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Harvey me prometió hacerlo. Regresé a casa con Sandy y Lizzie. Subí las escaleras exhausto, decidido a tomar una ducha, pero en vez de eso me acosté un minuto encima del sobrecama de tela aterciopelado, todavía llevaba las botas y la chaqueta puestas, sentí que el mundo giraba por un momento y me quedé dormido en cuestión de segundos.

No me desperté sino hasta que Lizzie me sacudió. Su voz sonaba apremiante.

– ¡Freddie! ¡Freddie! La policía está aquí.

La conciencia y el recuerdo volvieron a mí con una claridad mal recibida. Gemí:

– Diles que bajaré en cinco minutos.

Cuando Lizzie salió, me quité la ropa que había usado por la noche, rápidamente tomé una ducha, me afeité, me puse ropa limpia, me peiné y, cuando menos en la apariencia externa, empecé a verme como el señor Freddie Croft,

La sala no se veía mejor bajo la luz opalina del amanecer. Recorrí desastre por desastre con los policías, que no eran los mismos que habían venido para el caso del Trotador. Éstos eran más viejos, más cansados y no se impresionaron con mis problemas, más bien parecían insinuar que yo mismo me los había acarreado. Respondí a sus preguntas con monosílabos, en parte por el malestar que sentía, pero principalmente por desconocimiento.

No, no sabía quién había causado todos los daños.

Tampoco sabía de nadie que tuviera una querella de negocios en mi contra.

¿Había despedido a algún trabajador? No. Pero uno de ellos se había marchado recientemente.

Debía de tener algunos enemigos, plantearon. Todo el mundo los tenía.

Bueno, medité al tiempo que pensaba en Hugo Palmerstone, no tenía enemigos personales que supieran con certeza que mi casa estaba sola ese día a las dos de la madrugada. A menos, por supuesto, que me golpearan en la cabeza…

¿Habían robado algo?

La pregunta me detuvo en seco. Habían destruido tantas cosas que no se me había ocurrido pensar en el hurto. No había tenido oportunidad, aclaré sin convicción, de revisar mi caja fuerte. Los policías se mostraron incrédulos de que no la hubiera revisado primero que nada.

– No hay mucho dinero -repuse-. Menos de mil.

La caja fuerte se encontraba detrás de mi escritorio, su cubierta metálica contra incendio se disimulaba por un gabinete de madera. La chapa de combinación había sido cortada con el mismo instrumento filoso como todo lo demás. La cerradura había resistido el asalto, aunque su mecanismo estaba trabado.

– No robaron absolutamente nada -expliqué-. Sin embargo, la caja fuerte no puede abrirse.

Mi propia ira, no rabiosa, inmediata y conmovedora como la de Lizzie, sino una llamarada interna de furia, que ardía lentamente, iba en aumento. Quienquiera que hubiera hecho todo esto, el que me arrojó al agua, tenía la intención de hacerme sufrir, se había propuesto hacerme sentir del modo en que me sentía. Pero no le daría el placer adicional, decidí, de oírme gritar y quejarme. Descubriría quién y por qué y después empataría el marcador.

La policía trajo a un fotógrafo, que tomó unas cuantas instantáneas y en seguida se marchó, así como a un experto en tomar huellas dactilares, quien se quedó más tiempo, pero dio su opinión en una palabra sucinta: "guantes".

La mañana parecía dislocada. Los oficiales de policía escribieron una declaración en la que asentaron en términos policíacos todo lo que habían encontrado y lo que les había dicho. La firmé en la cocina. Sandy preparó té. Los otros policías le dieron un sorbo y dijeron: gracias.

– Gracias -repuse yo también. Frívolo, a mi modo de ver.

Uno de los oficiales afirmó su suposición de que el daño causado a mi propiedad era resultado de una vendetta personal. Sugirió que yo debía considerar este punto. Me previno acerca de hacerme justicia por cuenta propia.

Contuve un arrebato de irritación y les agradecí su visita.

