– Jim, hay algo en lo que no puedo dejar de pensar.
– Dime.
– No sé si lograremos localizar a las personas que son el objetivo de esta sombra maldita antes de que las mate a todas. Pero en el caso de que lo consigamos, ¿qué haremos después?
Jim se alegró de no ver la cara de Robert, y de que Robert no pudiera vérsela a él.
– No lo sé. Por mucho que trate de imaginarlo, de veras que no lo sé.
Ambos sentían que la conversación había terminado y que necesitaban tiempo para cicatrizar esa sensación de estar inermes y sin voz.
– De acuerdo. Veré cómo marchan las cosas por aquí, y si es necesario me encontraré contigo en la casa de April.
– Hasta luego, entonces.
Jim cortó la comunicación y arrojó de nuevo el móvil sobre el asiento de al lado. Sentía la fuerte tentación de apagarlo, pero aquel no era precisamente el momento de suprimir los contactos con el mundo. Entró en la ciudad. Pasó el semáforo, siguió la ruta 66 hasta después de la estación y luego dobló a la izquierda por la calle San Francisco.
La recorrió lentamente, como haría un turista en un lugar que no conocía. Aquella era la ciudad donde había nacido y crecido, y en la cual crecería su hijo. La había sentido hostil solo porque él era hostil hacia ella. Pero ahora le resultaba diferente. Como todos, nada podía saber acerca de su futuro. Pero de una cosa estaba seguro: la regla del «otra parte» ya no valía.
Poco después del cruce con Elm encontró la casa. April debía de estar esperándolo en la ventana, pues apenas detuvo el Ram frente a la puerta la vio salir. Se había cambiado y vestía un chándal azul que aun a la luz tenue de la calle competía con sus ojos.
Iba descalza.
Se quedó en el umbral hasta que Jim llegó a su lado. Mantuvo la puerta abierta para permitirle pasar. Luego cerró, se acercó un paso y apoyó la cara contra el pecho de él.
– Jim, qué agradable es volver a verte.
La rodeó con los brazos y la estrechó contra sí. Se dio cuenta de que los cuerpos de ambos se amoldaban a la perfección, como si los hubiera diseñado no la corporeidad del azar sino el genio de un arquitecto como Curtis Lee, o mejor. Quizá siempre había sido así, pero hasta entonces él nunca había tomado conciencia de ello. Aspiró su deleitable aroma, mientras experimentaba pensamientos y estremecimientos que llegaban de un lugar que no conocía.
Habló entre sus cabellos cobrizos y con la incertidumbre de qué sentía.
– April.
– Sí.
– Hay algo que debo decirte. No sé mucho de ciertas cosas, pero creo que gracias a ti estoy aprendiendo deprisa.
La apartó para poder mirarla a la cara. Y para que lo viera ella. Rogó que sus ojos de colores diferentes reflejaran lo que él tenía dentro.
Luego lo dijo.
– Te quiero.
April se quedó un instante como suspendida, como si el aire que la rodeaba fuera insuficiente o demasiado denso para llegar a sus pulmones. Después se deslizó por su mejilla una lágrima que por sí sola valía cien noches de llanto.
– Yo también te quiero, Jim. En todo este tiempo no he dejado de quererte un solo instante, incluso me consideraba una estúpida porque tenía mil motivos para odiarte. Sin embargo, a pesar de todo, por la noche no consigo dormir porque todavía te deseo. He vivido diez años de mi vida soñando cada día con oírte decir esas palabras.
Se besaron, y ese beso lo era todo, en un segundo y por fin. Era el camino a casa y la llegada tras la espera. No había nada antes y nada después.
Era el único modo que se concede a los seres humanos, y a ellos dos, para engañar al tiempo.
Cuando el beso terminó, permanecieron todavía abrazados largo rato sin separarse. Sabían que no era posible retroceder diez años en un solo momento, pero no lograban apartarse el uno del otro.
El ruido de una puerta que se abría los devolvió al mundo y a sus razones.
