– ¡Oigan! -protesté-. ¿Quién llegó primero?
Un sencillo orden de procedimiento me permitió identificar a varios agentes de seguros, inspectores de accidentes aéreos, el representante de una empresa que enviaría el helicóptero a Escocía y el cerrajero que iba a abrir la caja fuerte.
A este último lo introduje en primer término en la casa, a pesar de que, en apariencia, era quien había llegado al final. Contempló el trabajo realizado por el hacha, se rascó la cabeza y pensó que el caso ameritaba un taladro.
– Perfórela -repuse.
El resto de las personas que permaneció afuera sacó su libreta de notas. El transportista del helicóptero hizo algunas preguntas, al igual que el inspector de accidentes aéreos. Los agentes de seguros, tanto el de Lizzie como el mío, comentaron que nunca se habían encontrado con algo así. Estudiaron el informe de Sandy.
Me pidieron que firmara varios papeles. Firmé.
El enjambre de cuadernos regresó a los vehículos y se alejó. Sólo se quedó la camioneta del cerrajero a un lado de los destrozos en la zona asfaltada. Entré para verificar los progresos que había hecho y encontré la puerta de la caja abierta, pero sin su mecanismo de cierre, que estaba sobre el piso. Me pidió que revisara que el contenido de la caja estuviera intacto y cuando lo hice me dio a firmar su orden de trabajo. Volví a firmar.
Cuando el empleado se retiró, saqué de la caja el paquete de dinero y los discos flexibles con las copias de seguridad y me dirigí a la cocina para telefonear al mago de las computadoras. De muy buen agrado me indicó que cuando quisiera llevara los discos para revisarlos, iba a estar en su taller toda la tarde.
Preparé café, bebí y reflexioné un poco. Unos minutos después llamé a la oficina local de derechos e impuestos aduaneros. Les informé que, puesto que mis camiones viajaban con regularidad al otro lado del Canal, deseaba una lista actualizada de lo que podía transportarse en ellos, en vista de las siempre cambiantes reglamentaciones europeas.
¡Ah!, respondieron comprensivamente. Necesitaba, entonces, ir a ver al representante de relaciones comerciales, cuya oficina regional se localizaba en Portsmouth. Sugirieron que fuera en persona, pero que llegara antes de las cuatro de la tarde.
Agradecí la información y consulté la hora en mi reloj. Faltaba mucho tiempo.
Primero conduje a Newbury y allí busqué al mago por todo el taller. Una mesa colocada a lo largo de una pared tenía un teclado, dos o tres computadoras, una impresora láser y un monitor a color, que mostraba una hilera brillante de naipes en miniatura en un juego de solitario sin terminar.
– Sota negra sobre reina roja -comenté.
– Sí -sonrió y la apagó-. ¿Trajo sus discos?
Los entregué en un sobre.
– Hay cuatro. Uno por cada año desde que me hice cargo de este negocio.
Asintió con la cabeza.
– Empezaré por el más reciente -lo metió en la ranura de la unidad de disco de una de las computadoras y en seguida abrió el directorio de archivos guardados del año corriente. Murmuró algunas palabras inaudibles, después oprimió una serie de teclas y en un momento la pantalla empezó a destellar rápidamente con letras y números, mientras examinaba el disco para detectar extraños mortíferos.
– ¡Listo! -exclamó cuando el destello en la pantalla se convirtió en un solo mensaje que informaba: "Revisión completa. No se encontraron virus". Me sonrió-. No halló a Miguel Ángel. Está a salvo.
– Es muy interesante -repuse-. La última vez que utilicé el disco para respaldar el trabajo que se hizo en la computadora principal de la oficina fue ayer hace una semana. El tres de marzo.
Los ojos del experto saborearon la información.
– Entonces, eso fue el tres de marzo -repitió-. Se podría decir que Miguel Ángel no había aparecido todavía en su oficina. ¿Está de acuerdo?
– Así es.
