No tenía ni idea de cuál era la razón.
Pero la besó.
Lexie sabía a algo caro y prohibido. Y a deseo. Sus labios… nunca habían rozado algo tan suave. Nunca en su vida.
Cash sabía que todas las mujeres le habían causado problemas, pero en aquel momento no le importaba.
Sentía el deseo de hacer algo completamente estúpido, como enamorarse de Lexie Woolf. Pero aquel deseo lo golpeaba en las tripas y hacía que olvidase el sentido común.
Cash le quitó el casco y enredó los dedos en su pelo, asombrado de haber podido soportar tanto tiempo sin tocarla. La textura de sus rizos, el calor de sus mejillas, el suspiro de ella… no podía seguir analizando sus sentimientos.
Cash tomó su boca de nuevo y la abrazó con fuerza, casi levantándola del suelo, deseando sentir sus pechos y su pelvis pegados a él.
Porque si no era así, no podría sobrevivir otro segundo.
Unas manos pequeñitas se enredaron alrededor de su cuello y Lexie volvió a suspirar; un suspiro atrapado entre besos. En aquel momento a Cash todo le daba igual. El resto de los clientes, el trabajo, su hermana Hannah… no le importaba nada. Cuando por fin se apartó, no sabía muy bien donde estaba… pero no podía ser su refugio en la montaña Silver de Idaho.
Iba a preocuparse mucho por aquel beso. Mucho.
Cuando miró aquellos ojos brillantes y los labios húmedos, se sintió más alto que una cometa y tan caliente como un semental en época de celo.
– Vale -murmuró.
Ella seguía respirando con dificultad.
– ¿Cómo que vale?
Cash no sabía qué decir. Solo se le había ocurrido eso.
– Vale -repitió, con voz ronca-. Vamos a hacer que esto funcione. Escalar es una cuestión de confianza, así que confía en mí. Te juro que no va a pasarte nada. Deja que te lo pruebe.
– Sí, Cash.
Quizá debería haberla besado antes, pensó.
Lexie parecía haber perdido el miedo y no puso más objeciones. Ni siquiera los hombres de la Edad Media conseguían una obediencia tan ciega de sus mujeres.
Solo que Cash estaba tan agitado que tenía suerte de no chocarse con los árboles mientras volvían al refugio.
Capítulo 4
Considerando que le dolían todos los músculos del cuerpo, Lexie esperaba dormir como un tronco.
Pero a las doce seguía dando vueltas en la cama. En lugar de contar ovejas, estaba contando besos, los besos de Cash.
Le pareció escuchar un ruido al otro lado de la puerta, pero como no se repitió, pensó que lo habría imaginado. Mientras miraba las sombras en el techo, se preguntaba cómo había terminado en los brazos de Cash McKay.
Le había dicho que tenía miedo de las alturas y, sin embargo, había conseguido escalar casi dos metros.
Y sabía cómo había ocurrido. Cash la había besado. Pero no habían sido besos normales. Lexie nunca se había visto disparada a las alturas solo por un beso.
Cash era adorable, pero esa no era razón para deshacerse entre sus brazos como una colegiala.
Y ella se había enamorado nada más verlo, pero tampoco esa era motivación suficiente. Él era un hombre encantador, muy cariñoso con su hijo y amable con todo el mundo. Naturalmente, se había enamorado de él. De la misma forma que amaba los bollos de chocolate.
Pero eso no significaba que se volviera completamente loca cuando veía uno. Era horrible. Incluso se habría desnudado allí mismo si él se lo hubiera pedido. Incluso habría hecho el amor con él. En medio del campo. Con todo aquel aire puro sofocándola.
Quizá el aire de Idaho tenía alguna droga, pensó. Una droga invisible y muy potente. Una droga adictiva que afectaba al cerebro. Había muchas excusas para haberse comportado como una retrasada mental. El problema era encontrar una que fuera creíble…
En ese momento, volvió a escuchar el ruido. Como si alguien estuviera rascando la puerta.
Exasperada, se levantó y caminó descalza por el suelo de madera para poner la oreja. Allí estaba el ruido de nuevo. Lexie abrió la puerta un poco y una nariz mojada se frotó contra sus piernas. Un segundo después, un perro rubio saltaba alegremente sobre su cama.