Cuando sus colegas se marcharon, Sandy comentó incómodo:

– Son buenos chicos, ¿sabes? Es sólo que han visto demasiado. Es difícil experimentar compasión una y otra vez. Terminamos por no sentirla.

– Tú eres un buen chico, Sandy -repliqué.

Pareció complacido y me dio a cambio su opinión.

– La gente de Pixhill te quiere bien -advirtió-. Si tuvieras enemigos tan terribles, ya me habría enterado. Supongo que lo hicieron sólo por el placer de destruir. Lo disfrutaron.

– Sí -medité unas cuantas cosas y proseguí-: ¿Recuerdas las herramientas del Trotador, las que se robaron de su camioneta? Él tenía una hacha.

Sandy prestó mucha atención a mi comentario.

– Pensé que se trataba sólo de herramientas de mecánico.

– Había una corredera y en una caja grande de plástico rojo guardaba un gato hidráulico, máquinas para desmontar neumáticos, pinzas, un inyector de grasa, todo tipo de baratijas… y un hacha, como la que usan los bomberos, y la llevaba consigo desde que un árbol cayó encima de uno de los camiones.

Sandy asintió.

– Sí, lo recuerdo.

– Quizá convenga que estés al pendiente de las cosas del Trotador en el pueblo.

– Correré la voz -dijo el alguacil con seriedad. Luego miró su reloj-. La indagatoria sobre el Trotador empezará en cualquier momento. Tengo que irme. Todavía no me he afeitado ni vestido.

– Espero tu llamada más tarde.

Prometió que se comunicaría y se alejó en su auto. Lizzie bostezó en la cocina y anunció que si la necesitaba, estaría dormida arriba. Me pidió que la despertara, por favor, a las once para llevarla a Heathrow a tomar el avión a Edimburgo. Tenía que dar una conferencia esa tarde. Me besó en la mejilla y me aconsejó que volviera a acostarme.

– Voy a la granja -respondí-. Tengo mucho qué hacer.

– Entonces, por favor cierra la puerta con llave cuando salgas, si eres tan amable.

Aseguré la puerta trasera y conduje hasta la granja. Encontré a Nina bebiendo café en el restaurante, acompañada de Nigel. Los dos conductores hablaban sobre el viaje a Francia para ir a recoger el saltador de exhibición que pertenecía a la hija de Jericho Rich. Harvey les había informado todo acerca de los sobresaltos nocturnos y se alegraban, me manifestaron, de encontrarme ileso.

Nina trajo su café y me siguió a la oficina.

– ¿En realidad estás bien? -inquirió.

– Más o menos.

– Te tengo una noticia -comentó-. Se trata del anuncio publicado en Horse and Hound. Patrick Venables consiguió que le dijeran en la revista quién lo mandó poner. Y es extraordinario…

– Continúa.

– Fue un señor K. Ogden de Nottingham.

– ¡No! -levanté las cejas todo lo que pude-. ¡En realidad es extraordinario!

– Creí que así lo considerarías. En la revista se aseguraron de verificar sus datos la primera vez que publicó el anuncio. Querían tener la certeza de que no se trataba de nada ilegal. Parece que se sintieron satisfechos. El número de teléfono que aparece allí es el de la casa del señor Ogden. Suponen que debe de haber conseguido trabajo, ya que siguió pagando las inserciones.

– No puede haberle ido muy bien -repuse desconcertado-. La policía lo buscaba por cheques sin fondos y otros asuntos lastimosos relativos a fraudes pequeños.

– ¿Qué piensa la policía acerca de anoche?

– No dijeron gran cosa. Mencionaron que un hombre sabio es aquel que conoce a sus enemigos o una cosa parecida, pero con la misma intención.

– ¡Oh! -parpadeó-. ¿Y lo eres?

– Creo que Sandy tiene razón. Destruir de esa manera mis cosas fue un vandalismo fuera de control. Probablemente llegué a la granja cuando no me esperaban, y el resto vino por añadidura.

Nina terminó su café.

– Considero que es mejor que nos pongamos en marcha si es que queremos alcanzar el transbordador. ¿Es probable que algo extraño suceda durante este viaje?