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No pudo pensar en por qué no y se salvó de darme una res puesta debido a que el teléfono sonó en ese momento. Contesté y escuché a Sandy en la línea.

– La policía de Nottingham -comentó el alguacil- querrá saber dónde está exactamente South Mimms.

– La gasolinera de South Mimms está ubicada al norte de Londres, en la Eme veinticinco. Y voy a decirte algo más, Sandy: de Nottingham a Bristol, ni en un millón de años se pasaría cerca de South Mimms. Avísale a la policía de Nottingham que les comunique con cuidado la noticia a los parientes; no iba directamente de casa a la boda de su hija.

Sandy entendió el mensaje.

– Comprendo -repuso-. Se lo diré.

Colgué el auricular y Bruce Farway preguntó:

– Supongo que no importa el motivo por el que se encontraba en South Mimms.

– Para él ya no -convine-, pero voy a perder el tiempo de mis empleados. La investigación y todas esas cosas. Es un fastidio, nuestro señor Ogden.

Farway dejó traslucir un gesto de franca desaprobación y regresó a observar el camión de caballos. Transcurrió mucho tiempo en medio del aburrimiento, durante el que bebí whisky y agua ("Para mí no", dijo Farway); también pensé, hambriento, en mi rico estofado, que debía de estar helado y aún contesté dos llamadas telefónicas más.

La noticia se había difundido por todas partes a la velocidad de la luz. La primera voz que exigió conocer los hechos era la del propietario de los caballos de dos años que habíamos llevado a Newmarket esa mañana; la segunda era la del entrenador perfecto que se había visto obligado a verlos partir de sus caballerizas.

Jericho Rich, el dueño, que nunca perdía el tiempo en charlas introductorias; espetó:

– ¿Cómo que había un muerto en tu camión? -su voz, al igual que su personalidad, era ruidosa, agresiva e impaciente.

Mientras le contaba lo sucedido, me lo imaginé como lo había observado muchas veces durante los desfiles en las pistas de carreras: robusto, de pelo canoso y pendenciero, muy dado a esgrimir el dedo amenazadoramente.

– Escúchame, camarada -repuso Rich a gritos-. No debes levantar a nadie que quiera viajar de manera gratuita mientras trabajas para mí, ¿está claro? Y cuando lleves a mis caballos, no lleves a los de nadie más. Ésa es la forma en que hemos trabajado y no quiero ningún cambio.

Reflexioné que una vez que la cuadra completa de Jericho Rich se hubiera trasladado a Newmarket, de cualquier modo ya no iba a hacer muchos negocios con él, aunque alelar al viejo avinagrado sería insensato a pesar de todo. Si le daba un año o dos, tal vez podría traer a sus caballos de regreso.

– Y es más -prosiguió-, cuando lleves a mis potrancas mañana, mándalas en otro camión. Los caballos pueden oler la muerte, ¿sabes? Y no envíes al mismo conductor.

No valía la pena discutir con él.

– Muy bien -respondí.

Comenzó a perder ímpetu y colgó por fin.

El entrenador, Michael Watermead, en contraste sorprendente, hablaba por teléfono en un tono de voz suave, titubeante y educado. El hombre empezó por preguntarme si los caballos de nueve años de edad que habían salido de su custodia esa mañana habían llegado sanos y salvos a Newmarket. Le aseguré que así había sido.

Hubiera sido natural que Michael mostrara resentimiento de su parte por haberse visto obligado a desprenderse de ellos; no había muchas cuadras de caballos tan grandes o talentosas como la de Rich, no obstante, Watermead parecía tener sus sentimientos bajo control. Era alto, rubio y cincuentón. Su nerviosismo acostumbrado era una fachada para el buen manejo de más de sesenta caballerizas que, por lo general, estaban repletas de animales sanos. Le simpatizaba a sus caballos, lo que siempre constituía una referencia de su carácter afable. Los animales frotaban el hocico contra el cuello del entrenador si se encontraba cerca.

Nunca había montado para Michael, ya que él entrenaba caballos de pista plana, pero desde que adquirí la empresa de transportación y llegué a conocerlo mejor, nos habíamos convertido, por lo menos en lo que a negocios se refería, en buenos amigos.

