– Te diré todo lo que has estado haciendo -comenté-. Benyi Usher es el dueño de una caballeriza en Francia. El año pasado descubrió que los caballos se enfermaban de una fiebre extraña que transmitían las garrapatas. Pensó que sería una buena idea contagiar de la enfermedad a unos cuantos caballos aquí para quitar obstáculos de su camino y conseguir los triunfos que de otra manera no obtendría. El problema era cómo traer las garrapatas a Inglaterra. Primero intentaste hacerlo en jabón, que llevabas en una caja registradora adosada al camión que conducías en ese tiempo. Las garrapatas no sobrevivieron al viaje. Era necesario encontrar una nueva manera para transportarlas: un animal podía ser la solución. Tal vez un conejo. ¿Cómo voy?
Absoluto silencio.
– Te ocupabas de atender a los conejos de los Watermead. Perfecto. Pensaste que no extrañarían a uno o dos, pero sí lo hicieron. De todos modos, el año pasado, cuando conducías el camión para cuatro caballos de Pat, fuiste a Francia al Écurie Bonne Chance, el lugar que Benjamín Usher posee en las afueras de Belley, y le pasaste las garrapatas a un conejo. Lo trajiste de regreso y frotaste las garrapatas del conejo en dos caballos viejos que Benjamín tenía en un corral frente a la ventana del salón. Y aunque uno de ellos murió, tenían un cultivo floreciente de garrapatas en el otro, listas para transferirse al caballo que Benyi decidiera y al que tú pudieras acercarte al llevarlo a los hipódromos.
Me inquietó no saber cómo se vería una persona que estuviera a punto de sufrir un ataque al corazón.
– Empero, las garrapatas son impredecibles -continué- y, al final, es probable que simplemente desaparezcan, así que en agosto fuiste otra vez a Francia, en esa ocasión te llevaste el camión que Phil conduce ahora. Pero, entonces, todas las cosas salieron mal. La tapa se destornilló del tubo, tal vez debido a la vibración. Antes de que pudieras hacer algo, el conejo se cayó en el foso de inspección y murió. El Trotador lo arrojó a la basura con todo y las garrapatas.
Silencio sepulcral.
– De tal manera que en este año -continué con mi explicación- fuiste en el nuevo super seis a recoger los caballos de dos años de Michael Watermead y te llevaste a uno de sus conejos. Las garrapatas regresaron vivas y las transferiste al viejo caballo Peterman. Sólo que fue Marigold English quien recibió a Peterman, y no Benjamín Usher, y Peterman murió. Las garrapatas murieron en seguida. La temporada de pista plana está a punto de comenzar, así que te pusiste en marcha con el conejo para ir por el potro de Benyi Usher a Milán. En el camino de regreso te detuviste en el Écurie Bonne Chance. Dime, ¿qué apostarías a que en el recipiente entubado debajo del camión vamos a encontrar un conejo infestado con garrapatas?
Más silencio.
– ¿Por qué no pasaste las garrapatas directamente sobre el potro de Benjamín?
– Quiere que vuelva a correr cuando sus patas sanen.
La confesión brotó sin ningún esfuerzo. La voz de Lewis se escuchó ronca. Ni siquiera intentó protestar por su inocencia.
– Así que ahora -proseguí- vamos a llevar al conejo directamente a Centaur Care, donde aguardan los dos caballos viejos destinados a las caballerizas de Benyi. Esta vez no vas a tener que sacar el conejo del tubo a las once de la noche ni tampoco tendrás que golpearme en la cabeza cuando te atrape en el proceso.
– Yo nunca -reclamó furioso-, nunca te golpeé.
– Pero sí me tiraste al agua. Y fuiste tú el que mencionó: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse".
Una vez pasada cierta consternación, noté que Lewis había llegado a un estado de angustia en el que haría cualquier cosa por salvar el pellejo.
– Es que necesitaba ese dinero… -explicó-, lo quiero para la educación de mi hijo.
"Un golpe más, pensé, y pronto empezará a cantar".
Le pregunté:
– Si tuvieras que elegir, ¿preferirías conducir a Irkab Alhawa al Derby y quizá traerlo de regreso como un campeón? O bien, ¿te parecería mejor infectarle con garrapatas para evitar que pudiera siquiera correr?
