Al acercarse a Seymour, Jim se había puesto las Ray-Ban. No tenía ganas de oír el enésimo comentario asombrado de un niño sobre sus extraños ojos. Ahora se alegraba de haberlo hecho.
– ¿Tú no tienes nada más que decirme?
– No. Lo que te he dicho es lo que mismo que le he dicho a Robert.
Jim mentía, y sabía que April lo sabía. Lo que en realidad había visto sería un bocado muy sabroso para cualquier cronista de noticias policiales. Y más aún para una reportera de un pequeño periódico local.
Pero en su vida ya abundaban suficientes dificultades como para buscarse problemas con la policía. No estaba dispuesto a hacerlo ni siquiera por su novia de antaño. Ni siquiera por ese hijo suyo de ojos tan azules y pelo demasiado negro.
April se rindió. Quizá pensó que era solo una de las tantas veces que lo hacía, con él.
– Muy bien. Como quieras. Si cambias de idea puedes encontrarme en el periódico. Ya sabes dónde queda.
Dio media vuelta y fue hacia el Honda. De pie en medio del aparcamiento, Jim la contempló subir al coche, poner en marcha el motor y alejarse. Por el cristal vio la mano que agitaba Seymour, y le devolvió el saludo. No conseguía quitarse de la mente la expresión de April al eludir la pregunta sobre la edad del niño.
Permaneció unos instantes pensando e imaginando, pero lo que surgía le daba una ligera sensación de frío, fuera de lugar bajo el sol del aparcamiento.
Sin embargo, no pudo proseguir sus reflexiones. Silent Joe, a su lado, comenzó un pequeño ballet frenético. Jim oía sus uñas que resonaban en el asfalto. Lo miró y vio que temblaba.
– ¿Qué hay? ¿Qué ocurre?
Intentó acariciarlo, pero el perro salió corriendo hacia la camioneta. Saltó al asiento del acompañante y se quedó mirando por la ventanilla, sin dejar de temblar y mostrando el blanco de los ojos.
Después, de golpe, empezó a aullar.
16
«Esos hijos de puta no tienen ninguna prueba. Ninguna prueba. Ninguna prueba…»
Jed Cross continuaba repitiendo con rabia estas palabras para sí, mientras fumaba tendido en su catre en una celda de la cárcel de Flagstaff, en Sawmill Road 951. El humo del cigarrillo que salía de su boca pronto era capturado por la luz que entraba entrecortada por la pequeña y alta ventana situada a sus espaldas. La sombra que producía el marco cortaba en dos esa especie de cama en que lo obligaban a dormir.
Mitad iluminada, mitad en sombras.
Mitad humo, mitad polvo.
Cada vez que se movía en la cama, el polvillo que se levantaba disputaba al humo los rayos del escaso sol. Esas mantas de mierda con la marca de las cárceles del estado de Arizona eran en la práctica un criadero de ácaros. Tiró la colilla al pequeño lavabo que había a su izquierda y se sentó en el catre. En poco tiempo se le acabarían también los cigarrillos, y sus carceleros no demostraban la menor intención de conseguirle más cuando eso ocurriera.
Todavía vestía la ropa que llevaba cuando lo habían arrestado: un par de pantalones castaño claro y una camisa liviana de tela tejana. Desde que estaba allí dentro, esos malditos no le habían permitido ni siquiera una ducha. Calzaba un par de calcetines sucios y sus viejos botines gastados. Le habían quitado los cordones y también el cinturón.
Podrían habérselos dejado, pues no tenía la menor intención de suicidarse.
Ni ahora ni nunca.
Lo habían cogido en su casa, por la mañana temprano, mientras dormía. La noche anterior había estado con unos amigos en el King Steak House, en la carretera a Sedona, un lugar donde se comía y podía escucharse buena música. Canciones de verdad, con melodías reconocibles, cantadas con una voz como es debido, no esa mierda de rap que ahora sonaba en todas partes. Volvió tarde, con demasiada cerveza y whisky en el cuerpo, y se arrojó sobre las sábanas sin siquiera desvestirse.
Rompieron la puerta de su casa, en Lynch Street, y entraron como furias. Lo sorprendieron en la cama, y sin poder siquiera abrir los ojos se encontró boca abajo con los brazos a la espalda. Oyó el chasquido de las esposas; ni siquiera vio la cara del policía que le leía sus derechos.
