– ¿Por qué no dejas de preocuparte? Iremos despacio y ya veremos cómo va la cosa.
– Muy bien. Pero no creo que sea capaz de escalar la montaña, te lo advierto.
Cash sonrió.
– Hace unos meses leí un artículo sobre ti. Te llamaban algo así como «el duende que todo lo convierte en oro».
– No soporto ese calificativo. Además, el periodista me hizo parecer mucho más fría y rígida de lo que soy en realidad -dijo ella, dejando el libro en el suelo-. Empecé a invertir en bolsa cuando tenía catorce años. Nada importante. El dinero que me regalaban por mi cumpleaños. Pero no sé por qué, mis inversiones siempre se duplicaban hasta que empezaron a llamarme así… -Lexie hizo un gesto con la mano, como si no quisiera seguir hablando de sí misma-. Tienes una casa preciosa. ¿La heredaste de tus padres?
Cash no solía hablar de su vida con los clientes, pero no le importaba hacerlo con ella.
– Era de mis abuelos. Sigue habiendo una mina de plata en las tierras, pero nunca fue muy fructífera.
– ¿Creciste aquí?
– Sí. A mí me hubiera gustado vivir en la ciudad, pero mis padres murieron en un accidente y yo era el único chico. Mi abuela me enseñó lo que es el sentido del deber. La familia era lo primero, según ella. Por eso no he vendido esta casa.
– Entonces, no hay ninguna razón para que sigas aquí, excepto el sentido del deber.
– Eso es. Sammy es hijo de mi hermana pequeña, Hannah. Lo dejó conmigo cuando acababa de nacer porque… bueno, lo de la maternidad no es lo suyo -explicó Cash.
Los ojos de Lexie se llenaron de compasión.
– Está claro que os lleváis muy bien.
– Es mi sobrino, pero lo quiero como si fuera mi hijo. Lo he criado yo, en realidad -dijo él. Después, se quedó unos segundos pensativo-. Este sitio se ha convertido en una casa de hombres. Yo contrataría mujeres, pero no parece haber ninguna que quiera trabajar en medio de la montaña. Y tampoco suelen venir mujeres como clientes. Por eso quería hablar contigo. Sammy no está acostumbrado a tratar con chicas.
– Pues conmigo ha sido un cielo.
– Sí, ya lo he visto. Pero él no confía mucho en las mujeres a causa de su madre y cuando lo vi hablando contigo durante la cena…
– ¿Te preocupaste?
– No es que me preocupase, pero me pareció raro. Solo te estoy pidiendo que tengas cuidado. Sammy se porta como si fuera un tipo duro, pero solo es un niño.
– Me alegro de que me lo digas. Aunque yo jamás le haría daño a un niño -murmuró Lexie, apartando la mirada.
– Perdona. No quería herir tus sentimientos. Keegan dice que a veces soy tan sutil como un martillo pilón.
– No te preocupes. Yo habría hecho lo mismo que tú -dijo ella entonces, mirando su reloj-. Vaya, son casi las doce.
Lexie se levantó y se agachó de repente, Cash suponía que para buscar sus zapatos. Pero cuando se levantó del sillón la había perdido de vista. No tenía ni idea de cómo el libro había salido volando por los aires, ni cómo, de repente, ella lo golpeó en el pecho con la cabeza, haciendo que los dos perdieran el equilibrio.
La sujetó instintivamente y cuando Lexie levantó la cara, estaba muerta de risa.
– Lo siento. ¿Te había dicho que soy muy torpe?
– No te preocupes… -empezó a decir él. Lexie había vuelto a inclinarse para tomar el libro y estuvo a punto de golpearlo con el codo en la entrepierna. Sorprendido, Cash sujetó su brazo y lo apartó unos centímetros-. ¿Por qué no dejas que lo haga yo? No te muevas.
– ¿Te doy miedo?
– Me parece que tienes un potencial increíble como arma letal.
Lexie soltó una carcajada. Pero cuando dejó de reírse, Cash se percató del silencio que había en la habitación, de que estaban solos, de su perfume… Era un aroma suave, exótico, un aroma que no conocía.
Ella lo miraba con la cabeza inclinada a un lado, los labios entreabiertos y aquellos ojos color chocolate fijos en los suyos.
