Harvey, notablemente aprehensivo, clavó la mirada en la hilera de camiones.
– Cuando encontré al Trotador -dijo-, regresé a casa y llamé por teléfono a tu línea personal, pero me contestó una grabación. Después llamé a Isobel y me dijo que creía que estabas en casa de los Watermead, ya que Nigel le había comentado que ibas a comer ahí. Parece que Tessa se lo informó. Así que Sandy dijo que iría a buscarte.
Harvey empezó a dar preocupantes señales de indecisión que, por el largo tiempo de conocernos, de inmediato identifiqué como duda sobre si debía decirme o no algo que tal vez yo no quisiera escuchar.
– Habla ya.
– ¡Oh, vaya! Nigel dijo que Tessa quería ir a Newmarket el viernes con él y las potrancas. Se subió al camión y se acomodó en el asiento del pasajero.
– Espero que no la haya llevado.
– No, pero a Nigel se le complicó la existencia. Quiero decir, por un lado estabas tú con tus amenazas de despedir a quienes llevaran gratis a alguien y, por el otro, se encontraba ella, la hija del entrenador, que quería ir con él -hizo una pausa-. Esa chica es una damita muy educada y Nigel es un hombre muy atractivo, por lo menos eso dice mi esposa y, no me malentiendas, pensé que sería mejor que te enteraras.
– Te lo agradezco -dije sinceramente-. No quiero perder el trabajo de Michael Watermead sólo porque su hija, Tessa, se ha encaprichado con uno de nuestros empleados. Lewis, por supuesto, era el conductor favorito de Michael, pero a menudo los caballos de Watermead requerían más de un camión.
Después de un tiempo, un auto de la policía avanzó despacio entre las rejas. Traía a unos oficiales del Departamento de Investigaciones Criminales de Scotland Yard, un médico forense y un fotógrafo. Harvey y yo salimos al granero, donde Sandy mostró el cadáver del Trotador a sus colegas vestidos de civil mientras que Bruce Farway conversaba, dándose mucha importancia, con su contraparte policíaca. Tomaron la declaración de Harvey sobre el descubrimiento del cadáver. Bajé al foso, al lado de mi pobre mecánico, para confirmar que su cuerpo estaba tal como lo encontramos, La misma carroza fúnebre que se llevó a Kevin Keith Ogden llegó, y otra vida que había concluido abandonó mis terrenos en un ataúd metálico.
La policía, sin sonreír, lo siguió.
– Todo esto resulta muy triste -comentó Farway con cierta vivacidad, indiferente a lo que sucedía.
– Era todo un personaje -puntualizó Sandy, al mismo tiempo que asentía.
"No es para tanto", pensé. Luego pregunté:
– Sandy, cuando llevaste a casa al Trotador anoche, ¿fue en tu auto o en el suyo?
– En el mío. Ese vejestorio todavía debe de estar en la taberna.
– Ese vejestorio me pertenece en realidad -le informé-. Voy a recogerlo más tarde. ¿Todavía tienes las llaves?
Estaban en su casa, aparentemente. Le dije que pasaría a recogerlas, y el alguacil se retiró para aprovechar lo poco que quedaba de su domingo libre.
Salió Bruce Farway, quien me hizo una seña con la cabeza a manera de fría despedida. Harvey regresó a su casa y yo deambulé por el granero, me asomé al foso, ahora vacío, e inspeccioné la bodega. Por lo que pude apreciar, nada había sido alterado. Cerré con llave la bodega y caminé hasta la mesa de trabajo del granero.
No había herramientas esparcidas en ninguna parte. Nada con lo que un hombre pudiera haber tropezado, a pesar de que estuviera muy borracho.
De mal talante, dejé el granero y, como era la costumbre, dejé abierta la puerta que daba al patio. Siempre había creído que no era bueno exagerar. Teníamos un candado en la entrada principal. La seguridad podía convertirse en una obsesión y, de todos modos, o había intentado protegerme de los ladrones, no de contrabandistas. Ni de asesinos.
Me retraje dolorosamente ante esa palabra. No quería creer que algo así pudiera suceder. No al Trotador. Requería de sus servicios como si hubiera sido un aditamento o un accesorio, al igual que la granja y los camiones, transacción que, al parecer, había sido de su agrado. Me consideré afortunado por tenerlo y no sabía cómo encontraría a alguien con tanta experiencia, tan poco exigente y tan comprometido. Simplemente lamenté su pérdida, sin ningún interés egoísta. Lo lloré como hombre.
