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Acaso no fuera así para todos, pero sí para muchos.

Y la voz del pueblo era la voz de Dios, cualquiera fuera el color de su divina piel.

Él tenía una pizca de esa sangre en las venas, no tanta como para ser considerado un diné con todas las letras, pero sí la suficiente para comprender las problemáticas que se planteaban. Estas eran las suficientes como para requerir la atención y la cautela de todas las fuerzas policiales, del Estado o de los navajos.

Durante aquellos momentos previos, que ahora parecían muy lejanos, mientras se hallaba sumido en esas reflexiones, había entrado un agente en su despacho. Era un muchacho joven, con el aspecto sano del que hace un trabajo que le gusta y que actuaba con el entusiasmo que solo podía ser fruto de su poca experiencia.

Abrió la puerta con decisión, sin llamar.

El detective alzó la cabeza de los informes que estaba estudiando.

– Cole, te perdono esta entrada intempestiva solo si me traes una buena noticia.

– Discúlpeme, detective. Hay una pequeña novedad.

– En una situación como esta, hasta una pequeña novedad puede considerarse un gran resultado.

El agente Cole dejó sobre el escritorio una hoja con una anotación. Beaudysin posó los ojos en el pequeño rectángulo de papel amarillo y vio un nombre y un número de teléfono.

– No sé si lo será. Pero según los registros telefónicos la última llamada que se hizo desde la casa de ese tal Kelso, el día de su muerte, poco antes de que la compañía le cortara el servicio, fue a este número. Y este es el nombre al que corresponde.

– ¿Y quién es esta…?

Miró el nombre, escrito apresuradamente en lápiz con letra angulosa.

– ¿… Charyl Stewart?

El agente Cole se encogió de hombros.

– Pues por lo visto es una prostituta. Lo hemos comprobado. La señorita Stewart vive en Scottsdale y, según parece, Caleb Kelso la veía a menudo. Y por lo que sabemos, parece que era algo más que un simple cliente. Bill Freihart, un amigo de la víctima al que hemos entrevistado, nos ha dicho que estaba enamorado de ella.

Robert Beaudysin deseó, por uno de esos milagros que en la realidad no suceden nunca, que en verdad fuera todo así de simple: una miserable y banal historia de pasión, celos y violencia, fueran cuales fuesen los detalles.

Sin embargo, en su interior algo hizo morir esa esperanza incluso antes de nacer. Debido a esa sensación, no puso en marcha ninguna estrategia. Se limitó a coger el teléfono y marcar el número. Del otro extremo emergió una voz de mujer. Ni curiosa ni amable. Solo resignada.

– Diga.

– ¿La señorita Charyl Stewart?

– Sí, amor. ¿Qué quieres?

A fin de evitar pérdidas de tiempo, dio a su voz la pesada carga del tono profesional.

– Soy el detective Robert Beaudysin, de la policía de Flagstaff.

– Sí, claro. Y tú estás hablando con Sharon Stone.

Previsible.

– Señorita, para confirmar lo que le digo, busque en el listín telefónico el número de la policía de Flagstaff y pregunte por mí. Si quiere, le repito mi nombre.

– No hace falta. Le creo. Hable.

– ¿Conoce usted a un tal Caleb Kelso?

El silencio que se produjo a continuación estaba pegajosamente impregnado de ese tipo de desconfianza que siempre genera prudencia.

– Sí, el nombre me suena. ¿Por qué?

Pasó por alto la pregunta.

– Señorita, sabemos que existe una relación entre usted y el señor Kelso, así que creo que podemos evitar los rodeos. ¿Hace mucho que no lo ve o sabe algo de él?

– No lo veo desde hace más de una semana. Pero he hablado con él por teléfono hace un par de días.

La respuesta confirmó lo que indicaban los registros telefónicos. La muchacha era sincera. El detective experimentó un pequeño renacimiento de esperanza, que se resistía a morir.

– Bien. Y ¿qué se dijeron?

