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– Me dijo que se hacía pipí en la cama. Cash la miró, sorprendido.

– ¿Lo dices en serio? Nunca se lo ha contado a nadie. En fin, Sammy cree que hay algo malo en él. No lo dice, pero piensa que si su madre se marchó es porque había algo en él que la impedía quererlo.

– Oh, Cash. Lo sé.

– No lo sabes… Bueno, quizá sí.

– Hay algo en común en todos los niños huérfanos. Se sienten desplazados, como una pieza que no encaja en un rompecabezas. No tienen la misma seguridad que un niño que vive con sus padres -empezó a decir ella-. Nada funcionaba bien en mi vida hasta que empecé a ganar dinero. Ya sé que te lo he contado antes, pero no es el dinero, es saber que tienes talento para algo. La razón por la que vuelvo a mencionarlo es para que sepas que Sammy y yo hablamos de esas cosas. De lo que a él le gusta hacer. De las cosas que hacen que se sienta bien. He estado intentando ayudarlo para que se sienta seguro, para que sepa que ser feliz consiste en mirar hacia dentro. ¿Entiendes?

– Claro -dijo Cash. Su compasión por Sammy hacía que se sintiera afectado. Y él no era un hombre que se dejase afectar por muchas cosas. Pero era mirarla lo que le hacía perder la cabeza. Había tantas cosas hermosas en ella.

– ¿Sabes cuál es tu toque de oro, McKay? Tienes un toque de oro con la gente.

– ¿Yo? No puedo sujetar el dinero en mi cartera a menos que lo pegue con pegamento.

– No estoy hablando de dinero. Estoy hablando de corazón. A este refugio vienen un montón de extraños, con un montón de problemas que a ti te son ajenos y, sin embargo, tú sabes encontrar la forma de hacerles entender que hay otra forma de ver la vida. El ejercicio de la venda esta mañana, por ejemplo. La gente que viene aquí son ejecutivos con problemas de confianza en los demás, gente que no puede delegar y por eso acaban muriendo de un infarto antes de los cincuenta. Pero tú les enseñas a confiar, a dejarse llevar…

– No funcionó contigo -la interrumpió Cash.

– No, pero porque yo tengo una vieja pesadilla -sonrió ella-. Bueno, será mejor que me vaya a dormir. Al jefe le gusta que nos levantemos muy temprano.

– Muy bien.

– Hasta mañana, entonces -dijo Lexie, levantándose. Sin querer, golpeó la copa con la rodilla y, al intentar colocarla, se le cayó el vino sobre unas revistas. Cash ni siquiera se molestó en limpiarlo. Lo haría más tarde. Ella hizo una mueca de disculpa-. No seguirás preocupado por los besos de esta mañana, ¿verdad?

– Pues, yo… -Cash no había esperado que volviera a sacar la conversación y se sentía como un tonto.

– Por eso me invitaste a charlar contigo esta noche. Para estar seguro de que no iba a ponerme muy pesada, creyendo que un par de besos significan una relación.

Cash buscó una respuesta. Pero no la tenía.

– ¿Creías que estaba preocupado?

– Sería comprensible. Supongo que por aquí vienen algunas mujeres muy ricas y… muy caprichosas. Sería normal que alguna se quedase prendada de ti y quisiera no solo disfrutar de este refugio, sino del dueño del refugio. Pero no tienes que preocuparte por mí. No pienso hacer nada que pueda herir a Sammy. Sé que dentro de un par de semanas estaré de vuelta en Chicago.

Cuando se dio la vuelta, Cash la siguió prácticamente corriendo. Para darle las buenas noches. O para librarse de ella. Cuanto más hablaba Lexie con aquel tono pausado, más nervioso se ponía él.

No tenía ni idea de por qué quería darle un puñetazo a la pared, ni por qué su presión sanguínea estaba por las nubes. Lexie era un sueño de mujer. No le pedía explicaciones y no se portaba como una víctima.

Pero cuando abrió la puerta, accidentalmente la cerró. Y, accidentalmente, la miró como un ogro. Y solo accidentalmente, la besó.

Y aquella maldita mujer a la que había puesto contra la pared y que estaba sonriendo, en lugar de darle una bofetada que era lo que debería hacer, enredó los brazos alrededor de su cuello.

