En realidad, eran dos postes.
Se encontraban encima de mí, en la parte superior de un muro. Finalmente, el agua me condujo hasta la pared y luego a lo largo, despacio, arrastrándome y golpeándome la espalda contra ella. Traté de gritar para pedir auxilio. El contraflujo sofocó mi voz. Cuando tomé aliento para volver a gritar, tragué agua salada y sentí que me asfixiaba.
El muro era liso y legamoso, no tenía de dónde asirme. Me pareció ridículo ahogarme cuando la tierra firme estaba a tres metros de distancia sobre de mí.
Salvé mi vida por casualidad. Sobreviví gracias a la persona que hizo el diseño y construyó una escalera en ese muro, El oleaje me elevó hasta una especie de hueco en la pared lisa, y el reflujo hizo que flotara en la superficie nuevamente. Tal vez demasiado tarde lancé los brazos y las manos contra el concreto resbaloso, desesperado por evitar que el agua volviera a arrastrarme, y luego esperé que se elevara otra vez para alcanzar el hueco. Sabía que era mi última oportunidad.
Me propulsé junto con el agua dentro del hueco y adherí el cuerpo contra un escalón filoso. Sentí el tirón de la ola que retrocedía y me hizo dar un vuelco, pero aproveché el peso de los zapatos, pantalones y chaqueta como si fueran un ancla. Con la siguiente ola subí al escalón subsecuente, la cabeza y los hombros estaban ya fuera del agua.
La escalera estaba empotrada en el muro, sin ninguna protección hacia el mar abierto. Me arrastré para subir un escalón más y me quedé ahí tirado, exhausto, frío y aturdido. Todavía tenía los pies en el agua, se elevaban y caían al ritmo de las olas.
Cuando fluyó algo semejante al vigor, continué arrastrándome, apretándome contra el lado interno del muro. Me aterraba la idea de caer al mar de nuevo. Por fin me deslicé sobre una superficie dura y seca, me arrastré con gran debilidad hasta el poste de alumbrado y caí junto a él a todo lo largo, boca abajo. Abracé el poste para convencerme de que éste, por lo menos, no era un sueño.
No tenía idea de dónde me encontraba. Había estado muy ocupado tratando de sobrevivir como para preocuparme de tales insignificancias. Sentía punzadas en la cabeza. Cuando traté de saber la razón, mi memoria se perdió en una especie de niebla.
Escuché entonces unas pisadas que se aproximaban. Por un instante terrible pensé que las personas que me habían arrojado al agua habían vuelto, pero la voz que habló por encima de mí implicaba una clase diferente de amenaza, el profundo resentimiento de una autoridad menor que se sentía afrentada.
– No puede estar tirado ahí -ordenó-. ¡Váyase!
Rodé sobre la espalda y me encontré mirando los ojos de un perro grande y resuelto. Una figura corpulenta vestida con un uniforme naval sujetaba al perro de una correa. El hombre llevaba una insignia plateada que centelleaba.
Intenté hablar, pero sólo logré emitir un gruñido incoherente. El perro de raza rottweiler, al parecer poco amigable, bajó el hocico con ansia hasta la cabeza.
Traté nuevamente, murmuré:
– Me caí al agua.
– No me importa si cruzó a brazadas el Canal. Levántese y lárguese ahora mismo.
Hice un esfuerzo por sentarme. Llegué hasta un codo.
– ¿Dónde estoy?
– En Southampton. Vamos. Muévase. Nadie debe estar aquí cuando el muelle está cerrado. Además, no tolero a los borrachos.
– Me golpeé la cabeza -expliqué.
– De todos modos no puede quedarse aquí -tiró de mí con vigor y me puso de pie. Me sujeté al poste de alumbrado porque me sentía profundamente mareado.
– ¿Tiene un teléfono?
– Sí, en el cuarto de la guardia.
Aunque no menciono que podía usarlo, lo consideré como una invitación. Solté el poste y di unos cuantos pasos tambaleantes.
– ¡Espere! -dijo con rudeza, sujetándome por el hombro-. Va a volver a caerse al agua-
– Gracias.
Me tomó de la manga, no exactamente para sostenerme, pero sin duda ayudó. Con los pies que parecían ajenos, a duras penas camine por el muelle. Por fin llegamos a un edificio grande.
