Esa mañana del domingo había sido cuando encendieron la computadora para activar el virus Miguel Ángel. El Trotador no entendía nada de computadoras. Realmente no importaba qué había visto en la oficina, sino a quién.
DE CAMINO del Aeropuerto de Heathrow a casa, llamé por teléfono a Isobel y me disculpé por lo tarde que era.
– No te preocupes -respondió. Todo había salido perfecto durante el día. Aziz y Dave regresaron bien de Irlanda, pero Aziz comentó que Dave estaba un tanto indispuesto. Tal vez, comentó, le estaba dando gripe.
– Me enteré que vas a ir a comer con los Watermead mañana -comentó amablemente Isobel-. Voy a seguir con las reservaciones, ¿te parece bien?
– Sí, por favor -repuse agradecido-. ¿Quién te dijo?
– La misma Tessa Watermead. Pasó por aquí. Le enseñé algunas cosas. Estás de acuerdo, ¿verdad?
– Sí, claro.
Guggenheim, sentado a mi lado en el Fourtrak, repudió mi sugerencia respecto de detenernos a comer. Afirmó que Peterman necesitaba la tetraciclina tan pronto como fuera posible.
Para el pobre de Peterman, sin embargo, ya resultaba demasiado tarde. Cuando salimos al jardín envuelto en la oscuridad, mi antiguo compañero estaba tirado en las sombras, la inmovilidad de la muerte era inconfundible. Guggenheim se lamentó por su propia carrera; yo, por el recuerdo de las carreras de antaño y la velocidad de un gran caballo.
Guggenheim había traído una aspiradora manual de baterías para encontrar las garrapatas. Hizo su mejor esfuerzo, recorrió el cuerpo de Peterman, pero los restos recolectados lo desilusionaron profundamente. Se inclinó sobre el microscopio en la cocina, al tiempo que emitía unos débiles gemidos de desesperación.
– Nada. Nada. Debe de haberse traído todas en el jabón -su voz sonaba como si yo hubiera echado a perder todo a propósito.
– ¿Quiere un trago? -sugerí.
– El alcohol es irrelevante -repuso.
Sin embargo, me serví uno, y después de un momento me quitó la botella de la mano y llenó a medias el vaso que había colocado en la mesa para él.
– Es anestesia para las causas perdidas -observó-, El portador de la Ehrlichiae risticii es brutalmente evasivo. Supongo que no lo comprende.
– Sí comprendo, ¿sabe? Voy a intentar conseguirle algunas garrapatas más.
Encontramos una especie de cena en el refrigerador y en la alacena y luego se fue a dormir en silencio y toda la noche a la habitación de Lizzie.
Por la mañana, telefoneé a John Tigwood para informarle que Peterman había muerto. La voz de Tigwood, pomposa y engolada como siempre, sonaba irritable y a la defensiva.
– Marigold English se quejó de que el caballo estaba enfermo y me aseguró que tenía garrapatas.
– ¡Disparates! ¡Es totalmente absurdo! No quiero que ella o tú vayan por ahí esparciendo esos rumores maliciosos.
Percibí con claridad que temía que todo su tinglado se derrumbara si nadie quería ya dar albergue a los caballos viejos. Tenía una razón tan poderosa como yo para querer mantener en secreto todo el asunto.
– El animal está ahora en mi casa -repuse-. Si quieres llama a los descuartizadores para que vengan por él.
– Sí -convino.
Ambos colgamos el auricular.
Guggenheim, abatido, miraba fijamente por la ventana.
– Será mejor que regrese a Edimburgo -comentó-. A menos que haya otros caballos enfermos.
– Lo averiguaré hoy, a la hora de la comida. Todos los chismes y novedades de Pixhill estarán disponibles a esa hora, en casa de Michael Watermead.
Sugirió que, si yo estaba de acuerdo, se quedaría hasta después de eso y luego se marcharía. Estuve de acuerdo aunque, desde luego, le indiqué que podría regresar de inmediato si algo importante se presentaba.
No podía creer, según afirmó, el estado de mi sala tajada por un hacha. Yo contesté que el responsable del hecho; andaba suelto en alguna parte, y que todavía tenía el arma en su poder.
– Pero, ¿no está… bueno… asustado? -preguntó.
