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Pero su corazón seguía latiendo a toda velocidad. Aunque sus hormonas llamaban a Cash, también sentía un abrumador instinto maternal por el crío que estaba a su lado. Después de todo, había dormido con sus dos chicos favoritos.

– Voy a levantarme -dijo con firmeza. Pero no se movió. Cash no dijo nada. Ni hizo nada. Simplemente, se quedó mirándola. Nadie la había mirado así. Nunca. Como si fuera más preciosa que un diamante. Como si la estuviera reclamando. En cuerpo y alma-. Cash, tengo que levantarme.

– Vale.

– Tú nunca llegas tarde. Todo el mundo estará preocupado.

– Probablemente -asintió él, sin moverse.

– ¿Qué te pasa, McKay?

– Nada, cariño.

«¿Amor, cariño?»

– ¿No te encuentras bien?

– No recuerdo haberme sentido mejor -sonrió Cash-. Aunque la próxima vez que me despierte a tu lado, espero que estemos rodeados de menos gente.

Como un rayo, Lexie se levantó y corrió hacia el cuarto de baño. No sabía qué le estaba pasando a aquel hombre, pero esperaba que pronto recuperase la cabeza y se portara de forma normal.

Capítulo 9

Cuando llegó la hora de la cena, Lexie estaba volviéndose loca. Había pensado que el comportamiento de Cash volvería a la normalidad a lo largo del día, pero se había equivocado. Quizá habría pillado la gripe o… quizá sufría un ataque agudo de demencia. En cualquier caso, había intentado ser amable con él. El pobre no tenía la culpa.

Pero Lexie estaba empezando a perder la paciencia. O aquel hombre se comportaba de forma normal o…

– Lexie, ¿me estás oyendo?

– Claro que sí, cielo -sonrió ella, aunque no era cierto. El niño estaba contándole a todo el mundo lo del accidente en el barco, pero cuando les estaba diciendo lo del reno, Cash había acariciado sus hombros. Así, como si nada.

Era la misma clase de extravagancia que llevaba haciendo todo el día. No había nada raro en que le tocara los hombros. No era un crimen. Pero era su manera de hacerlo, como si fueran amantes, como si no pudiera apartar sus manos de ella.

– Los renos son peligrosos. En serio, Lexie -estaba diciendo el niño-. No lo parece porque son muy graciosos, pero lo son. Pregúntale a Cash. Si una mamá reno cree que te estás acercando a sus cachorros, intenta clavarte los cuernos. ¿A que sí, Cash?

– Te creo, te creo -dijo Lexie-. Y te prometo no volver a acercarme a un reno. O a una rena. ¿Se dice rena?

– ¿O será «renoa»? -sugirió Jed, el piloto de la avioneta, que había ido aquella noche para llevarse a Bob y Winn, dos de los ejecutivos de Cleveland.

– Qué tonto eres, Jed -rió Sammy-. No se dice renoa.

– Menos mal que vas al colegio -dijo el hombre-. Lexie… -ella volvió la cabeza al oír su nombre, pero tampoco registró lo que Jed decía. Y por la misma razón. Al volver de la cocina, Cash se había acercado a su silla y, sin venir a cuento, le había dado un beso en la nuca. Delante de todo el mundo. Delante de Sammy-. Lexie, ¿me has oído?

– Lo siento, perdona.

– Estaba diciendo que pareces otra persona. Solo llevas aquí dos semanas, pero has cambiado por completo. Estoy intentando averiguar cuál es la diferencia…

Quizá Jed no podía, pero ella la conocía perfectamente. Frente a Lexie había un antiguo espejo en el que se miraba de vez en cuando. Y tenía razón. En menos de tres semanas, su aspecto había cambiado por completo.

Aquella noche llevaba un jersey azul con cuello de pico y pantalones del mismo color. Pero también llevaba las zapatillas de Sammy, y Cash le había colocado una camisa de cuadros sobre el jersey al ver que tenía frío.

En poco más de dos semanas, aquel sitio había aniquilado a la antigua Alexandra Jeannine Woolf y la había convertido en una extraña. Lexie tenía tantas cosas que hacer que ni siquiera encontraba tiempo para arreglarse el pelo. Siempre lo había tenido rizado, pero en aquel momento los rizos iban por donde querían. Ni siquiera se ponía maquillaje. Pero el pelo y la falta de maquillaje no era el cambio. Era otra cosa.