Cash tuvo la idea loca de que ella quería besarlo. O ser besada. Por él.
Aquella sensación lunática fue seguida de otra. Él también deseaba besarla. Quería besarla como no había querido besar nunca a una mujer.
Quería besarla como para decirle que la había estado esperando siempre, que no sabía si iba a encontrarla, que no sabía si existía.
No recordaba haber tenido una sensación así con otra mujer. Naturalmente, se recuperó pronto. Y se movió. Tenía que moverse.
– Puedes encontrar el camino a tu habitación, ¿verdad?
– Aún no he memorizado toda la casa, pero creo que sí.
– Nos veremos por la mañana.
– Encenderé las luces y…
De nuevo, ella se volvió, tan rápido que sus letales codos estuvieron a punto de clavarse en sus costillas.
– Yo lo haré. No te preocupes.
– ¿Te he…?
– No, no me has hecho daño. Es que no quiero que camines a oscuras.
Pero estaba mintiendo. Lexie Woolf podría hacerle mucho daño. Cash no sabría explicarse a sí mismo qué lo había hecho experimentar aquella sensación de ternura un minuto antes, pero él no solía responder de esa forma ante una mujer. Algo en Lexie Woolf era diferente.
Y muy preocupante.
Capítulo 3
A las 6:29, Lexie sacó la mano de entre las mantas y esperó. Cuando el despertador empezó a sonar a las 6:30, lo aplastó con furia. Estaba acostumbrada al insomnio, acostumbrada a dormir apenas un par de horas. Y también estaba acostumbrada a levantarse a las cuatro de la madrugada. Pero no estaba acostumbrada a soñar con extraños.
Lexie sacó las piernas de la cama, encendió la luz y se tapó los ojos. Le dolía un poco la cabeza y los músculos de su cuello estaban tensos de dar vueltas en la cama. En resumen, debería estar hecha un desastre.
Pero la imagen de Cash McKay hacía que se sintiera fresca y llena de energía. Al pensar en él, olvidó todos sus dolores. O estos se curaron milagrosamente. Estaba deseando levantarse y ver qué le ofrecía aquel nuevo día.
Pero mientras se ponía unos vaqueros, una camisa de color pastel y botas de montaña recién compradas, empezó a ser ella misma de nuevo.
¿Cómo podía estar deseando que empezara el día? Si estuviera en su casa, ya habría hecho un par de llamadas, comprobado el fax y visto la CNN antes de lavarse los dientes. Aquella mañana no sabía cómo iba el índice Dow Jones y solo escuchaba el sonido de los pájaros.
No iba a durar allí cuatro semanas. Ni cuatro días, seguramente.
Y cuando bajó la escalera, allí estaba él. Cash. Y su cachorro. En realidad, en el comedor había varios hombres tomando el desayuno, pero ella solo se fijó en los McKay. El mayor le estaba tomando la lección al pequeño y Lexie solo pudo pensar en lo adorables que eran los dos, con sus vaqueros gastados, las camisas de franela y las botas. Aquella pareja podría llevar un letrero en la frente: Cash e hijo. No se aceptan mujeres.
Eran tan… encantadores. Tan orgullosos. El amor que sentían el uno por el otro era como un escudo que los protegía del mundo. Pero entonces, el más sexy de los dos miró hacia la puerta.
– Buenos días, Lexie -la saludó. Ella saludó a todo el mundo con una sonrisa. A Keegan, a George, a Slim Farraday, el diminuto banquero y a Stuart Rennbaker, un alto ejecutivo de los que suelen sufrir un infarto antes de los cincuenta años. Los dos hombres fueron amables con ella, pero Lexie no podía serlo hasta que tomara una taza de café.
– Lo siento, no hay café.
– ¿Cómo que no hay café?
Keegan señaló la bandeja.
– He preparado una bebida energética para todos. Te despertará como el café, pero sin los efectos negativos. Confía en mí, te va a encantar.
La bebida energética de Keegan sabía a aceite de ricino. Y no tenía cafeína. La mesa del desayuno estaba llena de bandejas, pero en ellas solo había cereales y frutas. Ni huevos, ni bacón, ni tostadas con mantequilla, nada que tuviera colesterol. Diez minutos después, todos salían por la puerta y a Lexie le sonaban las tripas.