UN POCO MÁS TARDE, cuando empezaba a caer la noche, me dirigí hacia la casa de Sandy y recogí las llaves del vehículo que el Trotador usaba. Proseguí mi camino hasta la taberna, donde encontré la camioneta en el estacionamiento. Las dos puertas posteriores estaban entreabiertas y, adentro, donde debía haber estado la tarima y un revoltijo de herramientas en una caja grande de plástico rojo, no había nada, excepto polvo oxidado sobre el viejo piso de metal.
Suspiré. Docenas de parroquianos habían visto que Sandy se llevaba a casa al Trotador, dejando detrás de él una camioneta con cosas fáciles de hurtar. Supuse que debería sentirme contento de que el vehículo no hubiera desaparecido también.
Conduje la corta distancia que me separaba de la granja y me cuestioné el motivo por el que el Trotador había ido al granero sin sus llaves o su auto… y cuándo… y cómo… y con quién.
En las oficinas, el cuaderno de bitácora del Trotador se encontraba sobre el escritorio de Isobel, listo para que mi secretaria pasara los detalles a la computadora. Tomé el cuaderno y me lo llevé a mi oficina. Me senté a leer lo que había escrito el Trotador.
Sólo detalles escuetos del viaje. Ningún comentario. Nada importante. Había recogido a cuatro caballos de salto en una caballeriza de Pixhill y los había llevado por la M 4 a las carreras de Chepstow. Anotó la hora de salida de la base, la hora en que recogió a los animales, las horas de llegada y salida del hipódromo, la hora en que devolvió los caballos a la caballeriza y la hora de regreso a la base. El total de horas trabajadas y la cantidad de horas que había pasado tras el volante.
Nada acerca de extraños o llaneros solitarios.
Deprimido, volví a colocar el cuaderno donde lo había encontrado y concluí que no había nada qué hacer por el momento. Cuatro de los camiones de la flotilla todavía estaban fuera, sin contar el que había ido a Francia, pero Harvey se encargaría de su regreso. Bostecé, cerré y me fui a casa.
Reviví con un trago del whisky de Escocia y me senté en mi sillón giratorio de cuero verde. Rebobiné la cinta de la máquina contestadora de mi línea privada. La había encendido antes de salir a la comida de los Watermead y, así permaneció desde entonces. La cinta retrocedió diligentemente.
Oprimí el botón para reproducir y casi me caigo del sillón.
La primera voz que escuché fue la del Trotador, ronca, pausada, sin miedo.
– Odio esta máquina -decía-. ¿A dónde fuiste, Freddie? Alguien se birló la camioneta. No está en el garaje. Algún gorrión aprovechó y se la llevó mientras yo dormía la mona. Será mejor que le avises a Sandy… No, espera… -se detuvo y luego, con cierta turbación, prosiguió-. ¡Ejem! Mmm, cancélalo, Freddie. Está en la taberna. Olvida que te lo mencioné, ¿de acuerdo?
La línea se desconectó, pero la segunda llamada también era del Trotador.
– Acabo de recordar, este… acerca de la camioneta. Sandy Smith tiene las llaves. Caminaré hasta la granja primero para dar un vistazo y luego iré a recogerlas. De todos modos, quiero que le eches un "sable" a esas "langostas". Encontré una muerta en el foso en agosto pasado y se arrastraba, pero "rojo" también encontró cinco en un caballo el verano pasado y se murió. ¿Qué opinas?
Su voz se detuvo, al tiempo que me dejaba con el problema de no comprender lo qué podía estar diciendo. ¡"Langostas" en el foso! Muertas, además, como él. ¡Pobre Trotador, pobre tipo que me exasperaba!
¿Por qué nunca hablaba claro? Su jerga rimada no había importado mucho antes de los sucesos recientes, pero en este momento me enfureció. "Birló" quería decir “robó”; "gorrión” significaba "ladrón"; “sable” provenía de "sable y espada": “mirada”. Todas esas expresiones eran comunes en su manera de hablar. ¿Pero qué había querido decir con "langostas" y “rojo"? ¿Y qué era lo que se arrastraba? Lo que necesitaba, decidí, era un diccionario de rimas y por la mañana iría a comprarlo.