– Sin embargo, no llevaba ningún animal en mi camión transportador de caballos -repliqué.
– No -sonaba vacilante-. Pero era algo que tenía que ver con animales. Fue una respuesta al anuncio de Horse and House. Una mujer llamó. Quería que Kev recogiera una bolsa en la gasolinera de Pontefract, de ahí tenía que dirigirse a la de South Mimms y en seguida ir en su camión a Chieveley.
– ¿Con quién iba a reunirse en Chieveley?
– La mujer no lo mencionó. Simplemente dijo que alguien lo encontraría ahí, le pagaría y se llevaría la bolsa. Eso sería todo.
– ¿No dijo lo que contenía?
– Sí. Dijo que un termo, pero que no debía abrirlo.
– Mmm. ¿Lo habrá abierto?
– ¡Oh, no! -estaba segura-. Tenía miedo de que no le pagaran. Y siempre decía que ojos que no ven, corazón que no siente.
¡Pobre señora Ogden! La llevé a la estación y esperé con ella hasta que llegó el tren. Me hubiera gustado darle dinero para ayudarla con sus problemas presentes, pero no creí que lo aceptara. Pensé que Sandy Smith podría darme su dirección y le enviaría algo en memoria de Kevin Keith, quien parecía haberme precipitado en un torbellino.
AL SALIR de Winchester sonó el teléfono que traía en el automóvil. Era la voz de Isobel.
– ¡Ay, qué bueno que te encuentro! He estado tratando de localizarte. La policía está aquí. Se trata del Trotador. Quieren saber cuándo volverás.
– Diles que estaré ahí en veinte minutos. ¿Fue el hombre de las computadoras?
– Sí, está aquí. Nina Young llamó. Ella y Nigel recogieron al saltador de exhibición y ya vienen en camino. Me indicó que te mencionara que no había habido incidentes.
– Muy bien.
Completé el viaje e hice esperar a la policía en mi propia oficina mientras verificaba con el joven experto en computadoras la de Isobel. Sí, confirmó, había traído una computadora de reemplazo para mi casa. Miró su reloj.
– Tengo que ir a las caballerizas de Michael Watermead. Debo realizar el mismo tipo de trabajo que éste. Terminaré primero con la de él, después regresaré para arreglar la de usted.
Sin asimilar del todo el significado de la falla del disco duro de Watermead, me dirigí a la oficina, donde aguardaban los policías. Éstos resultaron ser los dos cuyos modales habían despertado mi antagonismo el lunes pasado durante su visita. Necesitaban, según dijeron, tomar algunas muestras de la tierra que había alrededor y adentro del foso de inspección.
– ¡Adelante! -repuse.
Me preguntaron, tal como Sandy había predicho, lo que había estado haciendo ese domingo por la mañana. Les respondí la verdad. Lo anotaron dudosamente. Entendí por su actitud que todavía existía una indecisión primordial acerca de cómo considerar la muerte del Trotador, como un accidente o algo peor.
Fui con ellos al foso. Fueron concienzudos y rápidos. De una manera u otra, el óxido decidiría por ellos.
Se alejaron finalmente en su auto y yo me dirigí a casa, donde el mago de las computadoras se reunió pronto conmigo. Instaló la nueva computadora y la enlazó por medio de la línea telefónica.con la que estaba en la oficina de Isobel. Aunque aún pensaba conservar mis cuadros hechos a lápiz, resultaba tranquilizador ver que la pantalla volvía a la vida otra vez.
– Le garantizo que este disco nuevo está limpio -explicó el joven experto-. Y le estoy vendiendo otro que puede utilizar para asegurarse de que así se mantenga. Si encuentra cualquier virus ahí, por favor llámeme por teléfono de inmediato.
– Desde luego que sí -observé la diligencia con que el hombre trabajaba e hice algunas preguntas-. Si alguien introdujo el virus Miguel Ángel deliberadamente en la computadora de la oficina, ¿también podría infectar la que tengo aquí?
