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Lo deseaba.

A los veintiocho años, Lexie había experimentado antes el efecto de las hormonas, pero aquello no parecía tener nada que ver con las hormonas. Más bien con los volcanes.

Le daban igual las consecuencias. No quería que parase. Quería pertenecerle a Cash. Quería estar con él.

Una mano grande y masculina empezó a desabrochar los botones de su camisa. Lexie llevaba sujetador. Con relleno.

Cash sonrió mientras lo desabrochaba. Lexie debería haberle dicho que no se molestase. Bajo aquel relleno, prácticamente no había más que dos bultitos.

Pero él encontró aquellos dos bultitos. Y, en lugar de parecer decepcionado, actuaba como si una mujer con pechos diminutos fuera lo único que hubiera buscado en toda su vida.

Otra gota de agua cayó sobre su frente, pero le daba igual. Pronto, el grupo buscaría a su líder. Pronto sería la hora de comer. Pronto Sammy volvería del colegio. Y pronto, uno de los dos tendría que levantar la mano y decir que estaban locos.

Pero no quería ser ella quien lo hiciera.

Nunca se había sentido segura desde que perdió a sus padres. Estar solo no era lo peor que podía pasarle a un ser humano, pero a veces Lexie se sentía como una niña buscando en la oscuridad a alguien que fuera como ella. Y no pensaba que Cash pudiera ser esa persona… pero en aquel momento, en aquel preciso momento, se sentía unida a él como solo se había sentido unida a alguien en sus sueños.

– Lexie…

– ¿Qué?

– Está lloviendo a mares.

– ¿Y? -preguntó ella, acariciando su mejilla. Fuera locura o no, sentía que Cash y ella estaban descubriendo algo que poca gente había descubierto. Se sentía inmersa en las emociones que él provocaba, como si estuviera al borde de algo enorme, un precipicio mágico, un cambio que afectaría toda su vida.

– Lexie… -Cash tenía los ojos cerrados-. Hay truenos.

– ¿Crees que deberíamos marcharnos?

– ¿Preferirías hacer el amor sobre esta roca, con una tormenta de rayos y centellas?

Lexie tuvo que sonreír. La lluvia los estaba empapando a los dos. Sin embargo, él volvió a besarla una vez más, un beso largo y lento, y húmedo. Muy húmedo.

– McKay…

– ¿Sí?

– Está diluviando.

– Eso es lo que llevo media hora intentando decirte.

– Es que estoy empapada.

– Lo sé.

– McKay, no me refiero a esa clase de humedad. ¿Podrías dejar de pensar en el sexo y pensar en algo más constructivo? ¿Como rescatarme a mí y al resto del grupo?

– ¿Yo pensando en sexo?

– Por supuesto -sonrió ella, abrochándose la camisa y levantándose como la señorita que era-. Y la próxima vez que empieces algo, por favor, que sea bajo cubierto.

Riendo, Cash tiró de su mano para buscar al resto del grupo.

Lexie no sabía qué había ocurrido entre ellos, pero ningún otro hombre la había hecho sentir de esa forma.

Cash había dejado claro que Sammy era su prioridad en la vida y eso significaba que no había sitio para una mujer. Y menos para una mujer de Chicago que pronto volvería a sus asuntos.

Había bromeado porque sabía que era lo que tenía que hacer. No quería que Cash pensara algo tan absurdo como que estaba enamorándose de él.

El día se volvió cada vez más desagradable. Lexie salió de la ducha y se dirigió a la sala de masajes, con una toalla firmemente sujeta sobre sus pechos. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales y el cielo estaba negro como la noche.

Unos minutos antes, darse un masaje le había parecido buena idea. Después del episodio del ataque y los besos sobre la roca, Cash había insistido en que todo el grupo fuera de excursión para disfrutar de los olores y sonidos de la tormenta.

Y ella no había perdido un paso. Pero en aquel momento estaba exhausta, helada, magullada e irritadísima.

Había pensado que darse un masaje era la solución, pero cuando puso la mano en el picaporte, recordó la vergüenza que le daba que la vieran desnuda. Otras mujeres se sentían cómodas con su cuerpo, pero para Lexie enseñar un muslo era un atrevimiento.

