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– Pero algún día yo…

Charyl se volvió y le apoyó una mano en los labios.

– Conozco tus proyectos y estoy segura de que algún día lograrás realizarlos. Cuando llegue ese día, podremos tratar de hacer coincidir lo personal con lo práctico. Hasta entonces, si quieres meterte en mi cama te costará siempre doscientos dólares. Cuatrocientos si quieres ver amanecer desde mi ventana.

Después soltó la sábana, se abrazó a él e hizo el amor con una intensidad y un arrobamiento que trastornaron a Caleb.

Y ahora finalm… -Diga.

La voz de Charyl lo sacó de la galería de imágenes que poblaban su mente, para devolverlo a la euforia del presente.

– Hola, Charyl. Habla Caleb. ¿Estás sola?

– Sí.

Caleb sabía que aunque estuviera con alguien no se lo diría.

– Tengo una noticia extraordinaria.

– ¿Y cuál es?

– Pues dinero, mi amor. Una gorda, bonita y rechoncha maleta repleta de dinero.

Del otro lado se hizo un instante de silencio.

– ¿Estás bromeando?

– ¿Te parece que bromearía con algo así? Dame un par de días, y bajaré a Scottsdale a demostrarte que no es un cuento. Y prepara las maletas, nos vamos unos días a Las Vegas a…

Clic.

El teléfono enmudeció de golpe. Caleb se quedó unos segundos de pie en el desastre de su cocina, sujetando en la mano el auricular de un teléfono que no daba señales de vida. Justo ahora la compañía de teléfonos tenía que darse cuenta de que no había pagado las últimas facturas. El día anterior habría estrellado el aparato con furia. Ahora la cara y el cuerpo de Charyl estaban tan cerca que si cerraba los ojos casi podía aspirar su perfume.

«Cuando llegue ese día, podremos tratar de hacer coincidir lo personal con lo práctico…»

Y ahora por fin ese día había llegado.

Dio la vuelta y se apoyó en la mesa. Volvió a envolver su botín en la manta vieja y sucia, se lo puso bajo el brazo y salió de la casa. De nuevo calculó cuánto pesaba, y agregó dicha a la dicha.

En cuanto salió, miró en torno para cerciorarse de que nadie merodeaba por allí. Después bajó los escalones y dobló a la izquierda. Bordeando el lado derecho de la construcción, se dirigió a la parte posterior de la casa. Las viejas mesas de madera y las ventanas desencajadas estaban todas descascarilladas, necesitaban un arreglo y una buena mano de pintura.

Caleb, esta vez, no se preocupó por eso.

Cogió a buen paso el sendero que subía hacia el vallado que en otros tiempos había albergado caballos. Lo pasó sin dedicarle ni una ojeada. Reinaba esa sensación que se experimenta en una casa desierta, abandonada. Cuando vendió el último caballo, Burrito, sintió un nudo en el corazón, una sensación de irremediable pérdida. Las huellas de los cascos persistían en el terreno, y en su melancolía de hombre solo eran como las medias que quedan colgadas en el cuarto de baño de un apartamento que su dueña ha dejado para siempre.

De pronto reparó en que iba silbando mientras se acercaba a la sólida construcción de troncos que desde un pequeño promontorio dominaba aquella parte de la propiedad. A la hora que precedía al ocaso, el cielo adquiría un azul arrogante. Era por fin el color de los días felices, de un porvenir esperanzador, de los ojos de Charyl.

La pesada puerta de madera estaba cerrada con dos robustos candados de combinación. Caleb dejó su carcaj en el suelo y empezó a manipularlos. Los mecanismos saltaron uno tras otro, y Caleb tiró del batiente. La puerta aceptó abrirse solo a cambio de un esfuerzo no poco desdeñable. Empujó haciendo fuerza con un pie y entró. Volvió a cerrar la puerta y accionó todos los cierres que desde dentro impedían el acceso. Tanta obsesión por las cerraduras podía parecer excesiva, pero a Caleb no le molestaba sentirse un poco maniático.

Habría gente capaz de matar para apoderarse de su descubrimiento, cuando alcanzara el éxito. Ya se sentía cerca. Entonces, con el dinero de que dispondría gracias a la venta de su botín, sin duda saldría a flote.

