Jed lo conocía de vista. Lo había visto varias veces con una cerveza en la mano, uno de los tantos espectadores de las partidas de billar del Jason's Pool and Bar, en Downtown. Era un tío joven, con tendencia a la calvicie y a la obesidad, con una arruga blanda en la boca. Jed lo había catalogado de inmediato. Un ratón de biblioteca: alguien que con toda seguridad nunca participaba en la acción. Si se podía llamar acción a lo poco que sucedía por aquellos lares.
– ¡Cross! Ven, tienes visita.
– ¿Y quién coño es?
– Tu abogado.
– Ese capullo de mierda. Ya era hora.
Tendió las manos hacia la ventanilla, entre los barrotes a través de los cuales le pasaban la comida, y esperó que el agente le sujetara las muñecas con las esposas. Después retrocedió y aguardó. El policía se volvió hacia alguien situado a su izquierda.
– Muy bien, puedes abrir.
Con un chasquido, una parte de los barrotes se deslizó lateralmente sobre la parte fija. Se respiraba una gran eficacia en aquel lugar. La cárcel era relativamente nueva, construida sin reparar en gastos. El mismo edificio alojaba la prisión, la sede de la policía y el despacho del sheriff del condado. Al salir de la celda no podía menos que sentirse un poco en el papel de Clint Eastwood en aquella historia sobre la evasión de Alcatraz.
Jed Cross dobló a la izquierda y avanzó por el pasillo, inmerso en una sulfúrea luz verdosa. Bajo las luces de neón suspendidas del cielo raso, veía al caminar la sombra de sus brazos trabados por las esposas, que se aproximaban y desaparecían bajo sus pies a la espera de la luz siguiente y la siguiente sombra.
Percibía como una presencia casi tangible la hostilidad del policía que lo seguía a dos pasos de distancia, que apoyaba su mano con gesto distraído en la culata de la pistola. Tal vez solo aguardaba a que él diera un paso en falso para meterle un balazo en la cabeza y después ir a contar a los amigos, entre una y otra jugada de billar, que su cabeza había explotado como una calabaza y su cerebro se había desparramado por el suelo de resina.
Jed Cross era lo bastante listo y lo bastante demente como para caer en semejante trampa.
«No habrá balazos en la cabeza, cabrón. Ni mucho menos cabezas que exploten ni cerebros que se desparramen. Ahora un abogado con los cojones bien puestos me sacará de aquí y tú te irás a tomar por culo.»
– A la derecha.
Pasaron por una verja abierta y el agente lo empujó con bastante rudeza hacia el pasillo que se abría a la derecha. Jed perdió el equilibrio y tropezó. Recobró la estabilidad y, mientras seguía caminando, volvió la cabeza hacia el guardia. Trató de mostrar la sonrisa más insolente de que era capaz.
– Calma, jovencito. No querrás que el prisionero se haga daño y su abogado presente cargos contra la policía. Aunque admito que un poco de dinero no me vendría mal en estos momentos.
El guardia no respondió. Dio otro empujón al prisionero, esta vez sin gran convicción.
Jed volvió a mirar al frente y sonrió de nuevo.
Prosiguieron junto a una larga sucesión de puertas cerradas hasta que, donde finalizaba el pasillo, llegaron a una de metal pintada de verde. Por una pequeña abertura de la parte superior se entreveía, deformada por el cristal, la sala que había al otro lado.
– Entra.
Jed empujó el batiente y pasó a una amplia estancia, iluminada por la luz que entraba por ventanas protegidas con barrotes que se abrían sobre el lado izquierdo. Los únicos muebles eran unas mesas de metal con tapa de metacrilato verde agua y unas pocas sillas del mismo material.