El beso se volvió «brumoso». Maníaco.

A Cash se le doblaban las rodillas y le faltaba el aire. Cuando debería ser al revés, cuando debería ser ella la que estuviera sorprendida por su sabiduría erótica.

Pero Lexie sabía besar. Lexie podría hacerle creer a un hombre que era lo más caliente que había salido de un cromosoma Y el único nombre en el universo. El único hombre que necesitaba. El único hombre…

Fuera lo que fuera lo que ella hacía, era mejor de lo que Cash nunca había experimentado. Si Lexie era una droga, él quería hacerse adicto.

Los diminutos pechos se apretaban contra su torso, su pelvis se rozaba de forma sugerente contra él, encendiéndolo. El deseo llevaba su nombre, su aroma, su forma. La quería desnuda, debajo de él. En aquel mismo instante. Estaba perdiendo la cabeza por ella. Y ni siquiera le había quitado la blusa.

En aquel preciso instante, Cash tuvo que apartarse para buscar aire. Aunque era un incordio, sus pulmones parecían pensar que el oxígeno era una necesidad. Pero no quería soltarla. Cuando la miró, ella tenía los ojos abiertos. Unos ojos enormes, vulnerables. Y los labios húmedos e hinchados.

– No seguirás enfadado conmigo, ¿verdad?

– Nunca he estado enfadado contigo.

– Ya -sonrió ella, con una de esas sonrisas-. Pero la próxima vez que te enfades, avísame. ¿De acuerdo?

– No estaba enfadado.

– Vale -volvió a sonreír Lexie-. Buenas noches, cielo.

¿Cielo? ¿Él? Ninguna mujer lo había llamado «cielo». Cuando desapareció, Cash dejó escapar un suspiro. No estaba enamorado de ella. Aunque quisiera estarlo, no podría enamorarse de una mujer que iba a marcharse un par de semanas después. Por Sammy. Sencillamente.

Pero no había nada malo en tener una aventura. Nada malo en que dos adultos disfrutaran el uno del otro. Pero Cash sabía que nada sería tan sencillo con Lexie Woolf.

Ella no besaba de forma sencilla. Besaba para siempre.

Y Cash no sabía qué hacer. Pero para el día siguiente, cuando fueran a navegar, tendría que haber encontrado una solución.

Capítulo 7

Lexie se metió las manos en los bolsillos del pantalón, mirando el lago mientras esperaba a Cash. Él le había advertido que no llegaría antes de las diez, porque tenía que hacer los ejercicios matutinos con el grupo. Y no llegaba tarde, era ella la que había llegado pronto.

No estaba deseando ir a navegar porque sabía que causaría algún desastre, pero se había levantando a las seis de la mañana y se había arreglado con más cuidado que nunca. Pantalón blanco, jersey de cuello alto blanco y… las «extrañas» zapatillas de Sammy. Aquellas zapatillas no pegaban con nada, pero le daba igual. Se habían convertido en un amuleto. A Lexie no le importaba demasiado su ropa, pero sabía que si se ponía algo inadecuado, lo estropearía todo. Los hombres no entendían eso, pero cualquier mujer en cualquier sitio del planeta le daría la razón.

La noche anterior, Cash le había ofrecido la oportunidad de leer el periódico, hacer una llamada y ver las noticias financieras, pero nada de eso la había interesado.

Algo le estaba ocurriendo. Algo malo. Pensar en dinero, ganar dinero siempre la había hecho sentir estupendamente. Era lo único que se le daba bien, lo único que la hacía sentirse segura de sí misma.

Pero en aquel momento, todo le daba igual. El dinero, la ropa. Todo su mundo parecía estar concentrado en aquel hombre que se dirigía hacia ella entre los árboles.

Parecía Indiana Jones. Ojos azules, sonrisa irónica. Ningún hombre debería estar tan guapo con unos simples vaqueros y un jersey viejo.

Su atractivo se estaba volviendo irritante.

El lago debía brillar como un diamante en los días de sol. Pero aquella mañana unas nubes grises cubrían el cielo y hacían que el agua pareciera de color marrón.