Выбрать главу

– Es prudente siempre hacer respaldos -puntualizó el tipo de las computadoras, mirándonos con desdén-. Invariablemente deben hacer respaldos, señoras.

– ¿De qué virus habla? -pregunté nuevamente.

– Tal vez Miguel Ángel. Está esparcido por todas partes -el joven lo deletreó como si yo fuera un analfabeto-. El seis de marzo es el cumpleaños de Miguel Ángel. Si tiene el virus laten te en su computadora y la enciende ese día, el virus se activa.

– Mmm. ¡Vaya! El seis de marzo fue el domingo pasado. Nadie usó la computadora el domingo.

– Miguel Ángel es un virus que se aloja en la sección de arranque de la máquina -prosiguió el experto y, ante nuestras expresiones perplejas y de largo sufrimiento, explicó-: basta con encender la computadora para que surta efecto. Todos los registros contenidos en el disco duro se borran de inmediato con Miguel Ángel y se produce el mensaje "Error fatal en disco". Eso fi-le precisamente lo que le sucedió a su máquina. Perdieron los registros. Ahora no hay manera de recuperarlos.

Isobel me miró fijamente, le remordía la conciencia.

– Nos pediste a menudo que hiciéramos copias de seguridad en los discos flexibles. Sé que lo hiciste. Lo siento muchísimo.

Pero sucedía que sí contábamos con discos de respaldo amplios que contenían todo lo que las dos secretarias habían ingresado en la computadora hasta el jueves anterior, inclusive. En algún momento comprendí que el proceso diario para obtener las copias de seguridad les resultaría aburrido. Las había visto olvidarse de ello durante días en algunas ocasiones. Al final, yo mismo me había impuesto la tarea de realizar los respaldos diarios en la terminal de mi sala y almacenar los discos en mi caja fuerte.

Podía haberlas tranquilizado al asegurarles que contábamos con todos nuestros registros y normalmente eso es lo que habría hecho. Pero la suspicacia me detuvo. Tenía muchas sospechas, pero todas sin ningún fundamento.

– ¿Qué es un virus con exactitud? -Inquirió Rose, sintiéndose terriblemente mal.

– Es un programa que le ordena a la computadora revolver o borrar todo el material que tiene almacenado. Por ejemplo, yo podría diseñar un pequeño y dulce virus que ocasione que todas sus cuentas resulten equivocadas. Una vez que se ha desarrollado un programa como ese, tiene que esparcirse. Quiero decir, una computadora puede contagiarse del virus de otra. Todo lo que se requiere es un disco flexible que contenga el virus.

– ¿Cómo puede descubrirse si uno tiene el virus?

– La manera de hacerlo es revisar la información de cualquier computadora. El disco que uso detecta y neutraliza más de los doscientos virus más comunes. ¿Tienen otras terminales?

– Había una en mi casa, pero los vándalos acabaron con ella.

El experto parecía escandalizado.

– ¿Se refiere a un virus diferente?

– No, quiero decir un hacha.

El destrozo físico de una computadora lo apenó, eso se notaba.

Proseguí:

– Supongo que no existe forma de saber si este virus fue introducido deliberadamente en nuestro sistema.

Me miró con seriedad.

– Sería muy poco ético hacerlo a propósito. La mayoría de los virus se esparce de manera accidental.

Le dije que desearía haberío conocido antes y le mencioné el nombre de la empresa con la que habíamos tratado en el pasado.

Se rió.

– La mitad de las computadoras que vendieron están infestadas de virus. Se desaparecieron de la noche a la mañana porque ya sabían que el día seis de marzo tendrían un ejército de clientes furiosos que los demandarían hasta dejarlos en la calle. Hemos tenido docenas de casos como el suyo esta semana. No se trata de nuestros clientes, sino de los de ellos.

Isobel parecía horrorizada.

– Pero siempre fueron tan amables y acomedidos, venían cuando los necesitábamos.

– Y les instalaban programas que harían que los siguieran necesitando, no me extrañaría -agregó el experto.

– Por ahora, sólo repárela para que podamos volver a trabajar -interrumpí harto de todo ese asunto-. Quiero que le dé mantenimiento regular a las máquinas para conservarlas limpias. Haremos los arreglos para firmar un convenio.

– ¡Encantado! -repuso-. Mañana volverá a tener su computadora funcionando.