– Soy precavido -repuse-. Por eso no lo llevo conmigo a la comida. No quiero que nadie aquí sepa que conozco a un científico, especialmente a uno que es experto en garrapatas. Espero que no le moleste.
– Por supuesto que no -miró la habitación y se estremeció.
Lo llevé a la granja, a pesar de todo, y le mostré los camiones para transportar caballos, que lo impresionaron. Después me fui a la comida de los Watermead.
Maudie me saludó con afecto y Michael con calidez.
La mayoría de los invitados habituales se encontraba ahí, incluyendo a los Usher y a Bruce Farway. Los niños pequeños no estaban, ya que habían ido a pasar el fin de semana con Susan y Hugh Palmerstone. Me di cuenta de que tenía la secreta esperanza de ver a Cinders nuevamente en casa de los Watermead.
Le pregunté a Michael si ya había aceptado a alguno de los caballos viejos.
– A dos -respondió, al tiempo que asentía-. Son muy inquietos. Todo el tiempo trotan por el fondo del potrero como si fueran caballos de dos años.
Le hice la misma pregunta a Dot y dio una respuesta diferente.
– Benyi dice que podemos posponer este asunto con Tigwood por unos cuantos días. No sé qué le sucede, en realidad es extraño que haya accedido a mi petición. Detesto tener cerca de casa a esos caballos viejos.
El veterinario que les había dado el visto bueno a mis pasajeros geriátricos también se encontraba entre los asistentes; estaba comparando notas con Bruce Farway.
– Supe que los descuartizadores fueron a tu casa -comentó el veterinario.
– Uno de los caballos viejos que trajimos se murió -repuse con resignación-. Alguien más ha tenido problemas? ¿A uno de sus caballos se le contagió el bicho del año pasado?
– No, gracias a Dios.
– ¿De qué bicho del año pasado está hablando? -preguntó preocupado Bruce Farway.
El veterinario respondió:
– Una infección no especificada. Les dio fiebre. Les prescribí algunos antibióticos y se recuperaron -frunció el entrecejo-. Nos preocupó, en realidad, porque todos esos caballos perdieron condición y velocidad después de estar enfermos. Aunque, gracias al cielo, no se propagó.
Lorna, la hermana de Maudie, se acercó a Farway, dando a entender que ella también era dueña. Me alejé de ellos, segregado, en cierta forma, por todo lo que había descubierto mientras me preguntaba qué más ignoraba.
Ed, el hermano de Tessa, se hallaba solo y malhumorado. Traté de animarlo.
– ¿Recuerdas el comentario que nos dejó pasmados a todos la semana pasada? Acerca de que Jericho Rich acosó a Tessa.
– Es verdad lo que dije -insistió a la defensiva.
– No lo dudo.
– La estaba manoseando. Yo lo vi. Tessa lo abofeteó.
– ¿En verdad?
– Jericho Rich le echó pestes y la amenazó con llevarse sus caballos. Tessa le respondió que si lo hacía, iba a vengarse. Es una tonta. ¿Cómo podría desquitarse de un hombre así?
Más tarde, me senté junto a Maudie durante la comida, pero no quedaba mucho de la diversión que había encontrado en su mesa hacía una semana. Maudie lo percibió y trató de disipar mi tristeza, aunque me fui después de] café, sin lamentarlo.
Le informé a Guggenheim que no había ningún caballo que tuviera fiebre en Pixhill, y lo llevé al aeropuerto. De camino a casa me detuve a cargar gasolina y, después de pensarlo un poco, telefoneé a Nina.
– Deberás traer un paracaídas cuando te presentes a trabajar mañana -advertí.
– ¿Qué?
– Para que puedas aterrizar detrás de las líneas enemigas en la Francia ocupada.
– ¿Se trata del golpe que te dieron? ¡Ojalá me explicaras!
– ¿Puedo verte en alguna parte? ¿Qué te parece el Cotswold Gateway? Llegaré antes de las seis.
– Está bien.
Entonces cambié de rumbo y conduje al noroeste; hora y media más tarde llegué al hotel grande y anticuado que se encontraba en la carretera principal A40. Ella ya estaba ahí cuando llegué. Era la Nina auténtica, la de personalidad atrayente, no la versión esmirriada y ordinaria.