– Samuel McKay, tú eres muy importante -lo interrumpió Cash. Tan importante que a veces había deseado estrangular a su hermana. Tan importante que sus palabras le partían el corazón-. Voy a contarte un secreto. De hombre a hombre.
– ¿Cuál?
– A mí me gusta mucho Lexie. Muchísimo. Pero cada uno busca en la vida lo que necesita y yo no sé qué necesita ella. Aunque nos quiera, es posible que no pueda quedarse. Y yo no puedo prometerte que vaya a convencerla.
– No hace falta, Cash -murmuró Sammy-. Es como mi madre. Necesita algo, pero no a mí. No te creas que ahora me gustan las mujeres, pero Lexie es diferente. Y también es diferente para ti, así que no me importa que estés con ella…
– Vale -dijo Cash-. Me alegro de que hayamos hablado.
– Yo también. Vete con Lexie para que no llore, ¿vale?
Ella seguía en el salón. Pero estaba frene a la ventana, mirando el cielo lleno de estrellas. Una ola de amor lo recorrió entonces. Eran sus rizos. Y aquel trasero respingón. Y la orgullosa posición de sus hombros. Cuando lo oyó entrar, Lexie se dio la vuelta con fuego en los ojos. Un fuego que intentó disimular.
– Iba a marcharme, pero no quería hacerlo sin darte las buenas noches.
– Te acompañaré a tu habitación.
Caminaron por el pasillo sin decir nada, sin encender las luces. Cuando llegaron a la habitación, Lexie entró dejando la puerta abierta y Cash la siguió.
– Lexie, ¿qué ha pasado? ¿Por qué te has puesto tan nerviosa?
– No lo sé. Ya te he dicho que los ataques me dan de repente -contestó ella, sin mirarlo.
– Pero sé que no habías vuelto a tener ninguno.
– Sí. Tenías razón sobre estas montañas. Son mágicas.
– Quiero ayudarte mi amor. Pero tienes que decirme cómo.
– Compartir tu vida durante estas semanas ha sido increíble para mí, Cash. Me has ayudado más de lo que lo ha hecho nadie.
Aquellas eran hermosas palabras, pero parecían el preludio de una despedida.
– Lexie, te quiero.
– Yo también te quiero. Eres más parte de mi vida que los latidos de mi corazón -murmuró ella-. Lo siento. No quería asustar a Sammy actuando como una histérica.
– No eres una histérica.
– Quería decir…
– ¿Lexie?
– ¿Qué?
– ¿Qué dirías si… si te pido que te cases conmigo? -preguntó Cash con voz ronca. Jamás había hecho esa pregunta. Jamás había pensado hacerla-. Ya sé que acabamos de conocernos, pero hemos pasado mucho tiempo juntos. Sé que tienes que volver a Chicago -siguió diciendo él, con el corazón en la garganta-. Pero también sé que ahora hay cosas como el fax y el ordenador y los móviles y… ¿no podrías trabajar en lo tuyo donde quisieras? No estoy diciendo que tenga que ser aquí al menos no todo el tiempo. Pero, para lo que tú haces, ¿no es posible tener una oficina en una casa, en lugar de en un rascacielos?
– Cash… -murmuró Lexie, levantando la cara.
– No te estoy pidiendo que abandones nada. No quiero que dejes tu trabajo, sólo te estoy pidiendo que lo pienses. Estoy preguntando si hay alguna posibilidad por remota que sea que quieras a un hombre y a un niño que viven perdidos en Idaho.
Cash dio un paso adelante y la besó, con un beso que parecía tener grabado el nombre de ella. Se decía a sí mismo que debía ir despacio, que tenía que darle un poco de tiempo para pensar, pero no podía hacerlo. Cerró la puerta de la habitación con el pie y, un segundo después, la tenía tumbada sobre la cama.
Nada iba a funcionar en su vida si ella se marchaba, de eso estaba seguro. Nada sería divertido. Nada sería mágico.
Le gustaba todo de Lexie, hasta sus ataques de ansiedad. Le gustaba cómo hablaba con Sammy, cómo jugaba con los cachorros o bromeaba con Keegan; le gustaba cómo gritaba cuando veía una araña. Y le gustaba porque estaba sola. Como él. Y le gustaba mucho cómo besaba.