Cuando encendió la luz, descubrió que era una hembra de raza golden retrievery preñada.
– ¿De dónde sales tú? ¿Y quién te ha dicho que puedes dormir en mi cama? -sonrió Lexie. La perrita empezó a mover la cola a cien por hora-. Si ni siquiera nos conocemos. Mira, yo no duermo con hombres desconocidos y mucho menos con perros que no me han presentado -siguió diciendo, mientras acariciaba al animal-. Me pregunto por qué me has elegido precisamente a mí… ah, ya lo entiendo. Somos las únicas chicas en esta casa. Bueno, puedo dejarte un trocito de cama, pero no te enfades si me doy la vuelta de golpe. Además, ¿y si te buscan y no te encuentran?
En ese momento, escuchó unos pasos y otra nariz asomó en su habitación.
– Perdona, Lexie… ah, ahí estás Martha. Llevo media hora buscándote.
– ¿Es tuya?
– Sí -contestó Sammy, saltando sobre la cama-. Cash me la regaló porque iba a tener cachorros y no la quería nadie. Y le dijo a Keegan que sería una buena oportunidad de que yo viera una mamá que quiere a sus niños. No todas las madres abandonan a sus hijos, ¿sabes?
– Lo sé -murmuró Lexie, con un nudo en la garganta-. ¿Siempre te acuestas tan tarde?
– Me metí en la cama a las ocho y media. Es demasiado pronto para un chico tan mayor como yo, pero Cash dice que tengo que hacerlo y que así es la vida -explicó el niño con toda naturalidad.
Lexie sentía una afinidad tremenda con aquel crío, una especie de sexto sentido que la unía al pequeño huérfano.
– ¿No podías dormir?
– No es eso -contestó Sammy, sin dejar de acariciar a Martha-. Es que no me gusta dormir.
– ¿Por qué? ¿Te preocupa algo?
– Pues sí -murmuró el niño, apartando la mirada-. No me gusta dormir porque a veces me pasa una cosa. Y no lo puedo evitar. Así que estoy despierto todo lo posible.
Lexie entendió inmediatamente y su corazón se llenó de simpatía.
– De pequeña, yo me hacía pipí en la cama a veces -le dijo-. Pero no se lo cuentes a nadie, ¿vale? Me daba mucha vergüenza. Solo me pasó durante un año, después de perder a mis padres. Pensé que mis padres adoptivos iban a devolverme por eso, pero a ellos no les importaba. Y, entonces, el problema desapareció.
– ¿Eso es verdad o te lo estás inventando?
– Es verdad.
Sammy acarició el vientre de la perrita durante unos segundos, pensativo.
– Cash me llevó al médico. No de esos que te ponen inyecciones, sino de los que hablas con ellos. Dijo que yo estaba triste porque mi madre no me quería, pero no es verdad.
– ¿No?
– Me da igual que no me quiera. Y Cash dice que no le importa. Las sábanas se lavan y ya está. Pero a mí no me gusta -explicó el niño-. Ya no me pasa tanto, pero de todas formas… no le digas a Cash que estoy levantado tan tarde, ¿vale?
– ¿Tengo pinta de soplona?
– No tienes pinta de soplona, pero eres una chica.
– ¿Eso es un insulto o un cumplido?
Sammy no parecía inclinado a contestar esa pregunta.
– Has durado un día entero. Pensé que no ibas a aguantar.
Lexie tampoco lo había creído. Pero después de acompañar al niño y la perrita a su habitación, volvió a quedarse mirando el techo, más agitada que nunca. Ella no solía tratar con niños… y mucho menos con niños que capturasen su corazón.
Pero lo que sentía por Sammy no era ni la mitad de peligroso que lo que sentía por Cash. No había nada malo en que le gustasen los dos McKay, pero no estaba acostumbrada a acercarse tanto a nadie. Era simpática con todo el mundo, pero siempre protegía su corazón. Aunque, en aquel caso, no debía tener miedo. Ella no tenía sitio en la vida de los McKay, de modo que no eran una amenaza. Mientras no se enamorase de ellos.