«Tú lo entenderías…»
Sin embargo, una vez más, Jim no entendía…
Todo lo que poseía se hallaba escondido en un lugar desconocido que no sabía encontrar. Y lo buscaba desde hacía mucho, sin siquiera intuir de qué se trataba. Richard Teñachee se había ido y ya no podía enseñarle nada, y las kachina que vendían en las tiendas provenían en su mayoría de Taiwan o de China.
Se quedó sentado pensando sin entender hasta que surgió el sol y reemplazó con sombras la oscuridad entre los árboles. El mundo se había despertado, pero Jim no tenía ganas de formar parte de él. Se levantó del banco y volvió a su casa, seguido por Silent Joe, que se había adoptado al silencio y a la calma como si compartiera su estado de ánimo. Llegó y abrió la puerta del chalet justo a tiempo de oír sonar el teléfono. Había dejado el móvil cargándose al lado de una lámpara, sobre un mueble cerca de la puerta de entrada. Lo cogió y activó la comunicación.
– ¿Jim?
– Sí.
– Soy Robert. ¿Te he despertado?
La voz de Beaudysin sonaba cansada. Probablemente también había pasado la noche pensando, sin entender.
– No. Ya sabes que los indígenas duermen con un solo ojo.
Robert no se rió de la broma.
– Temo que tendrás que soportarme una vez más.
– No hay problema. ¿Qué debo hacer?
– Venir a firmar la declaración. Y también quiero hablar un poco contigo. Tal vez recuerdes algo más.
Jim trató de mitigar su frustración, pensando que quizá con ello aplacara también la suya propia.
– ¿Necesito un abogado?
– No. Por el momento considero que lo que necesitas es un buen psiquiatra. Cuando te haga falta un abogado te darás cuenta.
– ¿Por qué?
– Porque me oirás leyéndote tus derechos.
Había tensión y cansancio en sus palabras. Jim comprendió que el detective había optado por bromear para exorcizarlos.
– ¿A qué hora debo ir?
– Esta mañana ofrecemos una conferencia de prensa. Calculo que a las diez habrá terminado. A las diez y media sería perfecto.
– Vale. Allí estaré.
Dejó el teléfono y fue a darse una ducha. El perro lo siguió intrigado hasta el cuarto de baño, pero cuando se dio cuenta de sus propósitos se retiró horrorizado. Después Jim se vistió y aguardó dando vueltas por la casa, con el televisor sintonizado en la MTV, simulando escuchar la música mientras comía un bocado.
Luego salió hacia la comisaría de policía.
Mientras atravesaba lentamente Flagstaff rumbo a Sawmill Road, miraba a su alrededor. Algo había cambiado, algo permanecía igual. Los jóvenes con los que se cruzaba por la calle al volante de sus coches eran niños cuando él se había marchado. Los jóvenes que asistían a la universidad en sus tiempos andaban ahora dispersos por el mundo, poblándolo de hijos y ocupados en trabajos y divorcios. Alguno ya no estaba, y de algún otro quedaba menos todavía…
Cuando llegó a la comisaría, pensó que el trayecto le había parecido interminable.
Trató de aparcar el Ram a la sombra de los árboles. Silent Joe debería esperarlo en la camioneta, y no quería correr el riesgo de que se asara al sol. Lo hizo bajar y caminar un poco, antes de dejarlo solo. Era un perro muy limpio y probablemente no ensuciaría el coche, pero una vejiga llena es una vejiga llena, tanto para los seres humanos como para los animales.
El perro aceptó la invitación y dio unas vueltas por el aparcamiento. Olfateó un poco aquí y allá y decidió soltar sus aguas contra los neumáticos de un Honda. Luego se acercó al coche y se quedó mirando con curiosidad a alguien que se hallaba dentro.
Bajó del vehículo un niño de unos diez años. Vestía tejanos, unas Nike y un chaleco sobre una camiseta de los Miami Dolphins. Por debajo de la gorra de béisbol que llevaba en la cabeza salían unos cabellos largos y negros, brillantes bajo el sol.
– Hola, perro. ¿De dónde vienes?