– ¡El nunca haría eso! -respondió. El rostro de Lewis reveló un genuino terror.
– Es un hombre violento y malvado -afirmé-, así que dime, ¿por qué no iba a hacerlo?
– ¡No! -me miró con fijeza, aunque recapacitando tardíamente-. ¿De quién estás hablando?
– De John Tigwood, por supuesto.
Lewis cerró los ojos.
– La recompensa de Benyi es ganar -continué explicando-. La tuya es el dinero. La de Tigwood, poder arruinar los logros de cualquier otra persona.
Ganar por medio del engaño. Ambición por los hijos. Maldad y poder destructivo que se disfrutan en secreto. Para cada uno de ellos, ésa era su fuerza vital.
– ¿Benyi Usher le paga a Tigwood?
Lewis se veía descompuesto.
– Le da una parte de lo que gana en una de esas alcancías recolectoras, lo hace abiertamente, en público.
Después de una pausa, le pedí:
– Dime lo que sucedió la noche que me arrojaron al mar.
Lewis me miró, tenía los ojos hundidos en sus cuencas.
– Comprende, estaba enloquecido. Hablaba de que tú habías conseguido todo de manera muy fácil. Ahí estabas, dijo, con tu casa, tu dinero, tu apariencia física y a todo el mundo le simpatizabas. Te odia de manera absoluta. ¿Sabes? sentí náuseas, pero supuse que tal vez podría volverse en mi contra si me oponía, así que le seguí la corriente… Él tenía el hacha en su automóvil…
– ¿Me golpeó con, el hacha? -pregunté incrédulo.
– No. Te pegó con una vieja y oxidada máquina para desmontar neumáticos. Tenía muchas herramientas en su automóvil. Cuando te golpeó, te metimos en el maletero de mi auto y me ordenó que nos dirigiéramos a los muelles. Hablaste algo, como en una especie de delirio, cuando llegamos. Nunca tuve la intención de asesinarte. ¡Es verdad!
– De manera que regresaron de Southampton -proseguí-, sacaron el hacha y destruyeron toda mi casa, mi automóvil y también el helicóptero de mi hermana.
– Él lo hizo. De verdad que él lo hizo. Gritaba, desvariaba y se reía. Es endemoniadamente fuerte. Te digo que yo estaba paralizado por el miedo.
Con pesar, puse en marcha el motor nuevamente.
– ¡Oye! -exclamó Lewis sorprendido- ¿Cómo te enteraste acerca de los viajes? Me advirtió que borraría todos los registros de la computadora el domingo con un virus llamado Miguel Ángel o algo así, y que yo no debía preocuparme en absoluto.
– Tenía copias -respondí sucintamente.
John Tigwood estaba en la taberna la noche que todos habían escuchado al Trotador decir que había descubierto los recipientes secretos. Por despecho, debía de haber hurtado las herramientas del Trotador. Después, si el Trotador había visto a Tigwood manipulando mi computadora el domingo… Pude imaginar a Tigwood cuando se dirigía a su automóvil por la máquina para desmontar neumáticos del propio Trotador, caminar al granero detrás de él y lanzar un solo golpe letal.
Liberé el freno y me puse en marcha por el camino.
– Supongo -aventuré- que fue el mismo Tigwood, al leer todos esas revistas médicas, el que descubrió lo de las garrapatas. Y el que sabía también lo que se necesitaba para traer el virus de Yorkshire por encargo de Tessa Watermead.
Lewis se quedó otra vez sin habla. Lo miré.
Le advertí:
– No tienes muchas probabilidades si no estás dispuesto a testificar. Tessa nos contó a mí y a su padre lo que hiciste.
Entonces llamé por teléfono a Sandy Smith y lo invité a ir en su patrulla a Centaur Care.
– Trae tus esposas -sugerí.
Lewis se tardó un kilómetro y medio, lento y doloroso, para poder decidirse, pero cuando cruzamos las rejas de las oficinas centrales de una desafortunada obra de caridad a punto de derrumbarse, repuso, mascullando: