Aziz escuchó al principio con una sonrisa incrédula.
Comenté pausadamente:
– Ya has transportado caballos de carreras, ¿verdad?
– Sí -respondió al instante-. Claro, pero de la región, de ida y vuelta a Newmarket. Y a las carreras de Yarmouth. En realidad, no en autopistas.
Harvey frunció el entrecejo, aunque no continuó. Surgieron signos de interrogación en mi pensamiento. Era verdad que sólo había unas cuantas autopistas grandes en East Anglia, pero que una caballeriza de Newmarket nunca hubiera mandado a sus corredores más allá de esas rutas sobrepasaba toda credibilidad.
Podría haberle hecho a Aziz unas cuantas preguntas para investigar, no obstante, en ese momento la hermana de Maudie, Loma, apareció en las rejas conduciendo su lujoso Range Rover carmesí. Salió del auto y caminó a zancadas para darme un beso en la mejilla. Rubia, de ojos azules, rica por su divorcio, tenía treinta años. Loma me miró directo a los ojos y me dijo que era un maldito por cobrar la transportación de los caballos pensionados.
– Mmm -repuse-. ¿Tigwood les va a cobrar a los dueños de los pensionados?
– Ese es un asunto completamente diferente. Centaur Care necesita mucho dinero.
Esbocé una útil sonrisa imperturbable y le presenté a Aziz como el conductor de ese día. Lorna parpadeó. Aziz le estrechó la mano y le ofreció una sonrisa deslumbrante. Lorna se olvidó de mi maldad y le comentó con sincero ánimo al conductor que iban a llevar a cabo una obra de misericordia y que era un “privilegio” colaborar para “salvar a viejos amigos”.
John Tigwood eligió ese momento para ofrecernos el beneficio de su compañía, de la que yo, desde luego, podía haber prescindido. Salió de una camioneta marrón adornada por todas partes con letreros que decían CENTAUR CARE PARA CABALLOS VIEJOS y caminó a zancadas en dirección nuestra. Llevaba puestos unos pantalones grises de pana, una camisa de cuello abierto y un bonito y grueso suéter tejido.
– Buenos días, Freddie.
Su voz resonó, sin embargo, el tono engreído no pudo disimular la falta de sustancia debajo de ella. Me pregunté si Tigwood vivía de las alcancías y si, en caso de que así fuera, los pobladores de Pixhill pondrían alguna objeción.
– Buenos días, Loma -el hombre caritativo saludó-. Pensé en ir contigo -anunció-. ¿Éste es nuestro conductor?
Loma miró con rapidez a Aziz, no estaba muy segura de querer que Tigwood los acompañara.
– ¡Qué agradable! -exclamó falsamente.
Los observé mientras los tres subían al camión. Dos hombres por completo incompatibles y Loma, que tenía otros planes en mente, entre ellos. Aziz lanzó en dirección mía una mirada sombría, todo el deleite del día se había evaporado en un instante. No podía culparlo. Habría detestado tener que ocupar su lugar.
Fui a las oficinas, en las que Isobel y Rose miraban con frustración las pantallas en blanco de la computadora y se preguntaban qué iban a hacer durante el día.
– El técnico me prometió que vendría mañana -les aseguré.
La alcancía de Tigwood se encontraba sobre el escritorio de Isobel. La levanté y la sacudí. El resultado fue un cascabeleo hueco, había tres o cuatro monedas cuando mucho.
– El señor Tigwood considera que deberíamos esforzarnos más -comentó Isobel.
– Tal vez deberíamos hacerlo.
Caminé hasta mi vehículo destartalado y conduje a Newbury para recoger el diccionario de rimas que había pedido. En realidad nunca había visto uno y me quedé en el estacionamiento hojéandolo. Descubrí que las rimas no estaban enlistadas en la manera alfabética usual, sino que empezaban con las vocales.
"Ente", leí con atención. Animosamente, débilmente, expresamente, sumisamente.
