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– Pero los chicos Watermead tienen menos de dieciocho años -repuso Sandy pomposamente.

El tabernero se ofendió un poco.

– A los dos les gusta beber Coca-Cola de dieta -me miró solapadamente-. A ella también le gusta ese apuesto chico Nigel que trabaja para usted.

– Ten mucho cuidado en servirles sin un adulto -le advirtió Sandy-. Podrías perder tu licencia en menos que canta un gallo.

– ¿Se emborrachó pronto el Trotador?

– No acostumbro servirles a los borrachos -dijo virtuosamente el tabernero.

Sandy soltó una risotada.

– El Trotador insistía acerca de los extraños y se tambaleaba antes de que yo llegara; fue alrededor de las ocho -explicó-. Y le estaba diciendo a todo el mundo acerca del "rojo" que tenía cinco en un caballo el verano pasado.

– ¿Sucedió algo más?

– Dave le dijo al Trotador que se callara, quién sabe por qué lo estaba sacando de sus casillas -comentó Sandy-. El Trotador sólo se rió, así que Dave trató de darle un puñetazo.

– ¿Golpeó al Trotador? -pregunté asombrado. El estrafalario modo de andar del Trotador lo hacía muy ágil.

– Falló -respondió prestamente Sandy-. Hay que ser muy raudo para poder golpear al Trotador.

Todos escuchamos en silencio lo que Sandy acababa de decir.

– Bueno… -dijo Sandy, al tiempo que se ponía de pie-. Es hora de que regrese a trabajar. ¿Vas a quedarte, Freddie?

– No -lo seguí y salimos.

– Tessa -observó preocupado Sandy-. Es una chica terrible. No impetuosa, no me refiero a eso. Quiero decir, bueno, está al borde de la delincuencia. Supongo que no puedes advertirle a Michael Watermead, ¿verdad?

– Sería difícil.

– Inténtalo -aconsejó-. Le ahorrarás muchas lágrimas a la señora Watermead.

Me sorprendió la imagen.

– Está bien -repuse.

Conduje la camioneta del Trotador hasta la granja y la estacioné a un lado del granero. Las puertas posteriores del vehículo estaban todavía sin asegurar y no había nada adentro, con excepción del polvo gris rojizo. Pasé los dedos por el polvo y los miré, cosa que no me agradó en absoluto. Las partículas rojizas, entre lo gris, eran muy similares al óxido, para el ojo normal.

Repasé mentalmente las herramientas perdidas del Trotador: la corredera vieja, el hacha afilada, las pequeñas llaves revueltas… todo eso y la máquina para desmontar neumáticos, que era fuerte y vieja, tan larga como un brazo, de metal ferroso, el medio ideal para el óxido.

Caminé a mi oficina, preguntándome si las náuseas que sentía se debían al golpe que había recibido en la cabeza o al crujido imaginario de una máquina oxidada para desmontar neumáticos sobre la nuca del Trotador.

Aziz regresó de Heathrow, su buen humor irrefrenable dejó flotar en el aire una sonrisa límpida. Le di cortésmente las gracias por haber llevado a Lizzie.

– Una dama agradable -respondió-. Cuando se te ofrezca.

Me froté el rostro con la mano y luego le pedí a Aziz que verificara con Harvey los trabajos para el día siguiente. Les avisé a Isobel y a Rose que volvería por la mañana.

De regreso en casa, encendí el televisor de mi recámara y vi las carreras en Cheltenham. Me senté en un sillón, después me acosté en la cama y me quedé profundamente dormido.

EL JUEVES temprano por la mañana, el día de la Copa de Oro en Cheltenham, que una vez había recibido con el pulso acelerado y la esperanza agolpada en el pecho, me desperté con una rigidez que hacía crujir mis extremidades. Deseaba con desesperación hacerme un ovillo y dejar que el mundo pasara de largo.

En lugar de eso, me puse una camisa y una corbata y conduje hasta Winchester para la indagatoria sobre Kevin K. Ogden. Me detuve un momento en el camino para hablar con Isobel y Rose, y pensé que podrían aprovechar el tiempo antes de que llegara el resucitador de computadoras, así que les sugerí que hicieran una lista de todas las personas que se acordaran que habían estado en sus oficinas la semana anterior.