– Sí. Basta con llamar los programas de la oficina a su pantalla.
– ¿Y… mmm… si hiciéramos respaldos en los discos flexibles, también se pasaría el virus?
Me respondió con seriedad.
– Si tiene algunos respaldos, por favor permítame verificarlos antes de que los use.
Después de que se fue, procuré mantenerme despierto para ver todas las carreras que se celebraban en Cheltenham. Tuve la satisfacción agridulce de que un caballo que yo había entrenado ganara la Copa de Oro. Supuse, no sin pesar, que no me libraría de esta nostalgia sino hasta que el último de los caballos que había montado en mi época de jockey se dirigiera hacia Centaur Care. Y quizá ni siquiera entonces, mientras siguieran llegando a mi puerta animales como Peterman.
En el instante en que apagué el televisor, sonó el teléfono y escuché la voz sorprendida de Lizzie.
– ¡Hola! Pensé que estarías en Cheltenham. ¿Cómo sigues de la cabeza?
– No es nada como para inquietarse. Sólo tengo ganas de ir a dormirme.
– Es completamente natural. Escucha a la naturaleza.
– Sí, señora.
– Gracias por prestarme a Aziz. En verdad es un joven fascinante. La mayoría de los conductores no conoce siquiera la tabla periódica de los elementos y mucho menos en francés. Diría que es demasiado inteligente para el trabajo que realiza.
Me reí.
– De todos modos -prosiguió-, ya tengo el informe de tus extraños tubos.
– ¡Oh, fantástico! -respondí.
– Cada uno contiene diez centímetros cúbicos de un medio de transporte viral.
– ¿De qué? -hice una pausa para organizar unos cuantos pensamientos dispersos-. ¿Había algún virus en los tubos?
– No es posible determinarlo. Aunque eso parece probable, considerando que fueron sellados con sumo cuidado y se transportaron en la oscuridad dentro de un termo. Aunque los virus sólo sobreviven en el exterior si están en un organismo vivo, y por un lapso muy corto, aun dentro del medio.
– ¿Cuánto tiempo?
– Depende de varios factores. Los puntos de vista opuestos en la universidad oscilan entre un mínimo de cinco horas y un máximo de cuarenta y ocho.
Reflexioné en lo que acababa de decirme.
– ¿Quieres decir -pregunté sereno- que se puede tomar el virus de la gripe de una persona, transportarlo kilómetros e infectar a alguien más?
– ¡Claro! Hasta donde yo entiendo, se tendría que conseguir un virus muy activo y tantos como fuera posible. La persona receptora tendría que ser propensa a contagiarse de la infección.
– Si los tubos contuvieran el virus de la gripe, ¿se necesitaría inyectarlos?
– No, se necesitaría vaciar el chorro en la nariz de una persona -hizo una pausa-. Se te ocurren unas cosas horribles.
– Es que ha sido una semana espantosa.
Convino conmigo.
– Cuéntame. ¿Todavía está mi pequeño helicóptero exactamente en el lugar donde lo dejé?
– Sí. ¿Qué quieres que haga con él?
– Mis socios sugirieron que lo transportáramos en un camión de plataforma baja y lo trajéramos a casa.
– ¿Crees que pueda salvarse? -probablemente parecí sorprendido, pero ella comentó que había fragmentos que no se veían dañados. Sin embargo, tendría que permanecer así, prosiguió, hasta que un inspector lo revisara e hiciera un informe.
– Avísame si se te ofrece algo.
– Sí, lo haré. A propósito, Aziz Nader comentó que eras una dama agradable.
– Eso espero.
Reí con afecto y colgué. Desde la ventana de mi habitación observé que un auto pequeño y veloz se acercaba a mi pista de asfalto y se detenía bruscamente al ver por primera vez el abrazo del jaguar y el Robinson.