– Tiene derecho a guardar silencio. Si renuncia a este derecho, todo lo que diga…
«Y vosotros tenéis derecho a comerme la polla, maricas de mierda», pensó.
Después, un trayecto en coche a toda velocidad y unos procedimientos que parecían no tener fin. Las fotos, las huellas, las preguntas de esos capullos soberbios que se las daban de jefes de policía. Y su silencio, al que tenía derecho y en el cual se había refugiado con una expresión de burla como una revancha contra el mundo que lo había mandado a la cárcel.
Jed Cross no tenía miedo. Ya había estado en prisión en otras ocasiones y en lugares mucho más duros que aquel. Hacían falta más que unos simples policías de provincia para doblegarlo. Lo mantenían aislado solo para tratar de ablandarlo, pero él conocía las técnicas que empleaban y le sobraban cojones para enfrentarse a toda la policía del sudoeste.
«Yo los cojones los tengo abajo, no como los policías, que están siempre juntos para por lo menos tenerlos alrededor.»
Se dio cuenta de lo que acaba de pensar y sonrió. Por Dios, qué buena ocurrencia. Cuando se la contara a los colegas del bar de Jenny se desternillarían de la risa.
Los cojones alrededor, ¡qué divertido!
Incluso la hora al aire libre que desde el día anterior le permitían debía cumplirse en completa soledad, en un patio de tierra del lapso oeste de la cárcel, lejos del otro, donde se concedía una libertad temporal a los reclusos. Sabía que el delito del que lo acusaban no era de los más aceptados entre los delincuentes comunes. Alguien menos duro habría corrido el riesgo de no volver entero a la celda tras pasar un rato en el patio con los demás detenidos, aunque la cárcel de Flagstaff no era una institución federal, por lo cual los que allí se encontraban eran en general delincuentes de poca monta. Y Jed contaba con demasiada experiencia como para preocuparse por esos mediocres. De todos modos, el problema no se planteaba, y tanto mejor así.
«Ni siquiera una prueba. Ni siquiera una pequeña prueba de mierda.»
Sin embargo…
El recuerdo de lo ocurrido le provocaba, todavía ahora, a muchos días de distancia, un agudo escalofrío de placer. Subía hacia Leupp, un poblado situado en el corazón de la reserva indígena, y vio de pronto a aquel jovencito que hacía autoestop, un navajo de mierda con su linda carita y los ojos brillantes como carbón.
¿Cuánto podía tener? ¿Diez, once años?
Su cutis bronceado lucía más liso que la seda. Mientras conducía, Jed sintió el apabullante comienzo de una erección. No se proponía hacerle daño, pero ese gilipollas se echó a gritar apenas él empezó a tocarlo. Hasta le prometió dinero, pero no hubo forma. Doscientos dólares, ¡por todos los santos! Después, trescientos. Pero el chaval que seguía gritando como si lo estuviera desollando vivo. Jed miró a su alrededor. Era avanzada la tarde, y había detenido el coche en un sitio aislado, tras haber recorrido un camino que bordeaba la mina de carbón, protegida de la vista por montículos de tierra producto de las excavaciones.
De modo que lo bajó a rastras del coche y le pegó un revés tan fuerte que le salió de la nariz un chorro de sangre como si lo hubiera alzando una bala. Le pegó de nuevo, con menos fuerza. Ya casi no se movía. Jed lo arrastró un par de metros y lo apoyó contra el capó del Mitsubishi.
Después le bajó los tejanos y…
Casi sin darse cuenta sus manos se cerraron en torno del cuello del jovencito…
Al final se desplomó en la tierra con el aliento entrecortado. El chico ya no respiraba.
Todavía ahora, mientras lo pensaba, sentía la excitación en el vientre y notaba cómo se tensaba la tela de la entrepierna de sus pantalones. Unos pasos que se acercaban por el pasillo le impidieron acostarse en el catre, bajarse la cremallera y gozar de la experiencia, el recuerdo y la fantasía. La figura de un policía de uniforme azul se asomó a la puerta, cortada en franjas por los barrotes de la celda.