Ninguna mujer podía besar como Alexandra. Quizá se había pasado tumbándola en la cama, pero era ella entonces quien enredaba los brazos alrededor de su cuello.
Y ella la que abría la boca para acariciarlo con sus labios y levantaba una pierna para enredarla en su cintura. Había tanto amor en sus besos…
Cash le quitó la camisa sin problemas. Y más fácil le resultó quitarle los pantalones y las braguitas al mismo tiempo. Cuando estaba quitándole los calcetines, ella tomó su cara entre las manos para robarle un beso húmedo y cálido.
Lexie encontró la cremallera de sus vaqueros y metió la mano dentro, acariciándolo con su mano de chica de ciudad, acariciándolo arriba y abajo.
– Lexie…
– No hables. No tenemos que hablar.
– Sí tenemos que hablar -dijo Cash. Pero tenía miedo de hacerlo. No sabía qué decir para ganarla. No sabía qué palabras usar para convencerla de su amor.
De modo que volvió a besarla. En la cara, en el cuello, dejando un reguero húmedo en su pecho, en su vientre. Sabía que eran dos personas diferentes, con diferentes compromisos. Entendía que ella no quisiera atarse a alguien como él, pero también sabía que todo era perfecto con ella. Comer, reír, leer. Las diferencias no importaban porque cada segundo de su vida sería perfecto si Lexie estaba con él.
Había escondido aquellos sentimientos, pero no pensaba seguir haciéndolo.
Intentó decírselo. Todo. Besándola, acariciando sus piernas, acariciando su vientre. En la oscuridad, podía ver el brillo pagano de sus ojos, sentir los fuertes latidos de su corazón mientras ella clavaba las uñas en su espalda, impaciente.
Pero Cash no quería que aquello terminase. Nunca, si era posible. La tomó con la lengua, llevándola muy alto, tan alto que se quedó sin aire.
Y después, la tomó para llevarla con él de nuevo a la cumbre. Esa era su forma de decirle que estaba dispuesto a arriesgarse a todo por ella.
La alegría en los ojos de Lexie iluminaba la oscuridad. Era amor lo que compartían. Amor lo que se daban.
Momentos después, estaba exhausto y lleno de esperanzas. No había tiempo para hablar. Lexie estaba tan debilitada como él, pero Cash sabía que iba a funcionar. Lo sabía. Y besó su sonrisa justo antes de que los dos se quedaran dormidos.
Un ruido extraño despertó a Cash al amanecer. Lexie seguía dormida a su lado. Ella había robado noventa por ciento de la almohada y setenta por ciento de la manta durante la noche, pero no lo había despertado el frío.
De nuevo, Cash escuchó aquel ruido. Era como un jadeo. Lexie y él habían jadeado durante mucho rato, pero no era lo mismo.
Cuando asomó la cabeza por debajo de la cama, vio dos cachorros. Y después, una cabezota rubia. Martha, con otro cachorro en la boca.
– ¿Cómo has entrado aquí? -murmuró, medio dormido.
Lexie se despertó, pero no abrió los ojos.
– Martha y yo tenemos un acuerdo. Ella va donde voy yo -dijo, sonriendo-. Y se trae a sus cachorros.
– La puerta estaba abierta cuando entramos, ¿verdad?
– Sí. Vuelve a dormirte, McKay. Y tápame, me estoy quedando helada.
– No voy a dejar que te hieles. Nunca.
– Es demasiado temprano para eso -rió ella-. Pero vuelve aquí y dame calor antes de que te pegue una paliza.
– Me encantaría, pero tengo que volver a mi habitación antes de que Sammy se despierte. Además, en esta habitación hay demasiada gente para mí.
– ¿Estás diciendo que tendrías un problema si Elle MacPherson se metiera en la cama?
– No me agrada decirte esto, cariño, pero tú me gustas más que cien Elle MacPherson -contestó él, dándole una palmadita en el trasero-. Vuelve a dormirte. Pero te lo advierto, en cuanto estemos solos, vamos a tener una larga charla sobre anillos de compromiso. Y niños. Y esa palabra tan aterradora… matrim…
Lexie volvió la cabeza tan rápido que casi lo golpeó en la barbilla. Y, a pesar de la oscuridad, Cash vio miedo en sus ojos. Y vio que se había quedado pálida.