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– ¿Por qué el "fuego", pues? -dijo.

Hablaba en su propia jerga cockney rimada; yo, en realidad, siempre había pensado que el mismo Trotador urdía la mayor parte de esas expresiones aunque ya me había acostumbrado a su forma de hablar. Cuando decía "fuego", teníamos que entender "fuego" y "quema": problema.

– Revisa muy bien, por favor -le respondí-. Mira debajo del camión y asegúrate de que no haya fugas o alguna carga adicional.

Lo observé mientras revisaba a conciencia el motor, su mirada era ágil, los dedos, delicados.

– Todo está bien -comentó.

Se dirigió a su camioneta y sacó de allí una tarima. Se colocó boca arriba encima de ella y se deslizó por debajo del camión.

– Cuando termines, estaré en la casa -señalé.

– ¿Debo buscar algo en particular?

– Sólo algo que no comprendas. Han ocurrido un par de cosas extrañas, así que…

– ¿Te refieres al que estiró la pata"?

– En parte -respondí-. Muévete, Trotador, debo tener este camión limpio y en camino dentro de una hora.

El hombre se acostó y desapareció de la vista confiadamente debajo de diez o más toneladas de acero. Tan sólo de pensarlo me ocasionaba una especie de claustrofobia, asunto que el Trotador conocía, pero que perdonaba con arrogancia.

Regresé a la casa y Harvey llamó por teléfono.

– Dave va camino a verte en este momento -dijo con agitación-. Pero me contó que Brett está empacando sus maletas.

– ¿Que está haciendo qué?

– Según dice Dave, Brett sabe que su período a prueba de tres meses está por concluir y que no piensas retenerlo. Así que va a salirse antes. De esa forma puede alardear que él renunció y que no digan que lo echaste.

– Por mí, el tipo puede seguir adelante. El problema es: ¿qué pasará con el transporte de Marigold? ¿Con quién más contamos?

Me di cuenta de la respuesta tan pronto como hice la pregunta. Contábamos conmigo.

– Bueno… -titubeó.

– Sí, muy bien. Lo haré yo si no hay nadie más.

– No se trata solamente del trayecto de ida y vuelta a Salisbury Plain -prosiguió Harvey con desconsuelo-. Llamó la esposa de Vic para avisar que él tiene treinta y nueve grados de temperatura y que de ninguna manera conducirá a Sandown.

Este era uno de esos días.

– De acuerdo. Dame un minuto. Ya me llegará la inspiración.

Harvey rió.

– Apúrate -me contestó y colgó.

Salí hasta donde estaba el camión para nueve caballos y llamé a gritos al Trotador. Un par de botas se deslizó hacia afuera, seguida de unos pantalones grasientos, un suéter del ejército asqueroso y un rostro con manchas de grasa.

– Brett nunca limpia bien. No tiene "mentira".

"Mentira" y "verdad", pensé, "dignidad".

– Pero tenías razón. Levantamos a un intruso -informó y agregó sonriente-. ¿Ya lo sabías? Tienes que haberlo sabido.

– No, no lo sabía -en verdad, tampoco me sentía complacido-. ¿Qué encontraste?

– Yo diría que está adherida con un imán. Es una especie de caja de estaño. Como si fuera una gran caja registradora con la tapa hacia abajo. ¿Quieres que la saque?

– Sí. Aunque, espera un momento… mmm… tenemos tres conductores enfermos de gripe. ¿Quieres hacer una corrida, sólo para ayudarnos?

Se frotó las manos grasosas en los pantalones y vaciló. Conducir significaba lavarse y no había duda de que sucio se sentía más feliz. Rara vez le pedía que condujera.

– Yeguas de crianza, no van a las carreras -expliqué.

– ¿Va a haber una gratificación?

– ¡Claro! Si también haces trabajo normal de mantenimiento.

Se encogió de hombros, se acostó nuevamente sobre la tarima y desapareció. Volví a mi escritorio, llamé por teléfono a Harvey y le informé:

– El Trotador.

– ¿Va a conducir? -sonaba incrédulo.

– ¿Aceptó?

