Lexie se quedó boquiabierta.
– ¿Has dicho desnudarme?
– Sí -contestó él, muy serio-. Vamos, ve soltando todos tus valores o tendré que registrarte yo mismo -siguió diciendo Cash, con una sonrisa malévola-. El ordenador, el móvil, la calculadora…
Lexie sonrió.
– ¿Todo?
– Bueno, si necesitas un chupete puedes quedarte con el móvil. Aquí no hay cobertura, así que da igual. Lo demás, a la caja. Si no lo puedes soportar, pídeme la llave y te dejaré jugar un rato con tu ordenador.
Lexie lo miró, un poco asustada. Aquella era la razón por la que había ido a la montaña Silver; para no trabajar, ni hablar por teléfono, ni ver las noticias económicas. Le había pagado una fortuna al señor Cashner McKay para que la mangonease a su antojo, de modo que no tenía sentido protestar.
– Pero tendrás una televisión, ¿no?
– Sí. En mi dormitorio. Ninguna en las habitaciones de invitados.
Lexie tragó saliva.
– Yo… no me he separado del índice Dow Jones desde hace nueve años.
– Te entiendo -dijo él, con paciencia-. Uno de mis clientes es un médico que suele sufrir un ataque de asma durante los primeros días porque no puede usar el busca. Los primeros días son lo peor, pero luego se pasa. Tienes que darte una oportunidad a ti misma.
– Claro que sí. De hecho, estoy deseando empezar con el programa -dijo ella, muy decidida. Pero Cash tuvo que luchar un poco para quitarle el ordenador. Para Lexie era como si le arrancaran el cordón umbilical-. ¿Hay algún teléfono?
– Claro. No estamos en la luna. Jed viene con la avioneta un par de veces por semana y en mi cuarto hay radio, teléfono y ordenador. ¿Quieres ver tu habitación? -preguntó Cash, antes de quitarle todos sus juguetes. Incluso le quitó el reproductor de discos compactos. De un tirón-. La cocina está por aquí -siguió diciendo Cash, mientras la acompañaba por el pasillo-. También hay un gimnasio, una sala de masajes y un jacuzzi. Bubba es el masajista. Lo conocerás mañana. Esta noche conocerás a Keegan, el cocinero, y a George, que se encarga de la limpieza. Si sales de la casa, díselo a alguien. O deja una nota en la cocina. No queremos que te pierdas…
Cuantas más cosas le contaba sobre aquel sitio, más asustada estaba Lexie. Quizá aquello había sido un error, aunque en Chicago, le había parecido una idea estupenda. Ella era una trabajadora compulsiva y había tenido que elegir un sitio en el que, sencillamente, no podría trabajar. Pero no había imaginado que fuera un sitio en el que podría haber osos. Y en el que no había grandes almacenes.
– Hemos llegado -dijo Cash entrando en una habitación-. El cuarto de baño es esa puerta. La cena se sirve a las siete, de modo que tienes tiempo de descansar y dar una vuelta. Si quieres algo antes de…
– No, estoy bien.
– ¿Ninguna pregunta? ¿Te gusta la habitación?
– Me encanta -sonrió ella, mirando la cama con dosel, la cómoda de cerezo y el edredón de colores. En aquella cama podrían dormir tres personas.
Las ventanas en su apartamento de Chicago, su apartamento de dos mil dólares al mes, daban a otro edificio. Pero allí solo había montañas y montañas. Y montañas. En realidad, era tan precioso como una postal. Pero Lexie se preguntaba si podría estar allí más de veinticuatro horas.
– ¿Lexie?
Cuando Cash puso la mano en su hombro, ella se volvió con el instinto de una mujer de ciudad que desconfía de los extraños. Cash apartó la mano, pero la calidez de sus ojos azules la sorprendió.
– Perdona, estaba distraída.
– Te sientes como un pez fuera del agua, ¿verdad?
– Sí -contestó ella, sinceramente.
– Esta montaña es mágica, te lo juro. No tiene que gustarte el paisaje inmediatamente, va lo irás descubriendo -dijo Cash-. Los dos tenemos el mismo objetivo. Que no te vayas de aquí hasta que estés completamente relajada. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -murmuró Lexie. Y, en ese mismo instante, decidió que estaba enamorada de Cash McKay.