Preguntó con toda calma:

– ¿Es cierto que trajeron en tu camión a un hombre muerto?

– Creo que sí -le expliqué una vez más acerca de Kevin Keith Ogden y le conté que Jericho Rich ya me había exigido un camión y un conductor diferentes para transportar las potrancas a la mañana siguiente.

– Este tipo -comentó Michael con amargura-. A pesar del hueco que se ha creado en mis caballerizas, tendré mucho gusto en no saber nada más acerca de él. Es un patán con un temperamento detestable.

– ¿Vas a llenar el hueco?

– ¡Oh, sí, claro! A la larga sí. Perder a Jericho es una desgracia, pero no un desastre.

– ¡Fantástico!

– ¿Comemos el domingo? Maudie te llamará.

– ¡Excelente! -cualquiera se ahogaría en los ojos azules de Maudie Watermead. Sus comidas domingueras eran legendarias.

Farway, que todavía estaba junto a la ventana, empezaba a impacientarse y consultaba repetidamente su reloj, como si con eso el tiempo transcurriera más deprisa.

– ¿Whisky? -ofrecí una vez más.

– No bebo.

¿Disgusto o adicción?, me pregunté. Probablemente sólo sería llano rechazo.

Miré alrededor de mi espaciosa sala familiar y pensé qué impresión tendría de ella. Había una alfombra gris y algunos tapetes. Paredes color crema, fotografías de carreras de caballos, la colección de pericos de porcelana de mi madre se encontraba en un nicho. Un escritorio eduardiano de caoba y su sillón giratorio de cuero. Sofás de tela cruda antigua y decolorada, una bandeja para bebidas en la mesa lateral y lámparas por todas partes. Era una habitación en la que vivía, no sólo el triunfo de un decorador.

Se trataba de mi hogar.

Después de mucho tiempo, vimos avanzar una carroza fúnebre muy despacio por el camino asfaltado que se detuvo entre el camión de caballos y la puerta de mi casa. Sandy regresó en su auto oficial inmediatamente después. Farway profirió una exclamación y se apresuró a ir a su encuentro, así como al de los tres hombres flemáticos que emergieron de la carroza fúnebre y pusieron manos a la obra. Seguí a Farway y observé que bajaban una camilla estrecha que estaba cubierta con mucha tela de lona oscura y varias correas fibrosas.

El hombre que parecía estar a cargo de todo indicó que era el oficial pesquisidor y le presentó a Farway el papeleo que tenía que llenar. Los otros dos, que llevaban la camilla, se treparon a la cabina, seguidos de Sandy, quien pronto bajó nuevamente. El oficial traía consigo un maletín de mano y un portafolios. Ambos eran de cuero, estaban maltratados, pero eran finos de origen.

¿Las pertenencias del difunto? -preguntó Sandy.

Farway pensó que así era.

– No pertenecen a mis hombres -afirmé.

Sandy colocó los maletines sobre el asfalto y volvió a subir para regresar con una bolsa de plástico que contenía los despojos del occiso: un reloj de pulsera, un encendedor, una cajetilla de cigarros, una pluma, un peine, un pañuelo, los anteojos y un anillo de ónix y oro. Los detalló en voz alta al oficial pesquisidor, quien les adhirió una etiqueta que decía PROPIEDAD DE K. K. OGDEN.

Mientras Sandy y el pesquisidor subían a la cabina, me puse en cuclillas junto a los objetos y abrí la cremallera del maletín.

– No creo que esté bien hacer eso -protestó Farway.

El maletín, a medio llenar, contenía los efectos personales de Ogden para una sola noche: estuche de afeitar, piyama, camisa limpia, nada fuera de lo común. Cerré la cremallera y abrí de golpe el portafolios, que no estaba asegurado con llave.

– ¡Oiga! -exclamó Farway-. No tiene ningún derecho…

– Si un hombre se muere dentro de mi propiedad -contesté de manera razonable-, me gustaría saber quién era.

Me pareció que el escaso contenido no aportaba ninguna información valiosa al respecto. Una calculadora. Una libreta de notas, en la que no había nada escrito. Un frasco de aspirinas, una caja de tabletas para la indigestión, dos botellas pequeñas de vodka, como las que ofrecen en las líneas aéreas, ambas llenas. Cerré el portafolios y me puse de pie.