– Todo eso es por una buena causa.
– Pobre Trotador.
– Sí -repuse.
LIZZIE Y YO fuimos a cenar a una vieja hostería campestre a dieciséis kilómetros de Pixhill, donde la especialidad de la casa era pato asado con glasé de miel. El lugar era uno de los antiguos favoritos de Lizzie. Le agradaban las vigas pesadas de roble, las paredes auténticamente torcidas y la penumbra.
Puesto que la gente de Pixhill a menudo iba a cenar ahí, no me sorprendió mucho ver a Benyi y a Dot Usher, sentados uno al lado del otro, en un gabinete al otro extremo de nosotros. Insensibles a la gente que los rodeaba, los esposos estaban enfrascados en un tremendo pleito y, como de costumbre, ambos tenían los rostros tensos por la ira, casi nariz con nariz.
– ¿Quiénes son? -preguntó Lizzie, siguiendo mi mirada.
– Un millonario de Pixhill que juega a ser entrenador y su inseparable esposa -le conté luego acerca del día que había pasado con ellos en las carreras de Sandown y sobre el extraño hábito de Benyi de no tocar a sus caballos.
– ¿Y es un entrenador?
– Una especie de entrenador -hice una pausa-. Cuéntame acerca del profesor Quipp.
– Es agradable -sonaba afectuosa, no a la defensiva, lo que era una buena señal-. Es cinco años más joven que yo y le encanta esquiar. Pasamos una semana en Val d'Isère -expresó Lizzie con un verdadero ronroneo.
– ¿En qué se especializa?
– En realidad, en química orgánica. Eres un zopenco.
– ¡Ah!
– Si vuelves a decir ¡ah!, no voy a mandar analizar tus tubos.
Comimos el pato crujiente y, a la hora del café, Benyi Usher desvió su atención de Dot lo suficiente para darse cuenta de nuestra presencia.
– ¡Freddie! -gritó sin inhibiciones, lo que hizo que casi todos los comensales giraran la cabeza hacia él-. Ven para acá e invita a la paloma.
– Es mi hermana.
– ¡Oh, sí, claro! Cuéntame otra historia.
Benyi había bebido un poco más de la cuenta. Dot parecía estar muy avergonzada. Fue por ella que persuadí a Lizzie de cruzar la habitación.
Aceptamos el café que Dot nos ofreció y resistimos la invitación d e Benyi de tomar unas copas enormes de oporto. Cuando Benyi ordenó otra para él, Dot comentó:
– Ahora se siente impotente. Sigue la parálisis.
Lizzie abrió los ojos asombrada.
– ¿Cuándo vas a ir a Italia por mi potro? -me preguntó Benyi.
– El lunes -sugerí-. Nos tardaremos tres días.
– Manda a Lewis. Michael le tiene una fe absoluta y él ya ha transportado muchas veces a mis caballos. Este potro es valioso, ¿sabes? Y envía a alguien que lo vigile durante el viaje. Que vaya Dave. Él puede manejarlo.
Le mencioné que ese día habíamos traído la carga de caballos viejos de Yorkshire y que tenía entendido que en su caballeriza iba a dar alojamiento a dos de ellos.
– ¡Esos pobres infelices! -exclamó Dot-. ¡No quiero saber más de ellos!
– ¿Ya tienen algunos? -preguntó Lizzie.
– Murieron -replicó Dot-. Lo detesto. No quiero más.
– No los veas -repuso Benyi.
– Pero si los pones afuera de la ventana del salón.
– Los pondré dentro del salón. A ver si eso te parece bien.
– Eres completamente infantil.
– Y tú eres completamente estúpida.
Lizzie agregó con dulzura:
– Ha sido realmente muy agradable conocerlos -y se puso de pie para marcharse. Cuando llegamos al Jaguar, me preguntó-. ¿Siempre se comportan de esa manera?
– He sido testigo de ello durante quince años.
– ¡Dios mío! -bostezó y después suspiró complacida-. Es un auto maravilloso.