– De manera que lo pescaron el viernes o el sábado -reflexionó-. Pregunte a sus secretarias si introdujeron los discos de alguna persona en su máquina. Es decir, por ejemplo, si alguien les prestó un disco con un juego, como el del solitario. Miguel Ángel debe de haber estado acechando en el disco del juego y saltó a su computadora de manera instantánea.
– Muchas gracias.
– Creo que será mejor que examine también los demás discos, sólo para estar seguros -introdujo los otros tres y los sometió al proceso de revisión, todos obtuvieron resultados negativos-. Bueno, ya está. Por el momento están limpios.
Le di las gracias y le pagué. Me llevé mis discos limpios al auto móvil y me puse en marcha rumbo al sur, hacia Portsmouth.
Los funcionarios de la oficina de derechos e impuestos aduaneros fueron serviciales, querían dar la impresión de que hablar con el público estaba marcando un cambio en la burocracia normal. El jefe hasta el que me condujeron al final se presentó brevemente como Collins, me ofreció asiento y una taza de té.
– ¿Qué pueden transportar sus conductores y qué no? -repitió Collins-. Como usted sabe, es muy diferente que en épocas anteriores. Tenemos terminantemente prohibido llevar a cabo inspecciones selectivas en nada que provenga de la CEE -hizo una pausa-. La Comunidad Económica Europea -explicó.
– Mmm.
– Aunque pudiera tratarse de drogas -extendió las manos en un gesto de añeja frustración-. Podemos actuar, registrar, sólo si contamos con información específica. La aduana inspecciona que no se introduzcan mercancías prohibidas únicamente en el punto de entrada en la Comunidad Económica Europea. Una vez adentro, la circulación está permitida.
– Creo que eso les ahorra mucho papeleo -comenté.
– Toneladas -buscó rápidamente un folleto, por fin lo encontró y lo deslizó hacia mí por encima del escritorio-. La mayoría de las reglamentaciones actuales está enlistada aquí. Existen muy pocas restricciones sobre alcohol, tabaco y bienes personales. Un día ya no habrá ninguna.
– Quisiera saber -murmuré apenas- si aún existe algo proveniente de Europa que no esté permitido introducir en este país y si hay algo que no pueda sacarse.
Levantó las cejas.
– Algunas cosas necesitan licencia -respondió-. Sus camiones que transportan caballos van y vienen a través de Portsmouth, ¿no es así?
– Algunas veces.
– Y nunca los han registrado.
– No. Nosotros contamos con los permisos necesarios para transportar animales vivos a través del Canal.
Asintió con la cabeza.
– Supongo que si sus camiones llevaran otros animales, nunca nos enteraríamos. Sus conductores no han traído gatos o perros, ¿verdad? -su voz sonaba reprobadora y alarmada-. Desde luego, conservamos las leyes de la cuarentena. No debemos olvidar que la amenaza de la rabia siempre está latente.
Repuse para tranquilizarlo:
– Nunca he sabido que mis camiones transporten gatos o perros. ¿Qué más se supone que no debe entrar o salir?
– Armas de fuego -respondió-. Aunque todavía existen, Por supuesto, algunos registros de salida para detectar armas de fuego dentro de los equipajes en los aeropuertos. Aquí no se inspeccionan las importaciones. Podría traer un camión lleno de armas y nunca nos enteraríamos. El contrabando, en su antiguo sentido, ha desaparecido dentro de la Comunidad Económica Europea.
– Así parece -contesté con cortesía y me puse de pie para marcharme-. Ha sido muy amable.
Sin embargo, cuando me dirigía a Pixhill pensé que estaba tan lejos como antes de poder comprender el motivo por el que alguien querría adherir escondites debajo de mis camiones. Si ya no existía el contrabando, ¿para qué eran?
EN CASA, me senté en mi infortunado sillón de cuero verde cuyo relleno se salía por los agujeros que el hacha del delincuente había ocasionado. Introduje los discos limpios y los datos en mi nueva computadora. Organicé toda la información en varias categorías, tanto cronológicas como geográficas.