– Sí, a Surrey; irá con las yeguas de crianza -confirmé-. El camión de Phil es el que está en reparación, ¿no es así? Despiértalo, dile que su día libre se pospone y que necesitamos que lleve el camión de Vic a Sandown. Por favor, ven en cuanto puedas.

– Muy bien.

Dave Yates llegó montado en su bicicleta por el camino asfaltado y apoyó su transporte oxidado contra mi pila de leños. Tenía un auto, incluso más oxidado que la bicicleta, pero casi siempre estaba descompuesto. Un día, había dicho durante meses, volvería a ponerlo en circulación. Nadie le creía. Gastaba todo su dinero en los galgos.

Tocó al entrar, aunque se detuvo en la puerta de la sala. Tenía un aspecto de mártir.

– ¿Querías verme, Freddie? -preguntó con nerviosismo.

– Quiero que Brett y tú limpien ese camión. Tiene que salir a las nueve.

– Pero Brett… -se detuvo-. Harvey te dijo, ¿no es verdad? Brett dice que esperará en la puerta de la oficina por su P45, o sea su finiquito, cuando Isobel llegue; después se marchará.

– Le debo algunos salarios y pago por día festivo -repuse, sin alterarme-. Regresa a tu bicicleta y ve a decirle que voy a pagarle en efectivo en este momento, pero que no olvide que la limpieza del camión es un trabajo que debió haber realizado ayer y, que si no lo termina, la fecha de su renuncia será efectiva a partir de ayer por la mañana. No le pagaré el día, ¿entiendes?

Dave me lanzó una mirada frívola.

– Apúrate y ve a buscarlo -ordené-. Regresa tú también.

Cuando Dave se fue, encendí la computadora y llamé a la pantalla el archivo de Brett y sus asuntos. Todos los viajes que había realizado para mi empresa aparecían listados ahí, se indicaban las fechas, horarios, nombres de los caballos, gastos y observaciones También contenía sus condiciones de empleo, los días trabajados y los pagos por días festivos que había devengado. Mandé imprimir una copia con el propósito de tenerla lista para entregársela.

Observé por la ventana que el Trotador se acercaba a la casa con su característica forma de caminar; traía en las manos un objeto marrón pardusco semejante a una caja grande de zapatos. Entró en la sala y lo dejó caer sobre mi escritorio, sin tomar en cuenta ciertas consideraciones mundanas, como la suciedad.

– Me costó un trabajo endemoniado sacar esto -dijo-. El imán todavía está adherido al chasis, detrás del segundo tanque de combustible. Es muy probable que hayan usado un pegamento muy fuerte. Tuve que utilizar una máquina para desmontar neumáticos. No tenían la intención de que se moviera, te lo advierto.

– ¿Cuánto tiempo calculas que ha estado ahí?

La caja se encontraba cubierta de una capa gruesa de mugre, excepto por un parche limpio del tamaño de un plato en la cara inferior, donde había estado en contacto con el imán.

– No sé -el Trotador se encogió de hombros-. Por desgracia no estaba en un lugar que necesite inspeccionarse con demasiada frecuencia.

Tomé la caja y la sacudí. En comparación con su tamaño resultaba ligera y no había nada que sonara en su interior. Medía casi cuarenta centímetros por veinticinco y como quince centímetros de profundidad, era una caja registradora de metal gris, fuerte y pasada de moda, tenía esquinas redondeadas, una manija de retroceso y una cerradura sólida. Por supuesto, no había llave.

– ¿Puedes abrirla? ¿Sin forzarla?

El Trotador me miró de reojo.

– Podría abrir la cerradura si voy a buscar mis herramientas y tú desvías la mirada.

– Adelante, entonces.

Decidió llevar la caja a su camioneta para hacer el trabajo y, en poco tiempo, mostrando una sonrisa medrosa, regresó con la caja gris abierta.

No había nada adentro, ni siquiera un poco de polvo. Acerqué más la nariz. Sorprendentemente, el interior olía a limpio, con un olor como a talco o jabón.

– ¿Te resultó muy difícil descubrirla debajo del camión?

– Fue fácil con la tarima. Hubiera resultado más sencillo en un foso de inspección porque por poco no la veo. Está pintada del mismo color que todo lo que hay debajo del camión.