A una de las mesas se hallaba sentado un hombre. Jed se sorprendió. Esperaba encontrarse con el viejo Theodore Felder, pero en cambio vio una cara totalmente desconocida. Llevaba en la cabeza un sombrero claro con una cinta marrón y vestía un arrugado terno de lino castaño claro, bastante liviano para la estación. Debajo, una camisa a rayas, de cuello gastado, y una corbata floja. La chaqueta abierta permitía ver un par de tirantes de un rojo oscuro. El individuo, bastante grueso, estaba sudado; un ridículo par de gafas de metal daban a sus ojos el aspecto de unos calcetines vistos por la portezuela de una lavadora. El conjunto transmitía a Jed Cross una sensación de suciedad que le costaba soportar. Él era un maniático de la limpieza, que en verano se daba hasta tres o cuatro duchas al día. La gente grasienta y mugrienta como ese tío le daba literalmente asco, por muy profesional que fuera.
Se acercó a la mesa, al tiempo que el agente que lo había acompañado se detenía junto a la puerta para asegurar la privacidad del abogado con su cliente.
– Y tú ¿quién coño eres?
El hombre de los ojos como calcetines no se puso de pie ni le tendió la mano.
– Buenos días, señor Cross. Me llamo Thomas Rittenhour y soy abogado.
El prisionero lo miró un instante con expresión sarcástica. Después tendió hacia el letrado las manos sujetas por las esposas.
– ¿Buenos días, ha dicho? ¿Lo son para usted?
El abogado Rittenhour hizo como que no había oído.
– Siéntese, por favor.
Como podía, con las manos impedidas, colocó una silla frente a la mesa y se sentó.
– ¿Qué le ha pasado al viejo Theo?
– Por el momento el señor Felder está ocupado y no puede ocuparse del caso.
Rittenhour no añadió que, cuando se enteró de los cargos, y aunque estaba acostumbrado a tratar con gente de la peor calaña, Felder, horrorizado, se había negado terminantemente a aceptar el caso.
Y por cierto que tampoco él, de no haberse excedido últimamente con las apuestas…
– Unas personas me han solicitado que me encargara de su defensa. Personas que, como es lógico, no desean darse a conocer. Comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad?
– No me importa una mierda quiénes sean. Lo único que quiero es salir de aquí lo más deprisa posible.
– Lo intentaremos. Pero antes debo darle una mala noticia.
– Suéltela.
– Ha muerto su primo Caleb.
– Que su alma descanse en paz. Por fin ese gilipollas ha dejado de perseguir sueños y tormentas. ¿Me da un cigarrillo?
Thomas Rittenhour, abogado de Phoenix, no era un novato y tampoco un santo, pero no pudo evitar asombrarse.
«Que su alma descanse en paz. ¿Me da un cigarrillo?»
Esa sucesión de frases permanecería mucho tiempo en su cabeza, pues eran los términos perfectos con que la sordidez compone sus guiones.
Sacó del bolsillo una cajetilla de Marlboro y la dejó sobre la mesa. Esperó a que su cliente cogiera un cigarrillo y luego se lo encendió con el Zippo. Mientras Jed Cross se inclinaba hacia la llama, Thomas Rittenhour, aunque sin motivo alguno, tuvo la certeza de que ese tipo estaba loco.
Trató de no pensar en ello y decidió de mala gana cumplir con el trabajo por el que le pagaban.
– Bien, pues, hablemos del caso.
– Ya era hora.
– Señor Cross, está usted acusado de estupro y homicidio contra…
Abrió una carpeta que tenía delante, sobre la mesa, y revisó un documento que contenía las acusaciones.
– …Johnson Nez, un niño navajo de once años. Encontraron el cuerpo enterrado en las cercanías de la mina de carbón, a unas decenas de kilómetros al oeste de Flagstaff. ¿Qué puede decir al respecto?
Rittenhour tenía dos hijos, un varón y una niña, más o menos de la edad de la víctima. Solo pensar que a sus hijos pudiera ocurrirles algo semejante, aparecía en su mente una sombra oscura.
– No he sido yo.
«Pues claro que has sido tú, grandísimo hijoputa. Y de no ser por la situación económica en que me encuentro te entregaría con gran placer a manos del verdugo.»
Thomas Rittenhour se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo que había sacado del bolsillo. Con el mismo pañuelo, que conservaba muestras de operaciones similares, se enjugó de la frente un ligero velo de sudor.