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– Estás muerto, cabrón.

Una voz llegó tranquila desde la puerta para impedir su avance.

– Si yo fuera usted, me detendría, señor. De lo contrario me obligará a hacerle en la cabeza un agujero mucho más grande que el cuello de la botella que tiene en la mano.

Alan se volvió y vio en el umbral a «Alan como usted», que empuñaba una 45 de un modelo que una vez más no supo reconocer. Supuso que el cañón apuntaba a la cabeza de Simon Whitaker. Cuando el director observó la boca del arma se dio cuenta de que no le convenía contrariarlo.

Dejó caer el pedazo de botella.

– Muy bien, por ahora te han llegado refuerzos. Pero esto no termina aquí.

Swan lo encaró, con ojos que chispeaban.

– Te equivocas. Esto termina aquí, Simon. En todos los sentidos. Has pegado a una mujer y a un hombre condecorado, un héroe de guerra discapacitado. Si lo que acaba de ocurrir aquí llega a saberse, tendrás en tu contra a la prensa y a la opinión pública de todo el país. Y yo daré testimonio. De modo que creo que te conviene acabar con esto de una vez por todas, y agradecer salir del apuro de esta manera.

Después le dio la espalda y se arrodilló junto a Alan, que había conseguido incorporarse sobre un costado, apoyado en el antebrazo.

– ¿Cómo estás?

– Yo, bien. ¿Y tú?

Swan sonrió. Se llevó una mano a la mejilla, que comenzaba a hincharse, y al cardenal que sin duda aparecería al día siguiente.

– Ah, no es más que un ojo morado. Todas las actrices de Hollywood desean uno. Es la última moda.

También Alan sonrió, a su pesar.

Jonas entró en la sala y los miró. Comprendió que, por muchos daños que hubieran sufrido esa muchacha y el hombre tendido en el suelo junto a ella, el mejor remedio sería dejarlos solos. Se aproximó al otro hombre, que permanecía de pie, solo en el sentido literal del término, y que continuaba lanzando a su alrededor miradas llenas de cólera y perdiendo sangre por la nariz.

– Si me promete que no hará más escándalos, puede ir al puesto de primeros auxilios. Aquí, en el Ranch, hay uno muy bien provisto. Veremos qué se puede hacer con esa nariz.

Lo cogió por un codo y lo llevó fuera. Whitaker se soltó con malos modos, pero tras lanzar una última mirada a las personas que dejaba tras de sí, siguió a Jonas fuera de la cabaña.

Swan y Alan se quedaron a solas.

Ella se sentó a su lado y le pasó una mano por la cara, en una caricia que su piel dolorida bebió como la arena del desierto el agua.

Le pareció que jamás había oído una voz tan dulce.

– No puedes dejar de hacerte el héroe, ¿verdad?

– Parece que no.

Alan pensó que tal vez estaba durmiendo y aquello era solo su dormir y su sueño. Pero la caricia no terminaba. Y la voz era siempre la misma.

– Entonces necesitarás que de ahora en adelante yo te cuide, si no queremos correr más riesgos.

Alan reunió al fin el coraje de alzar los ojos y mirarla. Por primera vez desde que la conocía, se encontró ante el rostro de una mujer enamorada.

No tuvo tiempo de añadir nada, pues Swan se inclinó sobre él y lo besó. Un instante antes de perderse en su perfume y olvidar todo lo demás, pensó que era demasiado hermoso para ser solo un sueño.

Se dijo que quizá estaba muerto y aquello era el paraíso.

42

Jim corría como nunca en la vida, pero le daba la impresión de que permanecía inmóvil.

Tenía en las piernas el entumecimiento de las pesadillas mientras avanzaba con paso seguro bajo las ramas de los árboles y junto a los arbustos iluminados solo por el lejano reflejo de los faroles. Detrás de él, oía en alguna parte los sonidos de la carrera de April y de Charlie, cada uno en la medida de sus fuerzas y su edad. Pero eran una presencia remota, casi irreal. En su cabeza una voz lo incitaba, a él y solo a él, a correr, a apresurarse. Y Jim obedecía esa orden como si fuera lo único capaz de mantenerlo vivo, porque era lo único que podía mantener con vida a su hijo. Sentía de una manera que no lograba explicarse que al final de esa carrera había algo que le esperaba y que nadie más podría entender y combatir.

