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– Freddie -demandó-. Dile a esta mujer en qué año se mató de un tiro Fred Archer. Ella dice que fue en 1890. Yo digo que es una necedad.

Contemplé la expresión acostumbrada en el rostro de Dot, una mezcla de resignación y angustia. Los años que había vivido con un hombre irascible le habían provocado esas arrugas, que ni sus sonrisas ocasionales disimulaban. Sin embargo, aunque desde que los conocía se aventaban los platos, en sentido figurado, continuaban juntos, de manera inexorable, a pesar de todo.

No obstante, lo más extraño radicaba en que su apariencia era desusadamente atractiva. Tenían alrededor de cuarenta años y se vestían bien, pues tenían mucho roce social. Quince años atrás no hubiera pensado que esa pareja durara más de cinco minutos, lo que sólo demuestra lo poco que una persona ajena alcanza a comprender respecto de un matrimonio.

– ¿Y bien? -desafió Benyi.

– No lo sé -respondí, tratando de ser diplomático, aunque en realidad sí lo sabía. Fue en 1886, cuando el brillante jockey campeón tenía veintinueve años de edad.

– Eres un inútil -observó Benyi, y Dot se sintió aliviada.

Benyi cambió de tema.

– ¿Llegaron bien mis caballos?

– Por supuesto que sí.

Muchos entrenadores salían a las caballerizas para encargarse de que sus corredores abordaran los camiones sin contratiempos, pero Benyi rara vez lo hacía. La idea de supervisión era gritar por la ventana si veía algo que le disgustaba, lo que sucedía con frecuencia. La rotación de los mozos de cuadra de Benyi era más constante que la de la mayoría. Su jefe de mozos de espuela de viaje, quien debía haber acompañado a los corredores a Sandown, había renunciado el día anterior.

Benyi me preguntó si estaba enterado de ese hecho tan inconveniente.

– Sí -respondí.

– Entonces, hazme un favor. Ensilla a mis corredores y ven a la pista con nosotros.

En esas circunstancias, por supuesto, la mayor parte de los entrenadores habría ensillado a sus propios caballos, excepto Benyi. Él apenas los tocaba.

Contesté que con gusto ensillaría los caballos. Lo que no estaba lejos de ser verdad.

– Bien -respondió satisfecho.

Acto seguido, me dediqué a realizar esa tarea mientras él y Dot charlaban con el dueño del primer corredor, y lo mismo hicieron con el del segundo un poco más tarde. El primero corrió decorosamente sin ganar ninguna medalla; el segundo ganó la carrera.

Como siempre sucedía en el encerramiento del ganador en tales ocasiones, el rostro de Benjamín se encendía y sudaba como si estuviera experimentando el placer del orgasmo. Los dueños acariciaron a su caballo. Dot me dijo en tono serio que yo habría sido un buen jefe de mozos de espuela.

Sonreí.

– ¡Oh, bueno!

– ¡Vaya! Tal vez -repuse.

Existía algo que nunca había podido entender acerca de Dot. Poseía una especie de profunda reticencia natural. No podía decir que la conocía mejor después de quince años que en un principio.

Los extraños métodos de entrenamiento que usaba Benyi se debían a que no tenía que pagar por el entrenamiento. Además, había destinado la fortuna multimillonaria que había heredado a adquirir buenos caballos en el extranjero, los cuales eran entrenados, a su vez, por otros entrenadores y ganaban carreras en Francia e Italia con bolsas de dinero mucho más elevadas que las que obtenían sus caballos en Inglaterra.

Benyi me comentó:

– Tengo un potro en Italia que se lastimó un tendón. Quiero traerlo de regreso para que sane y descanse. ¿Quieres ir por él?

– Claro que sí.

– Bien. Te avisaré qué día es posible hacerlo -me dio una palmadita en el hombro.

La tarde transcurrió con una rapidez impresionante y después de la última carrera esperé a Patrick Venables afuera del cuarto de la báscula. Por fin, mi consejero llegó a medio galope, todavía presionado por el tiempo.

