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¿Por casualidad no podría Jim…?

En aquella situación habría aceptado cualquier cosa con tal de tener una excusa para marcharse de allí. Pero, como siempre, la prisa no es buena consejera. Y de algún modo Jim sabía que pronto se enfrentaría a las consecuencias.

Cuando él y Bill llegaron al patio del Ranch, había dos hombres de pie en la galería de la entrada principal de la Club House. Resultaba evidente que los esperaban, y a medida que se acercaba Jim tuvo oportunidad de observarlos.

Uno era joven, más o menos de su edad, alto y delgado. Lo había visto una vez en la televisión, recibiendo de manos de Cameron Diaz el Oscar al autor del mejor guión original. Tenía una cabellera abundante y unas pequeñas gafas de metal que en su rostro recordaban al Bob Dylan de Knockin' on Heaven's Door.

El otro era más maduro y Jim lo conocía bien. Nunca se lo había cruzado en persona, pero había visto su foto en diversas revistas, y en una ocasión Life le había dedicado una portada al elegirlo hombre del año. Además, ¿quién no conocía, en Estados Unidos y en el resto del mundo, a Simon Whitaker, el director y productor artífice de la fortuna de Nine Muses Entertainment, el hombre que la había convertido en uno de los colosos de la cinematografía mundial? Había producido y dirigido algunos de los mayores éxitos de taquilla de los últimos diez años. No obstante, lo que lo hacía figurar en las portadas de todas las revistas de chismes del planeta era su reciente relación con una de las más bellas mujeres de todos los tiempos, Swan Gillespie.

– Te presento a Oliver Klowsky y al señor Simon Whitaker, de Nine Muses.

Mientras les estrechaba la mano, el productor lo inspeccionó de arriba abajo. Apenas lo vio, a Jim le cayó de lo más antipático.

– Este joven es Jim Mackenzie, el piloto que estábamos esperando.

– Me parece un poco demasiado joven.

– Para mi abuelo, a los ochenta años, una persona de sesenta años también era joven.

Jim se quitó las gafas en gesto de desafío. Apenas sus ojos emergieron de debajo de las Ray-Ban, el otro no consiguió contener una expresión de sorpresa.

– Santo cielo, ¿pero qué clase de ojos son esos? Jim, tienes una cara ideal para el cine. ¿Nunca se te ha ocurrido ser actor?

– No creo, Oliver. A Jim no le interesa el cine. Para él solo existen los helicópteros.

La voz llegó de algún punto situado a sus espaldas, para mitigar ese momento de tensión. Pero solo logró crear otro. Jim la conocía desde hacía mucho. Se volvió hacia la puerta. De la penumbra del umbral emergió una figura de mujer, y la belleza casi sobrenatural de Swan Gillespie estalló en su cara.

Con el tiempo había madurado y se había vuelto más discreta, sinuosa, sin el atractivo insolente y la presencia radiante de la adolescencia. Todavía era una combinación de piernas largas y senos perfectos, pero ahora Swan llevaba su piel ambarina con la gracia de una reina. Sus ojos oscuros, capaces de inflamar el mundo cuando lo miraban desde una pantalla cinematográfica, no conservaban rastros de la inquietud de otros tiempos. Solo persistía un fondo lejano de melancolía que, según pensó Jim, quizá se debía a la dificultad de comportarse con desenvoltura en su regreso a su pueblo natal.

Al marcharse de Flagstaff era una de tantas muchachas guapas que sueñan con hacer carrera en el cine. Pero para ella, como en todo cuento que se respete, el sueño se hizo realidad. Ahora volvía a su ciudad en las alas no de una victoria, sino de un auténtico triunfo.

Había alcanzado el éxito: era una Cenicienta para la cual no existía la medianoche.

Jim pensó que en el fondo los dos eran iguales.

Ambos habían cumplido su sueño de niños. Se preguntó si serían iguales en todo y si también ella recibiría alguna visita de Alan Wells en ciertos sueños desagradables durante la noche. A veces incluso cuando daba vueltas en la cama sin poder dormir.

– Hola, Swan, ¿cómo estás?