Contigua a la pequeña entrada cuadrada había una sala, iluminada apenas por una lámpara sobre una mesa. En la. pared de la izquierda había una puerta, y delante de esta se hallaba Charlie, de pie bajo la luz ambarina. Su cara reflejaba el cansancio de ese día y la soledad de siempre.
Jim sintió una oleada de afecto por aquel viejo indígena, y tuvo la seguridad de que él lo había sentido del mismo modo. Pero el instante pasó pronto, porque la presencia de Charlie conllevaba un significado. Una carrera demasiado corta para un salto demasiado largo, una persecución con las luces apagadas tratando de alcanzar algo que no podía cogerse.
Contra su voluntad se separó de April y, aún rodeándole los hombros con un brazo, fue al encuentro del viejo.
– Hola, Charlie. Gracias por haberte quedado aquí.
– Lo hago por ti y por ellos, Tres Hombres. ¿Has descubierto algo?
Jim vio que en el semblante de April urgía exactamente la misma pregunta.
Con un suspiro, se sentó en un sofá rojo situado junto a la lámpara. Tratando de exponer los hechos en orden, relató lo mejor que pudo todo lo sucedido en aquellas horas y los pequeños hallazgos logrados. Les contó la muerte de Curtis Lee y cómo se les había escapado la posibilidad de coger al ente que llamaban Chaha'oh. Les habló del vínculo de sangre del arquitecto con Cohen Wells, lo que explicaba por qué también él se había convertido en víctima de la Sombra. Les habló de las fotos y los avisos de recompensa y de los hombres a los que había reconocido y que constituían la única y endeble pista con la que podían contar.
Luego hizo una pausa. Al final, con un gesto que daba la impresión de costarle un cansancio inmenso, sacó del bolsillo la grabadora y la dejó sobre la mesita baja ubicada frente al sofá.
– Y además he descubierto esto. Pulsó la tecla de reproducción y les dejó escuchar. Las palabras contra la vida que se movían por la sala se reflejaban una por una en las caras de April y Charlie. También a Jim le parecían nuevas, porque captaba matices de crueldad e indiferencia que se le habían escapado la primera vez.
Cuando concluyó, se quedaron todos mudos. Cada uno daba un matiz diferente a la misma furia.
La primera en recobrarse fue April, que desahogó su incredulidad.
– ¡Pero es una locura! Cohen Wells no pudo haber hecho semejante barbaridad.
– El que posee muchas cosas querrá poseer otras. Y después otras. Y pronto se convertirá en un hombre que no se detiene ante nada con tal de satisfacer su codicia.
La voz de Charlie sonó calmada, como si no hubiera oído nada de lo que en verdad acababa de oír. Tanto April como Jim comprendieron que hablaba según su modo de ser y que su tono era el de un hombre que sabía. Nadie había dado nunca una mejor definición de Cohen Wells.
April se dirigió a Jim.
– ¿Qué piensas hacer?
– Todavía no lo sé. Por el momento hay otro asunto del que preocuparse.
Jim abandonó lo incierto por lo cierto.
– ¿En el periódico tienen un buen archivo?
– Enorme. Prácticamente desde que se fundó, en 1875, hasta hoy.
Jim extrajo del bolsillo la foto que había hallado en la casa de Alan.
– A ver si encuentras algo sobre estos dos hombres. Es probable que fueran los que acompañaron al indígena y a Jeremy Wells en Flat Fields. En esa época se llamaban Scott Truman y Ozzie Siringo. Los buscaban en Wyoming. Tal vez se establecieron en la ciudad y cambiaron de identidad.
April cogió el rectángulo descolorido y se sentó junto a él en el sofá, para mirar la imagen a la luz de la lámpara.
Jim la vio observar la foto y ponerse pálida de pronto.
– Oh, no.
– ¿Qué pasa?
April levantó la cara, con la expresión de alguien que se esfuerza por no creer.
– A los otros dos no los he visto nunca. Pero sé quién es este…
Señaló con un dedo una de las tres figuras de la foto.
– Lo conozco como Lincoln Thompson, y era mi bisabuelo.