– Aquí están todas las fotos y los documentos que mi padre ha logrado reunir sobre el pasado de nuestra familia.
Jim empezó a examinarlos y se dio cuenta de que cada volumen llevaba una fecha. Tras una breve búsqueda, abrió el que comprendía el período que le interesaba. En hojas de papel marrón se habían fijado, con una técnica fotográfica fácil de datar, momentos de una historia que por aquellos lares todos se afanaban por exaltar y de la cual se jactaban. Con tal de destacar solo el aspecto épico y heroico, se trataba a cualquier costo de lavar las manchas del pasado. Con resultados más o menos convincentes.
Jeremy Wells apareció de inmediato, montado a caballo delante de una construcción que ostentaba el cartel del Big Jake Trade Center, en compañía del mismo indígena. En una de las dos imágenes llevaba puesto el sombrero negro con adornos de plata. En la página siguiente había solo otras dos fotos. En la primera se lo veía con un hombre de cierta edad, más bien corpulento, que miraba el objetivo con expresión no del todo serena.
Alan reparó en la secuencia que miraba Jim, y le explicó el momento y las personas.
– No sabemos exactamente de dónde era oriundo Jeremy Wells. Sabemos que llegó aquí poco antes que los primeros colonos, es decir, los que festejaron el 4 de julio de 1876 izando la bandera estadounidense en un pino. Por eso, cuando se fundó el banco le dieron el nombre de First Flag Savings Bank. El que está con mi bisabuelo se llamaba Clayton Osborne. Fue su socio hasta que murió.
Alan no dijo de qué había muerto Clayton Osborne, y Jim no se lo preguntó. Pero ambos sabían que, a la luz de la personalidad que se iba delineando, podía justificarse cualquier sospecha.
Jim se concentró en la segunda foto. Mostraba a tres personas contra el fondo de unas vías férreas en proceso de construcción. Jeremy Wells parecía un poco más viejo. El aspecto era más próspero, y la barba, más cuidada que en las imágenes anteriores. Apenas vio a los otros dos, Jim experimentó un relámpago de recuerdo. Acababa de conocerlos, aunque en una versión más joven. En la colección de avisos de recompensa de Curtis Lee aparecían con los nombres de Scott Truman y Ozzie Siringo. Y sus órdenes de captura correspondían al estado de Wyoming.
Sacó la foto de su lugar y la sostuvo en la mano, sin dejar de mirarla.
– ¿Y estos quiénes son?
Alan meneó la cabeza.
– No los conozco. Hasta el día de hoy pensaba que eran empleados del ferrocarril, pero después de lo que me has dicho ya no estoy tan seguro.
Jim no notó el tono amargo de Alan. Su cerebro intentaba razonar a toda velocidad. ¿Qué hacía Jeremy Wells en compañía de dos criminales? ¿Y sobre todo de dos tipos buscados en una zona tan alejada de allí? Llegó a la conclusión de que los conocía desde hacía tiempo y que, cuando necesitó gente sin escrúpulos que actuara sin preguntar mucho, los llamó. Y, dado que el ferrocarril llegó mucho tiempo después de los hechos de Flat Fields, ello significaba que se habían quedado en la ciudad.
Jim no recordaba a nadie con esos apellidos. Traman era bastante común, pero Siringo era inusual, y estaba seguro de no haber conocido nunca en Flagstaff y sus alrededores a alguien que se llamara así. Existía la posibilidad de que, al establecerse allí, para evitar dificultades hubieran cambiado su identidad.
Era todo un tanto confuso, pero Jim presentía que había cogido el camino correcto.
– Tal vez esta resulte útil. ¿Puedo llevármela?
– Por supuesto.
Jim guardó la foto en el bolsillo de la chaqueta y continuó examinando el álbum. Pero, salvo la imagen de los tres hombres, no encontró ninguna otra cosa interesante. En las fotos, la edad del sujeto aumentaba poco a poco, y solo mostraban escenas de una serena vida familiar.
– Bien, he terminado.
Cuando alzó la mirada, Alan lo observaba incómodo. Jim tuvo la extraña sensación de que su actitud era la de una persona que se siente culpable. Y, hasta donde él sabía, era la última actitud que Alan Wells podía mostrar en su presencia.