Silent Joe se sentó y aguardó. El niño tendió la mano y le acarició la cabeza. Jim se acercó. El chaval no parecía asustado, pero a veces las reacciones de los animales son imprevisibles, y lo último que necesitaba él en ese momento era un padre o una madre enfurecidos porque un perro hubiera mordido a su hijo.
– Silent Joe, ven aquí. No molestes a la gente.
– No, no me está molestando. Es un bonito perro y parece muy bueno.
Jim se acercó a los dos y observó que el niño era bastante alto para la edad que aparentaba. Tenía la tez y el pelo propios de los nativos, pero cuando alzó hacia él su cara bronceada, se encontró con sorpresa ante dos límpidos ojos azules.
– ¿Por qué se llama Silent Joe?
Jim esbozó un gesto vago y sonrió.
– Pues… digamos que no es un gran conversador.
El perro se levantó y se puso entre los dos, como si quisiera presentarle a su nuevo amigo. Jim sabía que en realidad solo pretendía que lo acariciaran los dos.
– ¿Te gustan los animales?
– Pues claro. En casa tengo una tortuga y un hurón, y algún día tendré un caballo para mí solo.
– Hummm… Seguro que será un bonito caballo.
Se acuclilló. Silent Joe se apoyó contra su cuerpo.
– Yo me llamo Jim. ¿Y tú?
– Seymour.
– Bien, Seymour. Ven, te mostraré una cosa.
El niño se agachó a su lado, y Jim le explicó lo que debía hacer.
– Si quieres hacerte amigo de un perro, debes rascarlo donde él no llega. Los mejores lugares son aquí, sobre el rabo y sobre el pecho. Prueba.
Seymour empezó a pasar los dedos por el esternón de Silent Joe. El perro se quedó inmóvil y extasiado, con la lengua fuera. Daba la impresión de que en su vida había experimentado un placer tan exquisito.
– Ahora prueba de dejar de rascarlo.
El niño apartó la mano, y de inmediato Silent Joe se adelantó sacando pecho, para que Seymour repitiera ese gesto tan gratificante.
– ¿Has visto qué tunante es?
Seymour se echó a reír.
En ese momento una voz de mujer llegó desde atrás, seguida de una sombra en el suelo.
– ¿Qué pasa, Sey?
Al incorporarse, Jim se encontró frente a la cara preocupada de April Thompson. Cuando se dio cuenta de que era él, vio que se relajaba y se ponía rígida al mismo tiempo. Jim miró de nuevo a Seymour y vio que en su cara brillaban los mismos ojos de April. Sin motivo comenzó a experimentar una ligera sensación de malestar.
– Veo que tú y tu perro habéis entablado relación con mi hijo.
– ¿Seymour es tu hijo?
El niño intervino, con lo que evitó a la madre una respuesta obvia.
– Jim me ha enseñado a hacerme amigo de los perros. Este se llama Silent Joe.
– A veces quisiera poder llamarte así también a ti. Ahora sube al coche y abróchate el cinturón, que nos vamos.
– Ahora mismo. Adiós, Jim. Adiós, Silent Joe.
Hizo una última caricia al perro y subió al coche. Jim y April lo siguieron con la mirada y a través del vidrio posterior lo vieron afanarse con el cinturón, tapado por el apoyacabezas del asiento.
Se miraron. Seymour, con su exuberancia infantil, no había advertido la incomodidad de ambos.
– Disculpa, es un niño muy sociable. Demasiado, a veces.
– Me parece estupendo. Es inteligente y vivaz. ¿Cuántos años tiene?
– Ah, sí, para su edad es demasiado vivaz.
April no había respondido a la pregunta. Jim intentó vencer el embarazo que experimentaba, pero la noche de insomnio no lo ayudaba. Decidió cambiar de tema, como si con ello pudiera cambiar algo entre los dos.
– ¿Qué haces aquí?
April hizo un gesto vago.
– He venido a una inútil conferencia de prensa sobre el homicidio de Caleb. En mi opinión, la policía anda a tientas en la oscuridad, y las investigaciones lo confirman. Al parecer, no solo ignoran quién, sino también cómo…
Hizo una pausa y lo miró, como si quisiera superar la barrera de las gafas oscuras.