Me dormí.
Las tres de la mañana. Las cuatro. La medianoche transcurrió, mientras tenía los ojos cerrados.
Cuando llegó, se oyó el chasquido del candado y el sonido que hizo al golpear contra la cadena. Me desperté por completo.
La inconfundible silueta del corte de pelo de Lewis pasó entre la luz exterior y yo. Llevaba una maleta informe, sin vacilar se dirigió hacia su camión, se recostó en el suelo y desapareció e vista.
Permaneció abajo durante un tiempo largo, según me pareció, hasta que empecé a pensar si se había marchado sin que me diera cuenta. Pero de repente, ahí estaba, de pie; luego regresó con su maleta a la puerta principal.
Se fue.
Me quedé sentado otra media hora, no sólo porque quería cerciorarme de que no había vuelto, sino debido a mi resistencia para enfrentarme a lo que seguía.
Sé que las fobias son irracionales y estúpidas. Las fobias paralizan, el miedo petrifica de manera muy real.
Salí lentamente de la vieja camioneta, tomé la linterna, traté de pensar en las carreras de caballos, en cualquier cosa, y me acosté boca arriba al lado del camión de Lewis, en el lugar donde se localizaban los tanques de combustible. A las estrellas frías en el cielo no les importaba que yo sudara, y mi valor disminuyó hasta hacerse del tamaño de una hormiga. Coloqué el hombro y la cadera contra el piso y me arrastré de lado hasta que me encontré totalmente bajo las toneladas de acero y, por supuesto, éstas no se me vinieron encima, estaban suspendidas sobre mí, inmóviles e impasibles. Me detuve debajo de los tanques de combustible y sentí que un sudor estúpido me escurría por el rostro. Casi me invadió el pánico cuando intenté levantar la mano para limpiarme el sudor y en lugar de ello golpeé el metal.
Había decidido estar en el sitio donde me encontraba. Deja de temblar, me dije, y prosigue con el asunto en cuestión.
Sí, Freddie.
Palpé y encontré el extremo del recipiente sobre el tanque posterior de combustible. Lo destornillé y lo coloqué en el suelo. Luego encendí la linterna y levanté la cabeza para mirar el interior del recipiente.
El cabello rozó el metal. Toneladas de acero. Casi no podía respirar y mi corazón latía con fuerza. Había desafiado a la muerte en las carreras miles de veces. Nada había sido como esto.
Con un temblor incontenible, metí la linterna en el tubo para poder observar mejor. Unos destellos de luz aparecieron sobre el recipiente y mostraban el costado inferior del camión. Los destellos provenían de unos agujeros hechos en el tubo. ¡Ahí estaban unos respiraderos!
Me asomé directamente en el tubo, la cabeza golpeó con fuerza nuevamente contra el metal. En lo profundo del tubo algo se movió. Un ojo brilló con vivacidad. El conejo parecía estar tranquilo dentro de la madriguera de metal.
Apagué la linterna, atornillé el extremo otra vez en el tubo y me arrastré nuevamente al aire libre de la noche. Me quedé un momento tendido sobre el suelo duro, el corazón se me salía, me sentía muy avergonzado de mí mismo. Nada, pensé, nada me obligaría a volver a hacer algo así jamás.
POR LA MAÑANA, la vida en la granja parecía transcurrir normalmente. Lewis se molestó porque había asignado a Nina para viajar con él en lugar de Dave.
– Dave no se sentía muy bien el sábado -expliqué-. No voy a correr el riesgo de que se enferme de gripe en Italia.
Nina llegó, parecía el epítome de la fragilidad femenina, bostezó artísticamente y se estiró. Pensativo, Lewis la observó, sin embargo no puso mayores objeciones.
Ambos fueron a recoger su equipo de viaje con Isobel y revisaron los requisitos de papeleo con ella. Cuando Lewis fue al baño, tuve un momento para susurrar al oído de Nina.
– Llevas una “langosta” en el camión.
Con ojos dilatados, preguntó:
– ¿Cómo lo sabes?
– La vi llegar alrededor de las cinco de la madrugada.
– De manera que por eso…
Lewis reapareció y señaló que si querían tomar el transbordador, sería mejor que se pusieran ya en marcha.