El hombre sentado en el sillón del jefe le señaló un pequeño aparato semejante a un iPod que había sobre el escritorio, frente a él. Al mirarlo con más atención vio que se trataba de una de esas grabadoras portátiles que se usan para dictar memorias.
– Jim, hay algo que debes oír.
Tendió la mano y pulsó una tecla.
– Creo que no te costará reconocer las voces. La más importante, al menos.
Por tercera vez en pocas horas, en aquella habitación resonaron las mismas crueles palabras. Ambos escucharon en silencio, petrificados. Ahora Jim comprendía por qué Alan, al llegar él y Robert, parecía ausente y distraído. Acababa de oír la grabación y aún no había digerido que su padre fuera responsable de un homicidio. Y, desde luego, enterarse de que su bisabuelo era de la misma calaña no había mejorado las cosas.
Jim no llegó a preguntarse a qué documento se referían en la conversación. Sintió que lo invadía una ira fría que subía amenazadora contra Cohen Wells y los hombres que lo habían respaldado en su crimen y que se prestaban, una vez más, a ser sus cómplices en lo que se proponía hacer a continuación. Pero sobre todo la verdadera ira se dirigía contra sí mismo. Cuando el viejo Richard Tenachee había corrido peligro, él estaba lejos, indiferente y lejos. Y en ese aspecto debía compartir la culpa por su muerte en igual medida con el asesino.
– Duele mucho, ¿no?
Alzó la mirada y encontró los ojos de Alan. Todo lo que había habido entre ellos parecía de pronto débil y carente de sentido. El pasado quedaba destrozado y devorado por el presente, ahora que se hallaban cara a cara compartiendo ambos la misma pena.
– Sí, tienes razón. Duele mucho.
Alan señaló con la cabeza la grabadora y dijo una palabra. Jim se dio cuenta de que no esperaba otra cosa de él.
– Detenlo.
Guardaron silencio un momento, los dos pensando en qué significaba esa palabra. Para quienes los rodeaban, pero sobre todo para ellos mismos. Luego Jim reaccionó. El motivo por el que él y un policía habían ido a esa casa con paso impaciente volvió a reclamar su derecho a la urgencia.
– Lo lamento, pero debo irme, Alan. Te recomiendo otra vez, por muy absurdo que te parezca, que no salgas de la casa por ningún motivo. Aquí estás seguro. En cuanto sepa algo te avisaré.
Señaló la grabadora sobre el escritorio.
– ¿Puedo llevármela?
– Por supuesto. Haz lo que creas conveniente.
Guardó en el bolsillo el pequeño aparato electrónico. Ya alcanzaba la puerta cuando Alan vio que se detenía. Se volvió hacia él, pensativo. Tuvo la impresión de que entre ellos no todo estaba dicho y que Jim sopesaba si llenar o no esa laguna.
Era una noche de avalancha. Desde la cima, una piedra bajaba hacia el valle, arrastrando consigo todo lo que encontraba a su paso. Dependía de la fuerza de esos hombres no dejarse arrollar.
– Hay algo más que debo decirte, Alan. Quizá no sea el momento oportuno, o quizá sí. Pero tú eres un hombre superior a mí y sabrás evaluarlo mejor que yo. Y perdonarme, si te arriesgas.
Al cabo de tantos años, reveló a Alan Wells la verdad de lo sucedido entre él y Swan Gillespie. Cuando terminó de hablar, Jim sintió por dentro un alivio que buscaba desde hacía mucho. Y mientras salía de la estancia, para su sorpresa descubrió en el semblante de su amigo el mismo alivio.
Alan se quedó solo. Permaneció largo rato con la vista fija en la puerta por la que había salido Jim. Palabras y pensamientos interpretaban una danza arrebatada en su cabeza.
Volvió a pensar en April, en su voz plena de un afecto sin tiempo.
«Pero no cometas el error contrario. No confundas el amor con la compasión.»
Y poco después la voz de Jim. Un afecto nuevo y verdadero y la misma ansiedad.
«No salgas de la casa por ningún motivo.»
Alan miró el reloj de pulsera y se decidió, a pesar de la hora. Tal vez el peligro fuera cierto, o tal vez fuera solo un exceso de precaución de parte de Jim. Pero él tenía un motivo para salir, lo único que en aquel momento podía mantenerlo vivo.