Swan hizo un largo silencio. Jim estaba seguro de haber visto pasar como un relámpago en los ojos cuánta libertad podría comprar con esa suma.
Cuánta vida, como y donde deseaba.
Bajó la voz, ya cómplice.
– ¿Qué has pensado hacer?
Continuaron hablando durante el resto de la tarde, y hacia el anochecer decidieron cómo actuar. Se separaron sin mirarse a la cara, y Jim no encontró el coraje para confesarle que sin ella no habría tenido fuerzas para hacer nada.
Se vieron una vez más, el tiempo suficiente para destrozar a Alan.
Después, durante diez años, nunca más.
Pasado el tiempo, el recuerdo de aquella conversación era una presencia que no lograban olvidar. A veces podían hacer ver que no había sucedido nada. Podrían haber vivido separados durante toda la vida, y haber intentado y logrado tapar lo ocurrido.
Pero ahora no. No en el momento en que, al cabo de tanto tiempo, estaban frente a frente, se miraban a los ojos y lo que veían era solo un reflejo de lo que cada uno llevaba dentro.
Swan interpretó la larga pausa de Jim como una ausencia. Repitió la pregunta.
– ¿Cómo está Alan?
Sin darse cuenta, Jim meneó la cabeza, como si la gobernaran, a pesar suyo, extraños pensamientos.
«¿Cómo está Alan? ¿Cómo puede estar un hombre con el que todos han competido para ver quién le quitaba más? ¿Cómo puede estar un hombre solo que todas las noches apoya sus piernas contra una pared?»
Por una vez expresó sin esfuerzo lo que de veras pensaba.
– Es un gran hombre, Swan. Siempre lo ha sido. Incluso cuando era apenas un chaval. Aunque lo hicieran pedazos, cada uno de esos pedazos sería mejor que cualquier persona que yo conozca.
Una pausa, que era al mismo tiempo silencio y una hoja afilada clavada en el corazón.
– Incluidos nosotros dos.
Jim vio el agua que llegaba de lejos a los ojos de Swan.
Avanzaba impulsada por la pena que ella llevaba dentro desde hacía años. Por la pérdida de la inocencia, por el momento en que uno renuncia a los sueños para convertirse en un ser humano cualquiera, obligado a enfrentarse a las consecuencias de sus errores. Por la burla del tiempo, que no daba una segunda oportunidad.
Swan se acercó y apoyó la frente en el hombro de Jim.
Su voz era dolor en estado puro.
– Ay, Jim. Qué hemos hecho… Qué hemos hecho…
La voz se le quebró en la garganta, y se echó a llorar.
Jim «Tres Hombres» Mackenzie, navajo del Clan de la Sal, rodeó con los brazos los hombros de Swan y la estrechó contra sí, mientras sentía que esa agua de nostalgia salía de sus ojos y bajaba tibia y salada hasta su camisa.
La oyó llorar y le alegró que ella todavía supiera hacerlo. Habría hecho cualquier cosa para que esas lágrimas fueran suficientes para los dos.
14
– En todo esto hay algo que no me convence. A Caleb Kelso lo han encontrado muerto en su casa, y la policía esconde algo. En mi opinión, lo han asesinado. Y de una forma extraña, además. De lo contrario no habría tanta reserva.
April Thompson estaba en el despacho de Corinna Raygons, la directora del Flag Staff Chronicles. La mujer, sentada en un pequeño sillón de madera que habría hecho feliz a Norman Rockwell, la miraba divertida al tiempo que bebía a sorbos su Earl Grey. Por encima del borde de la taza la observaba pasearse agitada por la estancia, acalorada por la discusión. Como de costumbre, sentía cierta ternura ante el temperamento de su cronista rebelde.
Cuando llegó de Santa Fe para dirigir ese pequeño periódico de provincia y descubrió entre el personal a esa guapa muchacha de pelo color caoba, la catalogó a primera vista como la típica trepadora llamativa ansiosa de demostrar al mundo que poseía algo más que un bonito cuerpo. Y encima, con la poco disimulada aspiración de estampar su firma en cualquier nota que apareciera en las páginas de un periódico de tirada nacional, aunque solo fuera en los anuncios fúnebres. Y notó que April, de algún modo, lo había percibido. Luego, con el paso del tiempo, tras un período estudiándose y midiéndose, Corinna se convenció de que le convenía contar con una mujer decidida y ambiciosa, pero en absoluto dispuesta a caer en las trampas de su carrera sin sopesar las consecuencias. Adoraba su trabajo y sobre todo buscaba la verdad. Era un arquetipo del verdadero periodista, algo que ya casi no existía, una forma de abordar la profesión que con el paso del tiempo había perdido cada vez más consistencia hasta convertirse en un estereotipo sin significado.
Una noche se encontraron por casualidad en el Satura, un restaurante japonés de Yale Street, donde la directora del periódico estaba cenando sola, como siempre desde su llegada a Flagstaff. Su hermana Alexandra, que vivía en la ciudad, donde dirigía una consulta odontológica, tenía su familia, y a Corinna no siempre le apetecía representar el papel de tía soltera y cuñada intrusa. April, amiga de los dueños, entró a saludarlos y a tomar un vaso de vino tinto. La vio desde su taburete, y se acercó. Corinna la invitó a sentarse y empezaron a conversar. Para sorpresa de ambas, se descubrieron varios puntos en común. Bebieron juntas otro vaso de vino y terminaron la velada algo achispadas, contándose sus respectivas historias.
Corinna valoró en April la energía que había perdido y la belleza que nunca había poseído. Se consideraba una mujer demasiado inteligente y demasiado mayor para tenerle envidia, por lo cual poco a poco nacieron la simpatía y la admiración que finalmente se convirtieron en afecto.
Ahora planeaba proponer al consejo administrativo que April Thompson la sucediera en la dirección del periódico, cuando ella se retirara. Por el momento la reportera seguía siendo una cronista en el despacho de su directora, impulsada por la emoción de una noticia en la que creer.
Hablaba y se movía, pero en realidad pensaba en voz alta.
– En general, en esta zona los casos de homicidio no son la consecuencia de una historia interesante. Riñas, cuchilladas entre borrachos, ajustes de cuentas por motivos de dinero, un hombre que mata a golpes a su mujer. También ha ocurrido lo contrario: mujeres a quienes se les fue la mano al zurrar al marido.
Ambas sabían que los casos importantes, los que hacían ganar un premio Pulitzer, eran bastante raros en Flagstaff y sus alrededores. Pero Corinna confiaba en la intuición de su colaboradora, y si ella creía que detrás de la muerte de Caleb Kelso había algo grande, existían serias probabilidades de que estuviera en lo cierto.
Intentó refutar sus argumentos para estimular la concentración y la creatividad de April.
– Si realmente se trata de un caso de homicidio, es normal que haya secreto de sumario.
– Es cierto. Pero la policía de aquí siempre ha tratado bien a la prensa local. Hay un sentido de pertenencia a la zona con respecto al resto del mundo, que en cualquier situación ha privilegiado las relaciones entre nosotros y las autoridades en comparación con los medios de fuera.
Hizo una pausa, como si le costara convencerse de la situación.
– En este caso, en todas partes encuentro puertas cerradas. Incluso mis propias fuentes dentro de la policía se han cosido la boca y no hay modo de quitarles los puntos.