Por supuesto, había expuesto más que eso delante de Cash aquella mañana. Y recordarlo hizo que empujara la puerta, nerviosa.

En la sala de masajes hacía calor. Olía a jabón y aceite de niños. Nada parecía amenazador… excepto el gigante que apareció entonces con una toalla en la mano.

– Supongo que eres Lexie. Yo soy Bubba, encantado de conocerte.

– Bubba -repitió ella, aunque ya sabía su nombre.

– En realidad, me llamo Murphy, pero nadie lo sabe. Parece que hoy todo el mundo quiere un masaje. Debe ser el día.

– Yo no sé si…

– No tengas miedo. Soy gay. Y no tienes que descubrir nada que no quieras descubrir -sonrió el hombre-. Vamos, túmbate en la camilla y dime dónde te duele.

Gay, pensó Lexie. Qué bien.

– Pues… es que nunca me he dado un masaje.

– Llevas más de una semana haciendo excursiones, aguantando la comida de Keegan y el mal humor de George, ¿no? Pues te mereces un masaje. Te sentirás mucho mejor, te lo prometo.

– De acuerdo -sonrió ella, tumbándose en la camilla y casi tirando el carrito de los aceites en el proceso.

Su torpeza no pareció molestar a Bubba que, con unas manos tan grandes como palas, empezó a masajear su espalda.

– Estás como un tronco, nena.

– Muchas gracias.

– No te preocupes, yo lo arreglaré -sonrió el hombre.

En ese momento, una corriente de aire le dijo que alguien había abierto la puerta.

– ¿Qué tal, Lexie? -escuchó una voz familiar.

Sammy. Un humano con el que poder hablar.

– Estupendamente.

– Menuda tormenta, ¿eh? -rió el niño-. Bubba también me da masajes a mí a veces.

– ¿En serio?

– Sí. ¿Te duele la espalda?

– Un poco.

– La mayoría de la gente que viene por aquí tiene problemas de espalda -dijo el niño muy serio-. Por eso Cash hizo esta sala de masajes. Tanto paseo por el campo te deja hecho polvo, cuando no estás acostumbrado. Además, tú eres una chica.

– ¿Quieres que te pegue una paliza, jovencito? -rió Lexie-. No he visto a Martha en todo el día. ¿Cómo está?

– Preñada -suspiró el niño-. No sé cuándo va a decidirse a tener los cachorros. Bueno, tengo que irme -dijo Sammy entonces-. Voy a ver el Dow jon ese…

– Dow Jones -corrigió Lexie-. ¡Sammy, un momento!

El niño cerró la puerta tras él, riendo. Lexie había cerrado los ojos cuando la puerta volvió a abrirse por segunda vez.

– Hola, Bubba, ¿cómo están Trixie y los niños?

Cuando Lexie escuchó la voz de Cash, intentó cubrirse la espalda desnuda con la toalla, pero Bubba no se lo permitió.

«¿Trixie y los niños?», pensó entonces.

– Estupendamente -contestó el hombre.

– ¿No eras gay?

Bubba empujó su cabeza hacia abajo sin miramientos.

– No. Te lo dije para que no te pusieras nerviosa. Y deja de hablar. Estás tensa como un palo. Relájate.

¿Relajarse? ¿Cómo iba a relajarse con Cash mirándola?

Seguía teniendo el pelo un poco mojado y la miraba con… energía. Una energía vital, viril y muy sexy.

¿Nadie había oído hablar de la privacidad en aquel sitio? ¿De la paz, de la intimidad?

– Solo quería comprobar que estabas bien.

Lexie no sabía si se refería al ataque de ansiedad o a sus besos, pero daba igual.

– Sí y no.

– Voy a tener que darle un buen masaje -dijo Bubba-. No la fuerces mucho mañana. Es un poco floja.

– ¿Floja? -repitió ella, irritada-. Soy más dura que un peñasco.

– Sammy acaba de venir y me ha dicho al oído que la cuide. Parece su guardaespaldas -rió el masajista.