– ¡Freddie! ¿Quién fue?
– No lo sé. Cuando desperté me estaban arrojando al agua. En realidad, ¡qué bueno que me desperté!
Como era predecible, Lizzie se horrorizó.
– No es hora para hacer bromas.
– Más me vale -repliqué-. Todo lo que recuerdo es que escuché a alguien que decía: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse".
– ¿Reconociste la voz?
– No. Aunque tenía que haber dos personas por lo menos.
– Tendrás que dar aviso a la policía -observó Lizzie.
Me pregunté en qué me beneficiaría si me molestaba en notificar a la policía. No era posible que me custodiaran día y noche ni tampoco querrían hacerlo.
Tomarían mi declaración. Podría decirles que, puesto que cinco minutos antes yo no sabía que iba a ir a la granja, no me habían tendido premeditadamente ningún tipo de emboscada. Había llegado cuando no me esperaban y con astucia me habían impedido descubrir quién se encontraba ahí y qué estaba haciendo.
Llevarme a Southampton tenía que haber sido un hecho igualmente impulsivo. Arrojarme al agua vivo, aunque en apariencia inconsciente, significaba que no les importaba gran cosa si sobrevivía o moría; era casi como si no hubieran tomado una decisión al respecto y se lo hubieran dejado al destino.
Probablemente, mucho de ese razonamiento descabellado era consecuencia del golpe. Con cautela me toqué la parte posterior de la cabeza que palpitaba; hice una mueca al hacer contacto. Tenía una protuberancia que me causaba dolor, pero no había ninguna herida ni rasponazos. Descansaría el resto de la noche, pensé, y tal vez mañana me sentiría mejor. Con eso bastaría.
El Fourtrak nos arrulló de vuelta a casa, ya que el camino era recto. Las aguas profundas más próximas a Pixhill se encontraban frente a los muelles de Southampton. Se trataba del lugar más cercano donde el flujo de la marea podía arrastrar un cadáver incluso antes del amanecer.
"Deja de pensar en eso", me dije.
Cuando Lizzie dio vuelta por el sendero de la entrada a la casa descubrimos algo absolutamente abominable, lo cual había sucedido mientras estuvimos fuera.
Habían estrellado a toda velocidad mi Jaguar XJS, mi maravilloso auto, contra el Robinson 22 de Lizzie. Las dos hermosas máquinas estaban enmarañadas, unidas en un abrazo metálico, ambas retorcidas y aplastadas. El capote abombado del Jaguar estaba incrustado en la cabina del helicóptero.
Lizzie frenó bruscamente y permaneció sentada, con la mano sobre la boca, estupefacta, sin creer lo que veía. Bajé con lentitud del asiento del pasajero y caminé hacia el desastre, pero no había nada qué hacer. Necesitaríamos una grúa y un camión remolcador para separar esa unión de lámina.
Regresé con Lizzie, que se encontraba de pie sobre el asfalto. Le pasé el brazo alrededor de los hombros. Sollozó amargamente contra mi pecho.
– ¿Por qué? -se sofocó al hablar-. Siento una ira que creo que me va a hacer estallar.
No tenía respuesta alguna, sólo sentía dolor por ella y por mí, por la destrucción absurda. Pensé en silencio que por lo menos estábamos vivos aunque, en mi caso, por poco y no lo logro.
Sugerí:
– Lizzie, ven conmigo. Vamos adentro a beber un trago.
Mi hermana caminó a mi lado, contrayéndose espasmódicamente, y nos dirigimos a la puerta trasera.
La puerta tenía un vidrio roto.
– ¡Oh, no! -gimió Lizzie-. La dejé cerrada.
Teníamos que enfrentarlo. Entré preocupado en la sala y traté de encender la luz. Habían arrancado el interruptor de la pared. Sólo bajo la luz de la Luna pude contemplar la devastación.
Conjeturé que lo habían hecho, en medio de un arranque de locura, con un hacha. Las cosas no solamente estaban rotas, sino también tasajeadas. Había suficiente luz para distinguir los tajos en los muebles, las lámparas de mesa destrozadas, el televisor arruinado, el monitor de la computadora partido en dos. Las fotografías enmarcadas de mis tiempos de jockey habían sido arrancadas de la pared y no tenían reparación. La colección excepcional de aves de porcelana de mi madre había pasado a la historia. Fue lo que más le dolió a Lizzie. Se sentó en el piso, con el rostro bañado en lágrimas, al tiempo que se llevaba a los labios los fragmentos lastimosos e irreparables, como para confortarlos.