Mientras tanto, los aullidos de Silent Joe no daban señales de querer ceder.

En su mente se sucedían con la cadencia de un avance veloz las imágenes de la muerte de Charyl Stewart. Recordaba con claridad que todo había ocurrido en un brevísimo tiempo y que poco después el perro se había calmado. Sin embargo, conservaba todavía en los ojos el estado en que había encontrado a esa pobre muchacha. Solo pensar en el cuerpo de Seymour tendido en la tierra con los huesos destrozados y la cara deformada le infundió nuevas energías y lo ayudó a recobrar un poco del aliento que el esfuerzo físico le quitaba.

Sin aflojar el ritmo furioso de sus pasos y su angustia, atravesó el parque que se extendía detrás de la casa de April. Era uno de los pequeños pulmones verdes de la ciudad, cuidado para parecer silvestre, como si formara parte de la naturaleza circundante.

Era poco más que una pequeña parcela, pero en ese momento parecía no tener fin.

En la semioscuridad, se topó con una gran jaula vacía que probablemente había encerrado a algún animal salvaje durante un breve tiempo. Toda la zona estaba rodeada de un muro, por lo que no era posible cruzarla. Con una maldición airada, se vio obligado a desviarse con respecto a la línea recta que recorría rumbo al lugar del que provenían los aullidos. Eran apenas fracciones de tiempo que no representaban nada en la vida de cada día, pero que en aquella situación podían ser los que separaran a un niño de una muerte horrible.

Poco a poco, paso tras paso, iba aproximándose. A pesar de que el corazón le latía en los oídos con un ruido sordo, se obligó a acelerar. Los músculos le ardían como brasas, y sentía como un puñal en los costados, pero la carrera ya no dependía de su voluntad. Aunque hubiera ordenado a sus piernas que se detuvieran, con toda seguridad no le habrían obedecido.

Una sola cosa lo salvaba de la desesperación. Si el perro no cesaba en su lamento significaba que Chaha'óh todavía no estaba satisfecho.

En ese preciso instante Silent Joe dejó de aullar.

Siguió un silencio oscuro como la noche, tan mortal como su significado.

Jim experimentó la sensación de caer en el vacío y desvanecerse.

«No, no, no, no…»

Mientras desgranaba en su mente un rosario de ese único monosílabo, continuó corriendo, al tiempo que sentía que se le iba la vida en cada movimiento de los pulmones y la razón huía de su cabeza segundo tras segundo. Confundida con el zumbido continuo en los oídos, llegó a sus espaldas la voz de April que llamaba a su hijo.

– ¡Seymour!

De golpe, como obedeciendo a una señal, el perro empezó a ladrar furiosamente.

Jim interpretó ese cambio de registro como una respuesta a sus plegarias. Desde que Silent Joe estaba con él, nunca lo había oído hacerlo. Se dio cuenta de que, en su estado mental, cualquier asidero que le sirviera para no debilitar la esperanza le resultaba sólido como una roca. No podía menos que considerar ese detalle como un hecho positivo.

Sabía que se hallaba cerca del lugar de donde provenían los ladridos. Se encontró ante unas matas. Ni siquiera intentó rodearlas. Sin pensar en aminorar el paso, se precipitó entre ellas. Intuyó, más que sintió, las ramas que le desgarraban la camisa y le arañaban los brazos y la cara. En semejante trance, en su imaginación todo se desbordaba. Eran manos que lo retenían, eran uñas curvadas que lo frenaban tratando de impedirle alcanzar el lugar donde su hijo corría peligro. Se arrancó de esa trampa sin preocuparse por si dejaba atrás algún jirón de su piel preso de las ramas.

Emergió de las matas como de un parto difícil.

Y al fin los vio.

Un farol, lo suficientemente cercano como para iluminar de algún modo la escena, le permitió captar en un instante la situación. Había alcanzado un claro que servía de espacio de juegos para los niños. A la izquierda, bajo el farol, había unas construcciones de colores, algunos columpios y un tobogán para los más pequeños.