– Llamen a casa -aconsejé.
– ¡Claro! -asintió él sin dificultad. Condujo el camión hacia la salida, parecía como si nada en el mundo lo preocupara. Esperé en Dios que Nina regresara a salvo.
Desde el punto de vista del negocio, ése no era un día abrumadoramente ocupado, pero los policías vestidos de civil llegaron con ojos penetrantes a hacerse cargo del lugar antes de las nueve.
Instalaron su cuarto de entrevistas en mi oficina. Despojado de mi lugar de labores, fui a sentarme con Isobel a verla trabajar.
Sandy llegó en su patrulla. Llevaba puesto su uniforme y todavía se sentía confuso acerca de sus lealtades.
– Diles acerca de los recipientes -espetó-. Yo no lo hice.
– Gracias, Sandy.
En todo caso, sus colegas habían averiguado lo de los recipientes porque el dueño de la taberna ya se los había dicho y quisieron inspeccionarlos. Estuve de acuerdo, aunque les informé que Phil no regresaría sino hasta la noche.
Isobel dijo, por su parte, que Lewis había llegado a buena hora para tomar el transbordador, y que ya estaba en Francia. Metafóricamente, me mordí las uñas.
La policía entrevistó a todos los que se encontraban al alcance de su mano y pasó algún tiempo deslizándose dentro y fuera de los camiones. Cuando Phil volvió, retiraron el tubo y se lo llevaron para examinarlo.
Conduje a casa. El pequeño helicóptero había desaparecido. Mi pobre automóvil aplastado se había quedado solo, en espera de la grúa que iba a llegar por la mañana. Le di unas palmadas. Fue tonto, en realidad. Era el final de gran parte de mi vida. No había opción, tuve que decir adiós.
Me acosté temprano, pero estaba inquieto.
Por la mañana Lewis le avisó a Isobel que ya habían cruzado el túnel del Mont Blanc y que recogerían al potro antes del mediodía. Dejé de morderme las uñas sólo metafóricamente.
Al mediodía, Lewis reportó que el potro de Benyi Usher era incontrolable.
– No voy a llevarlo -advirtió-. Es un animal salvaje. Va a dañar el camión. Tendrá que quedarse aquí.
– Déjame hablar con Nina -pedí.
Ella se puso al teléfono.
– El potro está muy asustado. No deja de echarse y de lanzar coces. Dame una hora.
– Muy bien -me senté a ver el reloj.
Después de una hora, Lewis volvió a telefonear.
– Nina considera que el potro sufre de claustrofobia. Enloquece si tratamos de encerrarlo en un solo establo. Ya lo calmó, pero se encuentra suelto en el corral grande, como el que disponemos para transportar a una yegua con su potrillo. Nina abrió las ventanas. ¿Qué opinas?
– Es tu decisión -repuse.
– Muy bien. Voy a intentarlo -parecía indeciso-. Pero si vuelve a ponerse como loco, voy a tener que cancelar el viaje.
– Me parece bien.
Esperé. Transcurrió otra hora.
– Ya deben estar en camino -comentó Isobel, despreocupada. Una hora más. No teníamos noticias.
– Voy a ver a Michael Watermead -le avisé a Isobel-. Llama al teléfono portátil del auto si Lewis se reporta.
Ella asintió con la cabeza y me dirigí en la camioneta a la casa de Michael, al tiempo que trataba de discernir la mejor manera de informarle algo que no iba a querer escuchar.
Se sorprendió al verme.
– ¡Hola! -saludó-. ¿Qué se te ofrece? Pasa.
Me llevó a una sala pequeña y confortable, no al salón grande e imponente en el que se servían los cócteles de champaña durante las comidas de los domingos. Había estado leyendo el periódico, que se encontraba desparramado en el sillón cercano. Lo juntó de manera brusca para hacer un espacio a fin de que me sentara.
– Maudie salió -con un ademán me invitó a tomar asiento era evidente que Michael esperaba que yo iniciara la conversación. Por dónde empezar, ése era el problema.
– ¿Recuerdas al hombre que murió en uno de mis camiones? No quisiera molestarle con este asunto, pero es algo que necesito aclarar ahora.