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Habían pasado siete días y Cash no podía apartar los ojos de ella.

Había algo en Lexie. Algo que lo desarmaba y lo confundía. Algo que lo preocupaba. Y no era el único.

Lexie y Sammy se reían como dos compinches mientras desayunaban. El niño la trataba como si fuera una amiga, lo cual era estupendo, se decía Cash a sí mismo.

Pero no debía acercarse demasiado a alguien que pronto desaparecería de su vida. Y él tampoco. Pensar que Lexie podría elegir una vida en las montañas en lugar de su vida en Chicago era inimaginable.

No iba a ocurrir.

– Te estás poniendo muy gorda, Martha -dijo Cash, cuando vio que Sammy le daba un trozo de pan a la perrita por debajo de la mesa-. ¿Cuándo vas a tener esos cachorros?

– Yo creo que lo más importante es dónde va a tenerlos -intervino Lexie.

Ella estaba sonriendo y, durante un segundo, eso era lo único que Cash podía ver.

No la había tocado desde el día de la escalada, pero el deseo seguía allí. Y el recuerdo de los besos.

Como se había destrozado dos pares de zapatos italianos en los últimos días, Lexie llevaba unas zapatillas de deporte de Sammy, que hacían un gracioso contraste con el jersey rojo y los pantalones de seda azul. Y su pelo se volvía más salvaje cada día. Podía imaginarla despertando a su lado con aquellos rizos sobre la almohada. Y esa boca suave. Y esa sonrisa, solo para él.

De repente, Cash se dio cuenta de que Sammy lo miraba con expresión de curiosidad. Y Keegan también. Aparentemente, había dejado una conversación a medias.

– ¿Tú sabes dónde va a tener a los cachorros? -preguntó, confuso.

– No estoy segura del todo, pero Martha parece muy apegada a mi habitación. Puede que sea porque soy la única mujer que hay aquí o porque quiere tener a sus cachorros en una habitación tranquila y alejada de las demás.

Cash frunció el ceño.

– Deberías habérmelo dicho antes. Lo siento, Lexie. No quería que la perra te molestase.

– No me molesta, me encanta -sonrió ella-. Pero cualquier día de estos me despierto en una cama llena de cachorros.

Cuando terminaron de desayunar, Sammy se levantó y Cash lo siguió a su habitación. En general, el niño preparaba todas sus cosas, pero Cash solía comprobar que se ataba bien los cordones de las zapatillas y cosas así.

– Una semana más de colegio y, después, podré ayudarte todo el día, ¿verdad, Cash?

– Claro -sonrió él-. ¿Hoy tienes algún examen?

– Nada importante. Uno de matemáticas.

– Esta chupado, ¿no? Oye, Sammy, veo que te gusta mucho Lexie.

– Sí, es muy graciosa -rió el niño-. Está intentando chantajearme.

– ¿Cómo?

– Cada día me ofrece dinero para que ponga la tele y le diga cómo va el índice Dow jon.

– Dow Jones -corrigió Cash.

– Eso. Hoy me ha ofrecido quince dólares, pero creo que mañana conseguiré que llegue a veinte.

– ¿Estás sacando dinero a mis clientes?

– No voy a aceptar el dinero, Cash -protestó acaloradamente el niño-. Es que me hace mucha gracia. ¿Has visto cómo le quedan mis zapatillas?

– Sí.

– Le gustan mucho.

– Ya -murmuró Cash. Estaba empezando a preocuparse por la relación que Sammy había establecido con Lexie-. Hablas de ella como si le tuvieras cariño.

– Es que me gusta mucho. ¿A ti no? Es muy guapa y me río mucho con ella.

– Claro que me gusta -dijo Cash. Más de lo que esperaba; más de lo que quería-. Pero solo va a estar aquí unas semanas.

– Lo sé. Pero es que es tan torpe. Ni siquiera sabe cuál es el norte y cuál el sur. Creo que nos necesita, Cash. Es huérfana, como yo. Pero ella no tiene a nadie que la cuide.

Cuando Sammy se fue al colegio, Cash se encontró paseando por su oficina. La intuición del niño lo había afectado, porque él había sentido lo mismo, que Lexie no tenía a nadie. Una familia adoptiva, una vida social y profesional interesante, pero nadie especial. Y lo había besado como si no hubiera habido muchos besos en su vida.