Encendió la luz y se encontró ante el espectáculo familiar de su laboratorio.

En el aire aleteaba un ligero olor a ozono. La gran estancia estaba abarrotada de aparatos eléctricos y electrónicos. Había infinidad de grandes cables de alta tensión que entraban y salían de alternadores de material cerámico, resistencias conectadas a amperímetros a su vez conectados a extrañas bobinas de cables de cobre enrollados en enormes carretes de madera. Otro cable grueso, recubierto de cinta aislante negra, descendía del potente pararrayos montado en el techo, que se unía al resto de las maquinarias.

Todo aquel equipo sería un misterio para la mayoría de la gente.

Para él representaba el sueño de una vida.

El proyecto en el que trabajaba era tan ambicioso e importante que podía llegar a valer una suma enorme. Se trataba de un acumulador capaz de almacenar la energía de los rayos. Cada vez que una descarga eléctrica atravesaba el cielo con su luz y su chisporroteo, desprendía energía suficiente para iluminar durante cierto tiempo una ciudad como Nueva York. Había en el aire, en cada tormenta, millones de voltios que solo esperaban que alguien lograra atraparlos y encerrarlos dentro de su caja mágica. Eran kilovatios y kilovatios de energía limpia y gratis que podría paliar el hambre de electricidad que acosaba al mundo. Y muchos estarían dispuestos a pagar millones de dólares para ser quien sirviera ese plato.

No le importaba que la tormenta de la noche anterior hubiera significado el enésimo fracaso. Caleb sabía que algún día los tendría a todos frente a él, pendientes de sus palabras, dispuestos a sacarse los ojos con tal de tener en la mano su cuaderno de apuntes.

Entonces obtendría de una vez la revancha definitiva.

Volvió a la realidad y cogió del suelo su precioso hallazgo. Debía esconderlo, al menos hasta que encontrara a un experto de confianza que lo tasara y a un comprador capaz de pagar su valor. Ir al banco y ponerlo a resguardo en una caja de seguridad era algo que ni siquiera se le pasaba por la cabeza. Caleb Kelso, el pobre, el muerto de hambre, el objeto de burla de todos, alquilando una caja de seguridad…

Era para despertar sospechas hasta en los futuros hijos de los policías de Flagstaff. Y desde luego él no quería despertar sospechas que pudieran obstruir las ruedas de la máquina que estaba poniendo en marcha.

Fue directo hacia el lado izquierdo del laboratorio. Se detuvo delante de la tapa de madera de una puerta trampa rectangular que se abría en el suelo de cemento, que por elección y necesidad había dejado sin pulir. La levantó con cierto esfuerzo, y apareció un hueco excavado en la tierra y los peldaños de una escalera que bajaba hacia la oscuridad. Accionó un interruptor, y la luz mostró un recinto cuadrado, con el techo apuntalado con robustas vigas de madera y paredes cubiertas de anaqueles repletos de herramientas, equipos y material eléctrico.

Pese a la tosquedad del lugar, todo se hallaba dispuesto en un orden escrupuloso.

Prestando atención para no tropezar y romperse algún hueso, Caleb bajó con calma los escalones de madera. Cuando se encontró en la planta inferior, fue hasta un estante, a la izquierda de la escalera, y recorrió con la mano libre la parte inferior de un anaquel. Encontró una ranura, introdujo los dedos y tiró hacia fuera.

Con un chasquido seco, el lado derecho del estante se apartó un poco de la pared. Caleb abrió la puerta secreta haciéndola girar sin ruido sobre unos goznes bien aceitados, hasta revelar una segunda y minúscula cámara. Mientras entraba para depositar su carga en el suelo, bendijo el carácter previsor de Jonathan Kelso, su padre. Como desconfiaba de los bancos, construyó en secreto su caja fuerte personal en el cobertizo de las herramientas. Nadie la había usado durante muchos años, pero ahora volvía de repente a la vida para custodiar lo más valioso que Caleb había poseído nunca.

Al tiempo que salía y volvía a cerrar el estante sobre su precioso contenido, ocurrió algo que le sorprendió.