El Jaguar rugió en la noche, poderoso, íntimo, era el mejor que había tenido. El último trecho del camino, de la cena a la cama, pasamos por la granja. Disminuí la velocidad, sin pensarlo, para echar un vistazo a la hilera de camiones que brillaba bajo la luz de la Luna. Las rejas estaban abiertas, lo que significaba que uno o más camiones todavía estaban en camino. Completé la corta distancia que nos separaba de la casa, preguntándome cuál de ellos hacía falta aún.
Debo haber parecido preocupado, porque Lizzie se volvió para observarme.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– Nada en realidad. Entra y acuéstate. Sólo voy a ir a la granja un momento para cerrar las rejas. No me tardaré.
Bostezó.
– Bueno, entonces nos vemos por la mañana -nos abrazamos y luego entró, sonriente. Deseé que el profesor Quipp la amara mucho tiempo, ya que nunca la había visto tan en paz.
Conduje el Jaguar de regreso a la granja y me detuve fuera de las rejas. Alguien parecía deambular en el patio, tal como Harvey lo hacía a menudo. Caminé decidido hacia la figura que apenas distinguía y llamé:
– ¿Harvey?
No hubo respuesta. Continué acercándome y llegué hasta el camión más cercano. Proseguí por una mancha de sombras.
– ¡Harvey! -grité.
No oí nada, pero algo me golpeó muy fuerte en la nuca.
ME DESPERTÉ y la primera sensación que experimenté dentro del aturdimiento fue un fuerte dolor en la cabeza. La segunda fue sentir que me cargaban, y la tercera, escuchar una voz que hacía un comentario sin sentido.
– Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse.
Estaba soñando, por supuesto. Naturalmente.
Pronto me despertaría.
Sentí que caía. Detestaba profundamente los sueños sobre caldas; siempre se trataban de caerse de edificios, nunca de caballos.
Caí dentro del agua intensamente fría.
Me hundí sin luchar, inmerso por completo en la profundidad.
El instinto, tal vez, me hizo darme cuenta de la realidad. No se trataba de un sueño; era Freddie Croft, vestido, que se ahogaba.
La primera y terrible compulsión fue respirar profundamente y, una vez más, el conocimiento subconsciente me detuvo.
Pataleé, tratando de subir a flote, sentí que algo me succionaba por un lado y que estaba atrapado por la corriente. Volví a agitar las piernas, al tiempo que experimentaba un horror creciente, los músculos se arremolinaban en su esfuerzo por salir, me dolía el pecho y la cabeza me estallaba.
¡Nada hacia arriba, por todos los cielos!
¡Nada… hacia arriba!
Nadé corriente arriba dando brazadas que el pánico impulsaba. Probablemente no había permanecido más de un minuto dentro del agua. Salí a la superficie, en medio de la noche, y traté con todas mis fuerzas de que el aire alcanzara a llegar a mis pulmones vacíos al dar un alarido. En el momento en que dejé de nadar, mi ropa mojada y los zapatos llenos de agua me arrastraron nuevamente hacia abajo. El mar salado me reclamaba.
Agua salada, tragué y sentí náuseas. Todos los vestigios de mi condición atlética se consumieron en levantar la nariz por encima de la superficie y patalear para permanecer ahí. En cierto modo, comprendí que era una batalla perdida, pero no podía aceptarlo. Si me habían dejado caer desde un bote lejos de la orilla, el final llegaría pronto. Protesté furiosamente, en vano, contra el hecho de ser asesinado.
Vislumbré un resplandor en el agua, un destello de luz. La corriente me llevaba hasta ahí, lejos de la oscuridad.
Luz eléctrica.
Una luz muy por encima del agua… en un poste de alumbrado.
No me había dado cuenta hasta qué punto había perdido la esperanza, mientras no comprendí que los postes de alumbrado no crecían a mitad del océano, pensamiento que retumbó en mí cerebro como hálito de vida. Los postes equivalían a la tierra. La tierra significaba vivir. Vivir requería que nadara hasta el poste.
Muy sencillo.
Pero no lo fue tanto. Era todo lo que podía hacer para resistir. De todos modos, la corriente que me había arrastrado de la oscuridad hasta la luz continuó su obra benigna y me llevó con lentitud hacia el poste de luz.