vieja camioneta que habría acogido una mano de pintura como el advenimiento del Mesías, se quedó observando a su amigo mientras se alejaba, con la expresión resignada de quien contempla a un enfermo incurable.

– Lo mismo digo. No vayas a perderte.

Caleb hizo con la cabeza un gesto tranquilizador y se adentró en el bosque, precedido por Silent Joe. Poco más allá del claro donde se hallaban aparcados los coches, en el tronco de un álamo, había una vieja incisión. Con mano firme un apenas identificado «Cliff» había entregado a la eternidad su amor por Jane, tras tallar en la corteza los nombres de ambos, rodeados por un corazón. Cada vez que pasaba por allí, Caleb trataba de imaginar la cara de Cliff. Ese día decidió que era un contador de Albuquerque, con peluquín y corbata de nudo falso, y que hacía tiempo había descubierto que su Jane era en realidad una furcia que se acostaba con otro.

«Como Charyl…»

Casi sin darse cuenta, aceleró el paso, con la ilusión de dejar sus tristes pensamientos clavados en el tronco, junto a la leyenda.

Prosiguieron en silencio, el hombre y el perro, rodeados por el húmedo olor del sotobosque, siguiendo la invitación del sol que se filtraba entre las ramas, sorprendidos cada vez que la luz y los pequeños claros se abrían de pronto en su camino.

Caleb adoraba aquel paisaje. A unas decenas de kilómetros de allí el panorama cambiaba por completo; llegaban los enebros y la salvia silvestre que poco a poco se retiraban hasta convertirse en el desierto de las maravillas, con sus colores ahumados y su vegetación escasa.

Pero el lugar donde se encontraba Caleb era un paraíso de savias, olores, perfume de pinos y sensación de humedad.

Al cabo de más o menos una hora de andar, Caleb decidió hacer un alto. Se sentó en la parte de un peñasco que no estaba cubierta de musgo, apoyó el arco y el carcaj en el tronco de un pino y sacó de la mochila la cantimplora. Silent Joe ya había bebido abundantemente en un arroyo que acababan de vadear. Después de beber, cogió el paquete de tabaco y el papel de fumar y procedió a liar un cigarrillo. No le preocupó que el olor del humo pudiera alarmar a una posible presa. El viento soplaba en la dirección adecuada, de modo que podía permitirse esa pequeña concesión al vicio. Poco antes, en un ensanchamiento del camino habían encontrado huellas y excrementos de ciervo todavía calientes. Silent Joe los olfateó y levantó el hocico hacia Caleb con la expresión satisfecha del que sabe lo que hace. Avanzó con decisión por un sendero, y él lo siguió.

Caleb había aprendido hacía tiempo a conocer las reacciones de ese extraño animal al que solo ante otras personas y en su ausencia se atrevía a definir como «mi perro». Tenía la certeza de que Silent Joe sabía lo que buscaban y por una especie de tácito acuerdo le dejaba la iniciativa.