Me miraron con perplejidad. Docenas de personas habían cruzado su puerta, empezando por todos los conductores, a quienes por supuesto no tomaría en cuenta. Sólo quería que pusieran en la lista a todos los demás visitantes.

Pasé por Dave al restaurante y lo llevé conmigo a Winchester. La indagatoria resultó ser un asunto sencillo. El pesquisidor había leído el papeleo antes de llegar a los procedimientos, y por esa razón consideró que no tenía sentido perder el tiempo.

Le habló con amabilidad a una mujer delgada, vestida de negro, que traslucía una gran tristeza. La señora admitió que sí, que era Lynn Melissa Ogden, y también había identificado el cadáver de su esposo, Kevin Keith.

Bruce Farway informó que lo habían llamado por teléfono a la casa de Frederick Croft el jueves pasado por la noche y allí había determinado la muerte de Kevin Keith Ogden. El pesquisidor aceptó el informe del examen post mortem, que indicaba que la muerte del viajante se debía a un ataque al corazón. Hubo algunas preguntas breves dirigidas a Dave, a Sandy y a mí.

Después el oficial reunió los papeles y, ecuánime, miró a todos los presentes.

– Este tribunal considera que el señor Kevin Keith Ogden murió por causas naturales. Gracias por su asistencia.

El pesquisidor esbozó una última sonrisa de compasión por la viuda y eso fue todo. Salimos en fila hasta llegar a la acera y oímos que la señora Ogden preguntaba con gran consternación dónde podría tomar un taxi.

– Señora Ogden -me ofrecí-. ¿Puedo llevarla?

Dirigió los ojos grises de mirada cansada hacia mí, y con ademanes balbuceantes contestó:

– Sólo voy a la estación del ferrocarril.

– La llevo.

Persuadí a Sandy de que llevara a Dave de regreso a Pixhill y partí a la estación con la señora Ogden, quien estaba en franco estado de conmoción y tristeza.

– ¿A qué hora sale su tren?

– Falta mucho tiempo.

– ¿Le gustaría tomar un café?

Respondió con desgano que le agradaría y se sentó sin entusiasmo en un sillón en el recibidor vacío de un hotel de falso estilo Tudor. El café tardó mucho tiempo en llegar, pero estaba recién hecho. Lo llevaron en una cafetera con capullos de rosa de porcelana y crema, sobre una bandeja plateada.

– Fue un golpe terrible para usted -le dije-. Su hija debe ser un consuelo.

– Nunca tuvimos ninguna hija. Mi marido inventaba esa historia para viajar de manera gratuita -me lanzó una repentina mirada de temor, la primera grieta en el hielo-. Había perdido su trabajo, ¿sabe? Se dedicaba a las ventas. Era subgerente. La empresa se fusionó. La mayor parte de los funcionarios administrativos se volvió prescindible.

– Lo lamento mucho.

– Kevin estuvo desempleado durante cuatro años. Gastamos el dinero que teníamos y nuestros ahorros… La sociedad constructora quiere recuperar la casa… y… y… esto es demasiado para mí.

Lynn Melissa Ogden parecía tan sumida en el piso como una tachuela. Tenía cabello castaño canoso y lo llevaba peinado hacia atrás atado con una cinta negra angosta. No usaba ningún cosmético. Tenía algunas arrugas alrededor de la boca.

Le pregunté compasivamente.

– ¿Tiene usted empleo?

– Ya no. Trabajaba en una verdulería, pero Kev tomó un poco de dinero de la caja y me despidieron.

– Comprendo -volví a llenar su taza de café. Bebió distraídamente, la taza resonaba contra el plato cuando la ponía encima.

– ¿Por qué querría su esposo ir a la gasolinera de Chieveley?

– Tenía que ir -se detuvo, luego añadió-. ¿Sabe? La gente le llamaba por teléfono a la casa y le solicitaba que llevara cosas de un lugar a otro. Le dije que se metería en problemas si hacía eso. Quiero decir, podría estar transportando fragmentos para construir bombas, o tal vez drogas, o todo tipo de cosas. A menudo llevaba perros o gatos, le gustaba hacerlo. La gente le pagaba el boleto del tren por llevar a los animales, pero él solía cambiar los boletos por dinero en efectivo y se iba pidiendo que lo llevaran gratis.