Pero estaba pensando demasiado en ella. Como si le importase de verdad, cuando lo único que tenía que hacer era darse cuenta de que Lexie Woolf no tenía sitio en sus vidas.

No había nada malo en la vida que le había dado a Sammy; una vida natural, sana y hermosa. Y tampoco había nada malo en su vida, pero, de repente, Cash sentía que le faltaba algo. Algo como…

Ella.

Y lo ayudaría mucho si todo el mundo dejara de hablar de Lexie. Cuando decidió ponerse a trabajar, se reunió con Keegan para hacer la lista de la compra y, de repente, su cocinero decidió comprar bollos de chocolate y papel higiénico de color rosa porque pensaba que a Lexie le gustaría. Entonces Bubba llamó a la puerta. Quería saber por qué la única mujer que había en la casa no había querido darse un masaje.

Y después, llegó la conversación con George, el encargado de la limpieza. George era una especie de ogro con todo el mundo, excepto con Sammy.

– Solo te estoy diciendo que hay que limpiar los cristales -estaba diciéndole Cash-. No veríamos un oso en la puerta de casa con esas manchas.

– Vale -ladró George, a la defensiva-. No te lo discuto. Pero puedo hacerlo yo mismo, no tienes que contratar a nadie.

– Son demasiadas ventanas, George -suspiró Cash-. Si tú no quieres contratar a nadie, lo haré yo.

– De eso nada. Si hay que limpiarlas, yo las limpiaré.

– George, te recuerdo que soy el jefe.

– Me da igual. Yo haré las ventanas y no hay más que hablar. Y hablando de la chica…

– ¿Qué chica?

George levantó los ojos al cielo.

– Que yo sepa, aquí solo hay una chica. Quería decirte que me cae bien.

Después de eso, George encendió la aspiradora. No se le daba muy bien limpiar el polvo, pero con la aspiradora era un genio.

Cash salió de allí disparado. Era la hora de empezar con los ejercicios y quizá el aire fresco lo relajaría un poco. El refugio estaba lleno de clientes, con un nuevo grupo de ejecutivos de Cleveland, pero la espina que llevaba clavada en el corazón apareció ante su vista en cuanto salió de la casa.

Y era como ser golpeado por un rayo. Era pura, cruda y deliciosa testosterona cada vez que la miraba.

Naturalmente, ella se había cambiado de ropa. Llevaba vaqueros, un jersey azul marino y una pulserita con cristales azules que brillaban bajo el sol. Lexie se estaba riendo de algo que uno de los hombres le había dicho, con esa risa suya, auténtica y profunda. Casi podía oler su perfume. Sabía que era imposible, porque estaban a más de quince metros, pero daba igual. Los pechos pequeños, las caderas delgadas, los gestos femeninos…

Cash se acercó al grupo, maldiciendo en silencio. Eran las nueve de la mañana y tenía trabajo que hacer; un trabajo que le gustaba, en una mañana brumosa con un olor a naturaleza que era como para morirse e ir al cielo. Y allí estaba él, duro como una piedra. Por un perfume que no podía oler.

Algo en aquella mujer lo estaba volviendo loco. Era espantoso.

– ¿Todo el mundo preparado para el primer ejercicio? Os prometo que lo vais a pasar bien.

– ¿Bien? ¿Quieres decir que tendremos que comer bichos, sudar y morirnos de agotamiento? -preguntó Lexie.

– Mejor que eso -contestó Cash, dándole un golpe en la cabeza. Se lo merecía-. No me gusta decir esto, listilla, pero este ejercicio es tan bueno que incluso va a gustarte a ti.

– A mí me gustan todos -aseguró ella-. Pero es que nunca estoy segura de si voy a sobrevivir.

El grupo soltó una carcajada y Cash rió también.

– Vale, quiero que os dividáis en parejas. John, tú con Gary. Mel y Steve, Tim y Skully. Lexie, tú conmigo.

– Creí que no te gustaba como pareja.

Cash lo había intentando, pero la verdad era que aquella maldita mujer no parecía capaz de andar sin tropezarse con las ramas. Y nadie salía herido de la montaña Silver. Nadie. Él nunca preparaba ejercicios peligrosos. Sus clientes debían volver a casa con energías renovadas y felices, no llenos de cardenales.