La luz.

Aquella luz que parecía tener su rostro.

Tenía más color en las mejillas que si se hubiera puesto colorete. Y Lexie sabía qué causaba aquel color.

Lo más curioso de todo era que nadie parecía encontrarla rara. Nadie parecía notar que tenía un aspecto curioso. Se pusiera lo que se pusiera.

Aquello tenía que terminar.

– Seguramente será falta de sueño -le dijo a Jed-. Anoche tuve que dormir con siete más. Y en el suelo.

Sammy soltó una carcajada.

– ¿Perdón? -dijo Jed, sorprendido.

– Es la verdad. Y no tengo ni idea de dónde o cómo voy a acabar esta noche.

– Me parece que podremos encontrar algún arreglo, cariño.

Lexie miró a Cash. Lo de «cariño» no había pasado desapercibido para nadie.

– Voy a echar un vistazo a los cachorros -dijo, levantándose-. Sammy, ¿quieres venir conmigo?

– Claro.

– ¿Podría hablar contigo más tarde, Cash? -preguntó, como quien no quiere la cosa-. Solo para intercambiar unas palabras.

– Claro que sí -aseguró él, con aquel tono sexy y sugerente.

Después de jugar con Martha y sus cachorros, Sammy se fue a su habitación, aunque Lexie sabía que tardaría casi una hora en quedarse dormido. Mientras, tanto, se preparó para su encuentro con Cash subiéndose las mangas del jersey.

Cuando llamó a la puerta, estaba dispuesta a darle un puñetazo en la nariz, pero no estaba preparada para verlo con una tienda de campaña en las manos. Ni para el guiño de conspiración.

– Sé que estás molesta conmigo, pero dame una oportunidad para arreglarlo, Lexie. Sígueme -dijo él, con toda tranquilidad.

Ella lo siguió, primero porque no estaba dispuesta a discutir con él… delante de los cachorros, ni en el pasillo donde alguien pudiera oírlos. Cash salió del refugio y ella lo siguió, como hipnotizada.

– Sujeta la linterna.

– ¿Para qué?

– Ya sé que hemos tenido algunos problemas para encontrarte alojamiento esta noche, pero se me ha ocurrido que podríamos matar dos pájaros de un tiro. Tendrás un sitio para reposar y, a la vez, vivirás una nueva experiencia.

– Por favor, más deportes no.

– Esto es diferente -aseguró él-. Es una acampada.

– ¿Quieres decir que voy a dormir aquí fuera?

– Eso es lo que suele ser una acampada, cariño. Pero me parece que este deporte te va a gustar. Confía en mí. Estarás cerca de la naturaleza y podrás saborear la magia de la noche.

– Prefiero estar cerca de un radiador.

– Si sujetas la linterna, tardaré un minuto en montar la tienda. Además, he traído un colchón de goma para que estés cómoda y almohadas y mantas…

– McKay -lo interrumpió ella-. ¿Creías que estaba molesta porque no me gusta hacer deporte? Ya te dije que el deporte no es lo mío. Soy más torpe que una rana.

– Pero este deporte te va a gustar, ya lo verás. No tienes que hacer nada. Ya sé que es una pesadez que Martha haya tenido a los cachorros en tu cama, pero mañana mudaremos tus cosas a una de las habitaciones del piso de abajo. Y esta noche…

Cash siguió hablando, pero Lexie no oyó lo que decía, porque se puso a golpear los palos que sujetaban la tienda.

– McKay, no estaba enfadada por el programa, ni por no tener disponible mi habitación. Estoy enfadada por esos «cariño» y «amor» que sueltas cada dos por tres. No sé qué estás haciendo -dijo por fin.

– ¿Qué estoy haciendo? Ahora mismo, abrir la puerta de la tienda para ti, renacuaja. Tú primero.

– ¿Yo… primero?

– No pensarías que iba a dejarte dormir sola, ¿no? -sonrió él-. Sé que te da miedo la oscuridad y no pienso dejar que nada te estropee esta noche -añadió, empujándola hacia dentro. Después, metió el colchón, el saco, las mantas y… pasó él mismo.

Dentro de la tienda estaba oscuro. Tan oscuro que no podía ver su cara, pero podía oírlo inflando el colchón. Tenía que decir algo, pero su lengua parecía pegada al paladar.