– Bien. ¿Y tú, Táá' Hastiin?

Con un gesto vago de los brazos Jim destacó lo evidente.

– Como ves. Tengo algunos años más pero aparte de eso no ha cambiado nada. Todavía piloto helicópteros.

«Y cargo sobre los hombros a Alan Wells, Emily Cooper y Lincoln Roundtree.»

Algo apartado, Oliver Klowsky no se perdía una palabra del diálogo. Lo oyó dirigir en voz baja una pregunta a Bill.

– ¿Táá' Hastiin?

– Jim es navajo por parte de madre. Ese es su nombre indígena. Significa «Tres Hombres».

– Qué fantástico. Este chaval no deja de sorprenderme.

Silent Joe se abrió paso entre el grupo y su cabeza apareció al lado de Jim. Se sentó y miró a Swan con desvergüenza, como si quisiera admirarla y hacerse admirar al mismo tiempo. Ella sonrió y por un instante fue como si su sonrisa detuviera ese momento en una imagen fija.

– ¿Es tu perro?

La mano de Jim bajó en una rápida caricia a la cabeza de Silent Joe.

– Diría que sí, aunque estoy seguro de que él prefiere pensar que yo soy su humano.

Sonó la voz de Simon Whitaker para recordar a todos que el tiempo es dinero, sin excepciones temporales ni geográficas.

– Creía que íbamos a dar una vuelta en helicóptero.

Jim se puso las gafas y volvió a su papel y al motivo de su presencia en el Cielo Alto Mountain Ranch.

Respondió al productor con la misma voz seca:

– Ya mismo. Si quieren ustedes seguirme…

Condujo al grupo hacia el sitio donde esperaba el helicóptero. Mientras se dirigían a la pista de despegue, Klowsky se puso a su lado. Era un creativo, y como tal parecía entusiasmarle la idea de obtener datos.

– Te explicaré qué es lo que necesitamos ver.

– Cómo no.

– ¿Conoces ese asunto llamado «La matanza de Flat Fields»?

– ¿Quién no la conoce por aquí?

– Planeamos rodar una película sobre ese suceso. Hay un componente de misterio que resulta muy interesante desde el punto de vista cinematográfico. Queremos ver los lugares donde ocurrió.

– ¿También quieren volar sobre el Cañón?

Se entremetió la voz ruda de Whitaker.

– No somos turistas y no estamos de vacaciones. Ya veremos el Cañón en otra ocasión, si es necesario.

Jim se volvió a mirarlo. Desde el primer momento lo había ignorado adrede, aunque no le había pasado inadvertido el brazo que rodeaba con ostentación los hombros de Swan. Era un fanfarrón, y con ese gesto daba a entender que Swan Gillespie era de su propiedad privada.

Suya, para ser exactos.

Llegaron en silencio a la pista marcada con una gran cruz blanca, en el centro de la cual descansaba el Bell 407, todavía más colorido y brillante que el día anterior. De pie junto al borde de cemento los esperaba Charlie.

Ni siquiera miró a los huéspedes, y se dirigió a Jim en la lengua navajo.

– Esta gente traerá problemas.

– ¿Tú crees?

– Esa mujer los ha causado siempre. ¿Por qué esta vez habría de ser diferente?

– Tranquilízate. Ha pasado mucho tiempo y todos hemos cambiado. Esta vez no pasará nada.

Charlie bajó la cabeza. No parecía en absoluto satisfecho con ese argumento. Pero su filosofía era el silencio, y a él se plegó también en esta ocasión.

Klowsky parecía fascinado por el sonido de la lengua que hablaban. Dejó escapar un comentario de cineasta.

– Caramba. Todo esto es alucinante. Es un pecado que Nicolas Cage ya lo haya hecho en esa pésima película sobre los Codetalkers… si no, se podría desarrollar una historia fantástica.

Jim se dirigió en inglés a Silent Joe, al tiempo que le señalaba al viejo que tenían delante.

– Debo ir a un lugar al que tú no puedes acompañarme. Quédate aquí con Charlie. Vuelvo enseguida.