Solo había estado con él media hora y no era el tipo de amor de casarse y tener hijos, pero tampoco estaba buscando eso. Había ido allí esperando que aquel mes fuera una penitencia, pero empezaba a pensar que no iba a pasarlo mal del todo.
Cuando Cash salió de la habitación, Lexie abrió las maletas y empezó a colocar sus cosas en el armario. Poco después, escuchó los gritos de un niño y se asomó a la ventana para investigar.
El chico que corría por la montaña era fácil de identificar como un McKay. Tenía el mismo pelo y los mismos ojos azules que Cash. Debía tener siete u ocho años y llevaba los pantalones llenos de barro.
Lexie lo vio lanzarse hacia adelante, absolutamente convencido de que alguien iba a sujetarlo. Y entonces apareció Cash, levantando al niño en el aire como si no pesara nada.
– ¿A que no sabes una cosa, Cash?
Lexie escuchó la risa ronca del hombre y después los vio desaparecer.
Durante unos segundos, Lexie no pudo apartarse de la ventana. Tenía un extraño nudo en la garganta. Como cuando uno escucha una canción de amor y los recuerdos lo envuelven. Había visto tanto amor en el gesto de Cash y tanta confianza en el niño…
Con un suspiro, Lexie se apartó de la ventana y siguió colocando sus cosas.
No había excusa para sentir nostalgia. Ella era una persona muy afortunada. Sin embargo, a veces, aunque Lexie adoraba a sus padres adoptivos, recordaba a sus verdaderos padres. Una vez había sido una niña alegre, sin miedo… Seguía sin tener miedo y seguía siendo alegre, pero nunca desde que perdió a sus padres había conseguido recuperar la sensación de estar en un sitio que era suyo.
La habitación espaciosa y bonita, pero aquel no era su sitio como no lo era su apartamento en Chicago. Y, a los veintiocho años, a veces el sentimiento de soledad parecía abrumarla.
Lexie se dirigió a la puerta haciendo lo que solía hacer cuando aquellos nubarrones oscuros empezaban a entristecerla. Pensó en dinero. Era el único tema en el que era fabulosa. Ganar dinero se le daba bien. Otras mujeres soñaban con flores. Lexie soñaba con bañarse en monedas de plata.
El amor era bonito, pero cuando se perdía a alguien era como si te arrancaran el alma. El dinero era mucho más seguro. Si se perdía, siempre podía volver a ganarse.
Por supuesto, durante las siguientes semanas, estaba atrapada en aquel refugio y no podría ganar un céntimo. Pero mientras bajaba la escalera, pensó que allí no había ningún peligro para ella… a menos que uno pudiera ahogarse con tanto aire puro.
Y los dos McKay parecían tipos agradables y divertidos.
No tenía ninguna preocupación.
Capítulo 2
Durante toda la cena, Cash no había podido apartar los ojos de la señorita Alexandra Jeannine Woolf. Cuando habló con ella por teléfono, se la imaginó tan grande como su nombre, pero se había equivocado. Lexie no debía pesar más de cincuenta kilos. Pero era una mujer preocupante. Labios como fresas, ojos como chocolate líquido. Su pelo era corto y rizado y tan negro como ala de cuervo, en contraste con su pálida piel.
Cash llevaba una década dando alojamiento a hombres de negocios y podía reconocer las etiquetas de su ropa. La mayoría de sus clientes eran hombres, pero las mujeres que acudían allí eran muy parecidas. Elegantes, sofisticadas… y, por supuesto, ninguna llevaba ropa apropiada para vivir en la montaña. Cash miró alrededor. Media hora antes, los platos estaban llenos y la charla había sido agradable, pero a medida que terminaban de cenar, el silencio caía sobre la mesa. Cash eligió a la persona más tímida para iniciar una conversación, el señor Farraday, un banquero mentado a su izquierda. Después, habló con Stuart Rennbaker, presidente de varios consejos de administración, que comía lasaña como si no pudiera hartarse.