Complacida, Marigold comentó que me confiaría su siguiente carga por completo. Me miró con afabilidad y me proporcionó la lista. Pensé con satisfacción que, antes de que se acabara la jornada, se convertiría en una clienta permanente.
Con esos pensamientos provechosos, me puse en marcha de regreso a Salisbury Plain, pero el Trotador hizo añicos mi encanto a través del teléfono.
– ¡Arre, Silver! -dijo con alegría-. Tenemos otro par de "llaneros solitarios".
– Trotador, no te entiendo.
– Lapas -explicó-. Adheridas al fondo de las naves.
– ¿Dónde estás exactamente?
– Estoy aquí, en tu oficina. ¿Quieres hablar con el alguacil Sandy Smith? Aquí está.
– Aguarda -le pedí-. ¿Te refieres a lo mismo que creo que me quieres decir? ¿Por "llaneros solitarios" debo entender objetos extraños?
– Ya comprendiste.
– ¿Como la caja registradora?
– Parecido, pero no es idéntico -el Trotador hizo una pausa que me permitió escuchar un rumor proveniente de la voz familiar de Sandy.
– El alguacil Smith -prosiguió el Trotador- quiere saber cuándo regresarás. Dice que había una orden de arresto contra el que “estiró la pata”.
Capítulo 3
HABLÉ CON SANDY.
– ¿De qué orden de arresto hablas? ¿Por qué?
– Fraude. Falsificación de cheques. Salidas de diversos hoteles sin pagar la cuenta. Al parecer se trata de asuntos pequeños en su mayoría. Pero la policía de Nottingham lo buscaba.
– ¡Que pena! -repuse-. Por favor infórmame el resultado del examen post mortem.
– De acuerdo, pero no espero que me lo entreguen hoy.
– Cuando sea -repliqué-. Ven a tomar un trago.
Volví a hablar con el Trotador brevemente, le pedí que se comunicara conmigo por teléfono cuando regresara de Surrey.
– Lo haré "sin cebada ni baja" -lo escuché decir al colgar Cebada y malta o baja y alta. Ya había llegado al viejo establo de Marigold cuando por fin comprendí lo que dijo. Había querido decir "sin falta".
Durante casi todo el camino estuve pensando en las lapas y me pregunté qué hacer al respecto. Creí que tal vez sería conveniente pedir consejo, así que detuve el camión en el acotamiento de la carretera, busqué en mi guía telefónica un número, me comuniqué con la sección de seguridad del jockey Club en Londres y pedí hablar con el jefe.
Los que se dedicaban de manera profesional a las carreras de caballos conocían de nombre a Patrick Venables, y la mayoría también lo conocía de vista. Los transgresores deseaban no haberlo conocido jamás. Mis pecados le habían pasado inadvertidas, por fortuna. De modo que podía acudir a él para solicitar su ayuda cuando la necesitara y era probable que me creyera.
Tuve suerte y lo encontré en su oficina, concertamos una cita para vernos afuera del cuarto de la báscula ubicado en Sandown al día siguiente.
Reanudé el viaje, cargué los caballos señalados y los conduje, junto con dos mozos de espuela, a reunirse con Marigold. Me reclamó a gritos que debería haber traído más de dos mozos de cuadra para atender nueve caballos y le expliqué que su encargado había dicho que sólo irían dos, tenía a otro que se había ido a casa porque estaba enfermo y él mismo no se sentía muy bien.
– ¡Maldita sea! -refunfuñó.
– No puedes discutir con un virus -repliqué pacíficamente. Limpié el camión, levanté las rampas y me dispuse a volver por tercera vez. Los establos se encontraban a alrededor de cincuenta kilómetros de distancia y cada trayecto me tomaba dos horas. A las siete de la noche, después de hacer dos viales más, todos los caballos, con excepción de los que no pertenecían a ninguna cuadra en particular, estaban bajo resguardo en sus nuevas caballerizas, y Marigold se veía agotada. Cuando sugerí que termináramos ese trabajo muy temprano a la mañana siguiente, la dama aceptó resignada. Vacilé y la besé en la mejilla, una familiaridad que normalmente no me hubiera atrevido a intentar, y para mi asombro, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ofrecí:
– Ha sido un día muy largo.