– Freddie -comentó-, oí el rumor de que te hacen falta algunos conductores. Te sugiero a un sustituto, alguien que investigue tu problema.

– Tendría que conocer el trabajo -respondí vacilante.

– Se trata de una mujer. Y descubrirás que lo conoce muy bien. Hice los arreglos necesarios para que vaya a verte mañana por la mañana a Pixhill. Enséñale cómo operas y luego déjala que se haga cargo. No se pierde nada con intentarlo.

Le di las gracias, pero no estaba muy convencido. Sonrió y se apresuró a partir antes de que se me ocurriera preguntarle cómo se llamaba la mujer. Esperaba que ella tuviera la decencia de llegar antes de que me fuera a la comida de Maudie Watermead.

SE LLAMABA Nina Young. Llegó en su auto por el sendero de la entrada hasta la zona asfaltada a las nueve de la mañana. Aún no me afeitaba y estaba leyendo los diarios; tenía puesta mi bata de tela afelpada y al lado un café y unas hojuelas de maíz. Salí a abrir la puerta y no me di cuenta de inmediato de quién se trataba.

Ella conducía un Mercedes escarlata y aunque no era joven, vestía unos pantalones vaqueros ceñidos al cuerpo, camisa blanca de manga larga y un chaleco afgano bordado; llevaba puestas unas gruesas cadenas de oro y usaba un perfume caro. Su brillante cabello oscuro había sido cortado por un experto. Los altos pómulos, el cuello largo y los ojos serenos me recordaban los retratos de antepasados nobles. Distaba mucho de mi concepto de un conductor de camiones.

– Patrick Venables me indicó que llegara temprano -mencionó la mujer con un porte sociable aprendido desde la cuna. Desde mi punto de vista masculino nacionalista, su única desventaja era la edad, estaba mucho más cerca de los cuarenta y tantos que yo.

– Pase -la invité. Me hice a un lado y pensé que ella lucía muy bien para decorar un escenario, pero no para el asunto que teníamos entre manos-. ¿Le gustaría tomar un poco de café?

– No, gracias. ¿Acaso detecto un ligero aire de molestia?

– Claro que no -la guié hasta la sala y le indiqué que tomara asiento en donde quisiera.

Nina Young eligió un sillón mullido, cruzó las piernas largas y mostró los finos tobillos que sobresalían de unos zapatos de cuero con hebilla. De una bolsa que llevaba al hombro sacó un pequeño expediente que agitó frente a mí.

– Traigo un permiso para poder conducir vehículos grandes que transportan mercancías -afirmó Nina-. Es un verdadero pase para urgencias.

– Patrick no la habría enviado sin eso. ¿Cómo lo consiguió?

– Transportando a mis propios caballos de la caza de la zorra -agregó sin mucho énfasis-. Y también a los de exhibición y a los que participan en competencias. No tengo caballos de carreras. Seguro que el tipo de camiones al que estaba acostumbrada tendrían remolques habitación frente a las caballerizas, esos lujosos vehículos para los certámenes en Badminton y Burleigh. Debía de ser una figura conocida en ese mundo. "Patrick, pensé, sin duda ha perdido la razón".

– Mis camiones para transportar caballos tienen lo elemental -dije-. No cuentan con refrigeradores, ni cocinas ni baños.

– Pero están equipados con motores Mercedes, ¿no es verdad?

Asentí sorprendido.

– Bien -repuso ella con simpleza y después de una pausa preguntó-: ¿Recibe la revista Horse and Hound?

Fui a buscar el ejemplar de esa semana que había dejado en la mesa lateral y se lo entregué. Observé que revisó los anuncios clasificados. Llegó a la sección de transporte de caballos y me señaló la página, golpeando con la uña pintada de color rosa.

– Patrick desea saber si ya vio esto.

Tomé la revista y leí donde había señalado. Era un anuncio que ocupaba todo el ancho de una columna, donde aparecían estas palabras sencillas:

¿TIENE PROBLEMAS DE TRANSPORTE?