"Or": amenazador, mejor, sabor, tejedor, vapor…
Cientos y miles de rimas a mi disposición, pero inútiles. Me di cuenta de que necesitaba tener las afirmaciones crípticas del Trotador frente a los ojos, no sólo en la memoria. Tal vez si podía ver escrito lo que había dicho, alguna chispa de intuición saldría de aquellas palabras.
Cerré el libro, conduje a casa para arreglarla y preparar la habitación de mi hermana. Hice la cama y abrí las ventanas.
Corté algunos narcisos y los coloqué en un florero y, puntualmente al mediodía, mi hermana, Lizzie, llegó.
Voló a casa, literalmente, en un helicóptero.
Capítulo 6
LIZZIE ERA PROPIETARIA de la cuarta parte del diminuto Robinson 22, ésta era su única extravagancia y la manera que había elegido para gastar la herencia de nuestros padres. Detuvo el motor, saltó de la pequeña burbuja de cristal y caminó para encontrarme en la zona asfaltada.
– ¡Hola! -saludó. Era muy baja de estatura, ágil, delgada y parecía estar satisfecha de la vida.
La abracé.
– ¿Ya preparaste la comida? -me preguntó.
– No.
– ¡Qué bueno! Porque traje algo para comer.
Regresó al helicóptero y sacó una bolsa que llevamos a la casa.
Nunca llegaba con las manos vacías. Yo jamás tenía que ocuparme en pensar qué iba a darle de comer, excepto en poner la champaña en hielo. Descorché la botella y le serví una copa, mientras ella descansaba en un sillón grande. Tomó un largo sorbo burbujeante y me examinó como las hermanas mayores suelen hacerlo
– ¡Es maravilloso verte! -comenté.
– Mmm -se estiró, casi ronroneando-. Cuéntamelo todo.
Le conté todo y le expliqué quién era quién: Sandy Smith, los Watermead, Brett, Dave, Kevin Keith Ogden y el Trotador. También le comenté acerca de Nina Young y su repentina y sorprendente metamorfosis.
Inspeccionó la caja registradora vacía, que estaba mugrienta. Le mostré el diccionario de rimas y reproduje la cinta que contenía el último mensaje del Trotador para que lo escuchara; sin embargo, toda la agilidad mental que había debajo de la capa de cabello oscuro y canoso no pudo descifrar su significado.
– Diez centímetros cúbicos -observó-. En otras palabras, equivale a una cucharada -colocó los tubos en el papel desechable y los guardó en su bolso, tal como Nina lo había hecho-. Supongo que quieres los resultados, digamos, para ayer, ¿verdad?
– Me sería muy útil.
– Pasado mañana es lo más que puedo hacer. Bebimos más champaña, desempacamos la comida, que según dijo era un obsequio delicioso de un restaurante que gozaba de una indiscutible reputación como el mejor de Escocia: La Potinière, localizado en Gullane, en East Lothian. Los propietarios eran amigos cercanos de Lizzie, y esta vez habían enviado pechugas de pollo rellenas con una salsa de crema batida, avellanas y licor francés de manzana; ensalada, seguida de un pastel de queso con limón que se derretía como ambrosía en el paladar.
Disfrutando de la mutua compañía, vimos la primera parte de las carreras de Cheltenham por televisión, y Lizzie se dedicó a observarme mientras yo, a mi vez, observaba a los jockeys.
– Alégrate de que ya no tienes de qué preocuparse -comentó.
El teléfono sonó. Era Isobel.
– El nuevo conductor, Aziz, acaba de telefonear desde Yorkshire para avisar que quieren que transporte ocho animales, no siete, y el octavo es un viejo poni, medio calvo, que apenas puede tenerse en pie. ¿Qué le digo?
– Dile que le pida a Tigwood una nota absolviéndonos en caso de que el caballo muera. Que la firme y que le ponga fecha.
– ¿Qué sucede? -preguntó Lizzie cuando colgué el auricular. Le expliqué acerca de la expedición geriátrica y le di todos los pormenores sobre John Tigwood, el filántropo que gustaba del lucro.