Deambulé triste por el resto de la casa, sin embargo no habían invadido las otras habitaciones: sólo el corazón de mi hogar, exactamente donde yo vivía.
El teléfono sobre mi escritorio no volvería a sonar. La máquina contestadora estaba partida en dos. Salí al teléfono que se encontraba en el Fourtrak y desperté a Sandy Smith.
– Lo siento -musité.
El alguacil llegó en su auto, llevaba el uniforme puesto sobre la piyama. Contempló asombrado la amalgama del Jaguar y el helicóptero y entró en la casa con una linterna.
El haz de luz iluminó a Lizzie, las aves, las lágrimas.
– Acabaron con el lugar -me dijo incrédulo Sandy-. ¿Tienes alguna idea de quién lo hizo?
– No.
– Vandalismo -sugirió-. ¡Qué terrible!
Me invadió la consternación, el corazón me latía violentamente. Le pedí que me llevara a la granja. Estuvo de acuerdo en ir de inmediato. Lizzie se puso de pie y dijo que vendría con nosotros.
Fuimos en el auto de Sandy, las luces destellaban, aunque la sirena estaba silenciosa. Las rejas de la granja aún estaban abiertas, aunque para mi alivio, los camiones se encontraban intactos.
Las oficinas se hallaban cerradas. Hacía mucho tiempo que mis llaves habían desaparecido, pero, al mirar en medio de la penumbra por las ventanas, las habitaciones parecían estar en orden. Me dirigí al granero. Nada se veía fuera de lugar. Regresé con Sandy y Lizzie y les informé: no había daños ni nadie en las cercanías.
Sandy me clavó la mirada, extrañado.
– La señorita Croft -comentó- me dice que esta noche alguien trató de asesinarle.
– ¡Lizzie! -protesté.
– Tuve que decírselo -repuso ella.
– No tengo la certeza de que en realidad alguien haya tratado de matarme -proseguí. Luego le conté a Sandy en unas cuantas palabras lo que me había sucedido en Southampton-. Tal vez la razón para alejarme de aquí era ganar tiempo para atacar mi casa.
Sandy Smith meditó sobre lo que había pasado esa noche y anunció que, considerando todo lo sucedido, sería mejor dar aviso al cuartel general.
Me encogí de hombros y me apoyé en su auto mientras él hablaba por teléfono. No, decía, nadie había muerto, no había heridos, el daño era a la propiedad. Escuchó con atención las instrucciones, que me confió después. Dos detectives vestidos de civil llegarían en su momento.
– ¿Por qué dijo usted que no había heridos? -Lizzie parecía indignada-. Freddie está lesionado.
Sandy me contempló desde su vasta experiencia.
– Herido, para él, significa tener ambas piernas rotas y las entrañas de fuera -comenté.
– ¡Hombres! -protestó Lizzie.
Sandy me preguntó:
– ¿Quieres que llame al doctor Farway?
– No.
Escuchó mi respuesta enfática y le sonrió a Lizzie.
– ¿Ya lo ve?
La puerta lateral de la casa de Harvey daba directamente a la granja. Mi asistente salió angustiado, tratando de ponerse a toda prisa unos pantalones vaqueros.
– ¡Freddie! ¡Sandy! Uno de mis hijos me despertó para decirme que había visto una patrulla cerca de los camiones. ¿Qué sucedió?
– Unos vándalos asaltaron mi casa -le expliqué-. Venimos a ver si habían pasado por aquí también, pero no es así.
Harvey pareció preocuparse más.
– Hice una ronda alrededor de las diez de la noche -comentó-. Todo estaba bien. Cerré las rejas. Ya habían llegado todos.
– Mmm -repuse-. ¿No oíste nada una hora más tarde?
Negó con la cabeza.
– ¿Por qué?
– Vine apenas unos minutos después de las once. Las puertas se hallaban abiertas y había un merodeador. No llegué lo suficientemente cerca para ver si se trataba de alguien conocido.