– Yo, muy poco. Habló él sobre todo. Me pareció muy agitado. Mencionó una gran suma de dinero que había conseguido o iba a conseguir. Hablaba de un viaje a Las Vegas o algo por el estilo. Después se cortó la comunicación y desde entonces no he vuelto a saber de él.

Por el instinto que impulsa a un hombre a ser un buen policía, le creyó.

– ¿Y no añadió nada más?

– Lo que le he contado es todo lo que pasó.

Una pausa. La voz adquirió una angustia desolada que le sorprendió. Era el tono de una persona que constata por enésima vez que todo en la vida está destinado a salir mal.

– Le ha ocurrido algo, ¿verdad?

Le ofreció el consuelo de la compasión, para lo que pudiera servirle.

– Sí, señorita. Lo lamento. No sé cuál era exactamente su relación con Caleb Kelso, pero debo decirle que lo han encontrado muerto en su casa. Probablemente asesinado.

Del otro lado se hizo el silencio del que no quiere conceder al mundo el lujo de sus lágrimas. O que ya no tiene más para verter.

– Para nosotros sería importante poder hablar con usted en persona, para tratar de arrojar alguna luz sobre las circunstancias de la desaparición del señor Kelso.

– Sí.

Ese monosílabo sabía a pañuelos de papel atormentados y a nudos en la garganta tragados a la fuerza.

– Le enviaré un coche a recogerla, si le parece bien. No es necesario que busque un abogado, pero si desea hacerlo no hay ningún problema.

– De acuerdo.

Colgaron el teléfono al mismo tiempo y él se quedó mirando el aparato, como si de un momento a otro el sonido de una flauta fuera a hacerlo levitar siguiendo la espiral del cable como una serpiente.

En ese instante le dio la impresión de oír en alguna parte el eco de un disparo, sofocado por la distancia. Echó la culpa a la tensión y a su oficio, que le hacía oír disparos de armas de fuego hasta en el escape de un coche. Sin darle mucha importancia, volvió con el pensamiento a las palabras de Charyl Stewart.

«Una gran suma de dinero. Que había conseguido o iba a conseguir.»

Por fin un indicio relativo al género humano, un vislumbre de alguna pista que seguir, algo que un investigador podía tratar de transformar en un móvil, una modalidad de ejecución, una tentativa de despistar.

No tuvo oportunidad de avanzar más, porque poco después reapareció Cole, de nuevo sin llamar a la puerta.

– Jovencito, creo que deberías comenz…

El agente lo interrumpió.

– Venga, por favor. Han llamado de la cárcel. Han dicho que hay algo que debe usted ver.

Con un pésimo presentimiento siguió al agente hasta el otro extremo del complejo, la parte que albergaba la prisión de la ciudad.

Entonces el presentimiento adquirió una forma precisa. Un pequeño grupo de gente reunido al otro lado del patio.

Arrojó el cigarrillo y se unió al grupo. Mientras se aproximaba, los que se hallaban más cerca se apartaron para dejar pasar una camilla que transportaban dos paramédicos. Encima estaba tendido un agente, inmovilizado con correas. Tenía los ojos cerrados y estaba muy pálido, pero no presentaba señales de heridas evidentes. Un tercer enfermero los acompañaba, llevando en alto el recipiente de suero intravenoso cuyo tubo terminaba en el brazo del paciente.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sabemos con certeza. Tiene una pierna rota y está en estado de choque. Pero su vida no corre peligro.

Dejó que los paramédicos se marcharan y avanzó hacia el centro de la escena. En ese momento llegó a sus espaldas Dave Lombardi. Sin duda debía de hallarse por allí, para presentarse tan deprisa. Lo que vieron lo vieron juntos, y juntos experimentaron la misma y oscura sensación de angustia.

En el suelo, paralelo al muro, yacía el cuerpo de un hombre. En el pecho, una mancha de sangre empapaba la camisa liviana. Los jirones de la tela daban a entender que un disparo de escopeta había producido el desastre. Como para confirmar la teoría, a poca distancia había una escopeta de las que utilizaban los guardianes.