Lo dejé mientras preparaba una lista de lo que necesitaríamos y fui a mi oficina con el fin de llamar a los fabricantes de mi caja fuerte. Me dieron el número de su agente más cercano, quien me indicó que enviaría a un cerrajero.

– Gracias -respondí.

Aziz entró en mi oficina a recoger las llaves del Fourtrak para llevar a Lizzie a Heathrow. Se las entregué y le pedí, con cierta súplica, que condujera con cuidado.

Cuando salió, me senté por un momento a reflexionar en varias cosas. Pensé que estaba combatiendo contra una sombra. Había muchas probabilidades de que mi computadora hubiera sido arruinada por casualidad. Pero en caso de no ser así, en alguna parte de los registros tenía que haber información que iba a necesitar para descifrar los misterios que me rodeaban: Información que algún enemigo debía saber que yo poseía.

Sandy Smith llegó en su patrulla a la granja y se estacionó afuera de la ventana de la oficina. Pasó a verme, se quitó la gorra puntiaguda y se sentó en una silla frente a mí.

– La investigación sobre el Trotador -dijo al tiempo que se limpiaba la frente.

– ¿Cómo salió?

Suspiró profundamente.

– El médico forense indicó que el Trotador murió a causa del aplastamiento y dislocación de la vértebra atlas; había partículas de óxido incrustadas en la piel, en el sitio de la herida.

– ¡Óxido! -repetí, no me gustó.

Nos miramos perplejos, sin querer poner en palabras la suposición que resultaba obvia.

Sandy explicó:

– El examen post mortem determinó que la hora de la muerte de tu mecánico fue alrededor del mediodía. Van a indagar qué estabas haciendo en ese momento.

Recogía flores y las colocaba sobre la tumba de mis padres. Me dirigía a la comida de Maudie Watermead. No era una coartada brillante dentro de lo que cabía.

– Vamos a la taberna por un trago -sugerí.

– No puedo -Sandy parecía un poco escandalizado-. Hoy es día de servicio.

– Podríamos beber Coca-Cola -repuse-. Tengo que ir a pagar el pliego conmemorativo del Trotador.

– ¡Ah, bueno! -el rostro de Sandy dejó traslucir su alivio-. Entonces acepto.

Puesto que el Fourtrak no estaba, tomé la vieja camioneta del Trotador. Sandy y yo condujimos en caravana hacia la taberna. Le entregué al propietario un cheque por una buena cantidad. El hombre estaba muy complacido con el trato y había realizado su mejor esfuerzo con la recolección de firmas, que llenaban una hoja de papel tamaño doble carta.

En apariencia, la mitad de Pixhill había firmado. La mayor parte de mis conductores estaba en la lista, incluyendo a Lewis, que ese sábado por la noche se encontraba en Francia recogiendo los caballos de dos años de edad pertenecientes a Michael. Lo comenté. El tabernero coincidió conmigo en que más gente había firmado el pliego conmemorativo de la que había estado con el Trotador en su última noche.

– Querían presentar sus respetos -explicó.

– Y beber cerveza gratis -añadió Sandy.

– Mmm -convine-. ¿De manera que quiénes de estas personas estaban presentes en realidad el sábado? Sandy, tú estabas aquí. Tienes que saber.

Sandy revisó los nombres de la lista y señaló algunos con el dedo regordete.

– De tus empleados, Dave, definitivamente, casi puede decirse que vive aquí. También Phil y su señora, Nigel; Harvey pasó por aquí. También Brett, estoy seguro de que estuvo en este sitio, aunque cuando se suponía que se había marchado de Pixhill. Se quejó de que lo habías echado.

Su mirada recorrió los nombres.

– ¡Bruce Farway! Lo firmó. No lo vi por aquí.

– ¿El doctor? -el tabernero asintió con la cabeza-. Viene a menudo. Sólo bebe Aqua Libra -se concentró en la hoja de papel, leyendo al revés-. Un buen grupo de los muchachos que trabajan para el señor Watermead estuvo aquí, así como la nueva dama, la señora English, y también algunos de sus chicos. Llegó Tigwood, que siempre va y viene con sus alcancías. Tessa y Ed Watermead se presentaron el sábado, pero no han venido desde entonces, así que sus nombres no están anotados, ¿comprende?