El guardia nocturno metió una llave en la cerradura.
– Pase -invitó-. El teléfono está en la pared. Tendrá que pagar por usarlo, por supuesto.
– Mmm -asentí, busqué en vano mi billetera o algunas monedas. El vigilante nocturno observó la búsqueda prudentemente.
Miré el teléfono.
– Puedo llamar por cobrar -sugerí.
El vigilante hizo una señal de asentimiento con la mano- Descolgué el auricular y marqué el número de la operadora. Llamó a mi casa y me informó que nadie contestaba.
– Por favor, vuelva a intentarlo -pedí con ansiedad-. Sé que hay alguien ahí, pero es posible que esté dormida. Necesita despertarla.
La habitación de Lizzie estaba junto a la mía, y probablemente ahí estaría sonando el teléfono. Dije para mí en silencio: "Vamos, Lizzie… contesta".
Me pareció que habían transcurrido siglos antes de escuchar al fin su voz.
– ¿Hola? -contestó Lizzle soñolienta. La operadora le preguntó si quería aceptar una llamada de su hermano, Freddie, de Southampton. Cuando hablamos, exclamó asombrada:
– ¡Southampton! Creí que estabas en casa acostado.
– Lizzie -repuse con desesperación-, por favor ven por mí. Estuve en el agua, me estoy congelando y me golpeé la cabeza. Ven en el Fourtrak. La llave está en un gancho al lado de la puerta trasera. Por favor, ven pronto.
– ¡Dios mío! ¿A dónde?
– Dirígete a la carretera principal rumbo a Newbury, pero da vuelta hacia el sur. Es la A treinta y cuatro. Sigue las señales hasta Southampton. Cuando llegues, toma el camino hacia los muelles. Te esperaré junto a la terminal de los transbordadores -tosí convulsivamente-. Tráeme algo de ropa y dinero.
– Freddie… -se oía muy impresionada e insegura, pero en seguida se decidió-. Aguanta, muchacho. Ya viene la caballería.
Le di las gracias al vigilante nocturno y le dije que mi hermana iba a venir. Pensó que debería llamar a la policía.
– Prefiero irme a casa -repuse. La fuente de mis problemas no se encontraba en Southampton, decidí, sino en Pixhill, en mi granja, debajo de mis camiones, en mi empresa. Quería irme a casa para tratar de resolverlos.
Capítulo 7
LIZZIE, FIEL A su palabra, llegó pronto a rescatar a su hermano menor.
El vigilante nocturno me permitió que pasara el mayor tiempo de la espera en su cuarto de guardia sin calefacción, incluso me preparó una taza de té para aliviar mis escalofríos. A las dos me indicó que tenía que marcharme, ya que era hora de hacer su ronda, así que le di las gracias y caminé a lo largo de la carretera hasta la terminal de los transbordadores. Me acuclillé en la acera a un extremo del edificio, me apoyé contra la pared y me abracé las rodillas.
Mi hermana llegó en el Fourtrak, bajó la velocidad, avanzó titubeante por la zona de estacionamiento y por fin se detuvo. Como pude, me puse de pie, sosteniéndome de la pared. Lizzie me vio y corrió hacia mí sobresaltada.
– ¡Freddie!
– No creo que me vea tan mal -protesté.
No respondió cómo me veía. Pasó uno de mis brazos por el hombro de ella y caminó conmigo hasta el Fourtrak. Una vez adentro, me quité toda la ropa mojada y me puse la seca, unas botas forradas de vellón y una chaqueta acolchada muy abrigadora. Cuando Lizzie entraba en acción, no hacía nada a medias.
Me llevó a casa de regreso por el camino que había venido. Me lanzaba miradas rápidas a cada minuto. Poco a poco se mitigaron los estremecimientos y temblores del cuerpo, ocasionados por el frío, pero junto con el calor me invadió un cansancio abrumador, de modo que todo lo que quería era acostarme y dormir.
– ¿Pero qué sucedió? -preguntó inquieta Lizzie-. Dijiste que sólo ibas a la granja a cerrar las puertas.
– ¿Ah sí? Bueno… alguien me golpeó en la cabeza.