– Por desgracia hay un testigo. Un viejo que estaba apacentando unas ovejas por allí cerca lo vio recoger al niño que hacía autoestop y dirigirse hacia Leupp. Afirma que, alrededor de una hora después, lo vio regresar y que en el vehículo iba usted solo.
Jed alzó la cabeza y lanzó al cielo raso una bocanada de humo.
– ¿Pero ese viejo cabrón me ha visto a mí, o simplemente una camioneta como la mía? Le aclaro que por estos lugares hay infinidad de vehículos del mismo modelo y color.
El abogado Rittenhour comprendió de inmediato adónde quería ir a parar Cross.
– Puede que así sea. Pero no creo que haya dos del mismo color y con la misma matrícula de Arizona.
– Capulladas. Usted sabe tan bien como yo que una persona de edad no es fiable en estas cuestiones. Pudo haber visto cualquier cosa.
– Hay otro problema. O más de uno.
– Y ¿cuáles son?
– Durante la inspección efectuada en su casa, se encontraron en su ordenador muchos archivos y registros de sitios de internet referidos a pedofilia y pornografía con menores. Además, carga usted con un par de acusaciones por abuso.
Jed Cross se encogió de hombros como si todo aquello no le concerniera.
– Sólo acusaciones, no hay ninguna condena. Eso cuenta.
Apuntó al hombre con la colilla del cigarrillo. Luego lo dejó caer al suelo y lo aplastó con el pie.
– Si es usted un abogado que vale algo más que esta colilla, no le costará acabar una a una con todas estas capulladas.
«El problema no es si lo logro o no. El verdadero problema radica en si de veras quiero intentarlo.»
Como todos los abogados, Thomas Rittenhour era jugador de póquer, pero esta vez el farol le salió muy mal. Ese pensamiento le pasó por la mente de manera tan evidente que se ruborizó.
Jed Cross se inclinó hacia él. Percibió su mal aliento y su maldad que se filtraban a través de los dientes grisáceos por el alcohol y el tabaco.
– Escúchame bien, abogado. Me importa una mierda lo que pienses de mí. Ocúpate solo de sacarme de aquí y después vete a tomar por culo junto con los de tu especie. Y di a esos… ¿cómo los has llamado?
Permaneció un momento absorto, fingiendo buscar en la memoria unas palabras que recordaba perfectamente.
– Ah, sí. Ve a decirles a esas «personas que no desean darse a conocer» que, si sigo demasiado tiempo a la sombra, mi voluntad podría tambalear. Como sabes, la voluntad, la memoria y la boca están directamente relacionadas. No quisiera verme obligado a irme de la lengua y «dar a conocer» cosas que les pondrán esposas en las muñecas como en un truco de David Copperfield.
– No entiendo qué quiere usted decir.
Jed Cross se levantó de la silla.
– No entenderías para qué te sirve la polla ni aunque te lo explicara una estrella porno. Sácame de esta jaula o de lo contrario dentro de pocos días habrá más gente haciéndote compañía aquí dentro.
Una pausa.
– Y date una ducha, cerdo grasiento.
Jed Cross, aprisionado por sus esposas y su locura, se dio media vuelta y se dirigió a la salida.
Mientras lo veía desaparecer al otro lado de la puerta, seguido por el guardia, el único pensamiento que ocupaba la mente de Thomas Rittenhour, abogado de Phoenix, era la esperanza de que durante el período de detención ese psicópata cometiera una enorme capullada y que un policía destinado a convertirse en santo le metiera un proyectil en esa cabeza corrompida que llevaba sobre los hombros.
Y cuando oyera comentar el caso, sabía bien qué diría:
«Que en paz descanse su alma. ¿Me das un cigarrillo?»
17
Jed Cross entró parpadeando al patio bañado por el sol.
Miró un momento alrededor, y luego cogió un último cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendió. No parecía preocupado. Sabía que su amenaza al abogado antes de salir del locutorio inquietaría en grado sumo a alguien de muy arriba, allá en la ciudad. Pronto llegarían la buena comida y todas las atenciones que podía desear un prisionero.
Jed se hallaba al corriente de cómo marchaban las cosas, pero era necesario que también ellos lo tuvieran presente. Y si tenían alguna duda, él estaba siempre allí, listo para refrescarles la memoria.