– Un día que he esperado… y planeado… durante años.
– Entonces me alegro de que todo haya salido bien.
Se sentía sola, percibí con gran sorpresa. La fachada de la dama inflexible era una forma valiente de jugar con las cartas que la vida le había dado.
La dejé caminando trabajosamente y dando voces reavivadas por las nuevas caballerizas. Conduje el camión a la granja, lo estacioné al lado de las bombas e hice las anotaciones correspondientes en el cuaderno de bitácora. Había hablado por teléfono con Isobel durante el día, y me informó que Jericho Rich se había presentado de improviso en su oficina, para verificar sus registros. “¡Qué desfachatez!”, pensé. También me había comunicado que una de las yeguas de crianza del Trotador había empezado a parir en el camino a Surrey y que el pobre hombre, mecánico de oficio, se había convertido, muy a su pesar, en partera. Este suceso demoraría su regreso unas cuantas horas.
Completé las anotaciones en las bitácoras, llené los tanques y trasladé el camión al rincón donde acostumbrábamos lavar la flotilla. Bajo las intensas luces exteriores tomé una manguera, limpié el camión y pasé luego un rodillo de goma por los cristales. No representó gran esfuerzo por esta ocasión, ya que el clima había estado muy seco durante todo el día. El interior me llevó más tiempo, puesto que cuarenta y cinco caballos transportados y los relevos de mozos de espuela habían dejado sus huellas. Me hallaba exhausto cuando limpié los pisos con desinfectante y aseguré los compartimientos para tenerlos listos por la mañana.
La cabina delantera estaba hecha un desastre, tapizada de envolturas arrugadas de sandwiches y otras cosas que sacaron de la gaveta que se encontraba debajo del asiento. La abrí y fui colocando cada objeto en su lugar. Los mozos de espuela habían dejado restos de comida incluso adentro del cajón. Saqué una pequeña bolsa de papel y la reemplacé con un par de mantas dobladas para caballos. La bolsa resultó más pesada de lo que esperaba y contenía, según me di cuenta, un termo y un gran paquete de sandwiches sin abrir. Bostecé y pensé en devolverlos a los mozos de cuadra de Marigold por la mañana, ya fuera que yo hiciera el último trayecto o no.
Al fin conduje el camión hasta el lugar donde se acostumbraba estacionarlo, aseguré todo con llave, tiré el saco de basura en nuestro depósito, pero llevé el termo y la bolsa al interior de las oficinas y llamé por teléfono al Trotador para averiguar dónde estaba. Dijo que se encontraba a diez minutos de la tasca. Con ello se refería a la taberna donde el Trotador acostumbraba beber cerveza con sus camaradas todas las noches. A diez minutos de la taberna significaba tal vez a doce de la granja.
– No te detengas en el e amino -advertí.
Mientras esperaba al Trotador, aproveché para revisar las notas del día en la computadora. Parecía que el único tropiezo que había presentado era que se las potrancas de Michael Watermead partieron una hora y media más tarde hacia Newmarket.
– Nigel avisó -me dijo la pantalla -que los mozos de espuela de Newmarket no se habían presentado sino hasta las diez y media. Tessa dejó un mensaje ayer donde ordenaba que el camión tenía que estar listo desde las nueve de la mañana. Nigel se puso en marcha con las potrancas a las once.
La tal Tessa era la hija de Michael Watermead, así que no rodaría la cabeza de nadie debido a ese error; las confusiones acerca del horario eran comunes.
Las luces del transporte del Trotador se asomaron entre las rejas y el camión avanzó hasta las bombas. Salí a recibirlo y lo encontré todavía tembloroso por la confrontación con la sangrienta realidad de un alumbramiento. Yo mismo había visto nacer a varios potrillos y a otros animales, aunque jamás, reflexioné ociosamente, a un bebé de carne y hueso. "¿Me habría resultado una experiencia más traumática?", me pregunté. Cuando nació mi única hija yo no estaba presente. Su madre había persuadido a otro hombre de que él era el padre y se casaron de inmediato. En algunas ocasiones los vi, junto con sus otros dos hijos más pequeños, pero mis instintos paternales no resultaban lo bastante fuertes y sabía que nunca buscaría demostrar la verdad.