«Personas que no desean darse a conocer…»
Jed sabía de quiénes se trataba, gente que le provocaba ganas de vomitar. Sujetos que circulaban entre los comunes mortales con la nariz levantada como si todo les oliera mal, como si el mundo no estuviera a su altura. Que trataban a todos como a seres inferiores solo porque no conducían un Porsche o un Jaguar, no vivían en ricas mansiones y no enviaban a sus hijos a colegios de renombre.
Luego, cuando se presentaba la necesidad, la gente como él se volvía conveniente, incluso valiosa. Cuando no indispensable para resolver esos pequeños problemas que surgían a menudo en el curso de los negocios. El modo en que se resolvieran no parecía importar demasiado, siempre que se consiguiera un resultado positivo.
Nadie quería participar, nadie quería ver, nadie quería ni tan siquiera saber.
El mal olor bajo sus narices les impedía meterse en los aspectos más arriesgados de los negocios, los menos oficiales, los que se llevaban a cabo en la oscuridad y con medios no solo desleales sino directamente ilegales.
Jed conocía su papel, sabía cuál era la música que sonaba, y estaba dispuesto a bailar. Aceptaba sin pestañear la altanería con que lo trataban pese a los dólares que les reportaba. Pero cuando se hallaba en dificultades exigía el consuelo de no estar solo en la pista, aunque en aquel momento fuera él quien se encontraba bajo los reflectores. Quería dinero y aplausos y nada le importaba no compartirlos.
Como ahora.
Tiró el cigarrillo y lo aplastó con la suela de los botines.
Mientras avanzaba por la tierra apisonada del patio le volvió a la mente lo que había dicho Rittenhour acerca de su primo Caleb.
Casi se echó a reír.
Conque ese desgraciado al fin había estirado la pata… No le importaba mucho, en el fondo. Ya desde niños, Caleb había sido siempre un apocado, y él, cada vez que se presentaba la ocasión, lo sometía a su voluntad, con un pretexto u otro. En una ocasión, en secundaria, lo sorprendió en el parque que rodeaba el Lowell Observatory, besando a Laura Lee Merrin, una muchacha del colegio a la cual él había cortejado y que en más de una ocasión había demostrado preferir al primo.
Lo cogió de un brazo y le pegó entre los gritos de aquella putita hasta que se quedó inmóvil en el suelo, con la cara sucia de la sangre que le salía de la nariz. Después, al crecer, ya no se frecuentaban tanto. Jed detestaba la dedicación de Caleb a los estudios y toda esa obsesión suya por las asignaturas científicas, la física en primer lugar. Por otro lado, tampoco las familias se llevaban bien. Su padre, y en particular su madre, no conseguían soportar a ese estúpido de Jonathan Kelso que había llegado de fuera y había comprado The Oak para montar allí un campamento. Al final, sin ningún entusiasmo por parte de los parientes, se casó con Mary, sobrina de ellos.
Caleb no era más que un pobre soñador que alimentaba proyectos audaces, superiores a sus fuerzas, tanto en el trabajo como en el amor.
Jed se enteró de que el imbécil se había enamorado de una tal Charyl que trabajaba de puta en Scottsdale, y esto le resultó más ridículo aún que la obsesión por sus investigaciones con los rayos. Se imaginaba a Caleb de rodillas, ofreciendo un anillo a una muchacha desnuda a gatas sobre una cama, mientras un cliente con la cara congestionada la montaba por detrás.
Jed y sus amigos se rieron hasta las lágrimas cuando les contó esta ocurrencia.
Después, una vez que fue a Phoenix, se acordó del asunto de su primo y la furcia y logró, buscando en internet, localizar a la muchacha. Cuando la vio se quedó impresionado. En verdad era muy guapa, y pensó que en el fondo a Caleb no debía de irle tan mal, si podía permitirse una joven así. Arregló una cita con ella y se la folló sin decirle nada, gozando del polvo y del malvado placer del incógnito. Superpuso como en un fundido cinematográfico la cara de ella con la de Caleb Kelso, muerto y rígido en algún lugar de la ciudad de Flagstaff, quizá fulminado por su propio sueño.