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Analicé el trabajo de cada uno de mis conductores durante los últimos tres años. Los patrones que buscaba definitivamente estaban ahí, pero no me decían nada que yo no conociera. Todos los conductores iban con mucha frecuencia a los hipódromos favorecidos por los entrenadores para quienes conducían la mayor parte del tiempo. Lewis, por ejemplo, viajaba con cierta regularidad a Newbury, a Sandown, a Salisbury y a Newmarket, los destinos preferidos de Michael Watermead. En otras ocasiones se dirigía a donde Benyi Usher acostumbraba enviar a sus saltadores: Lingfield, Chepstow, Cheltenham y Worcester. Gran parte de sus recorridos a otros países había sido asignada también para servir a Michael, todos a Italia, Irlanda o Francia.

Nigel había realizado casi todos los viajes al extranjero, aunque eso era cosa mía, debido a su resistencia para las distancias largas. Harvey, por su parte, había hecho unos cuantos, tanto por decisión propia. Dave había viajado docenas de veces en calidad mía como de auxiliar y para atender a los caballos.

Después de una hora apagué la computadora, me sentía tal vez más desconcertado que antes; llamé por teléfono a Isobel. Nada fuera de lo común había ocurrido durante la jornada, me aseguró. Le había avisado a Lewis que Nina iba detrás de él y me informó que todos los caballos de Usher habían participado en las carreras correctas.

– ¡Fantástico! -comenté-. ¿Recuerdas si alguno de los visitantes que aparecen en tu lista se acercó lo suficiente a la computadora el viernes o sábado pasados como para introducir un disco? Nuestro mago de las computadoras cree que atrapamos el virus hace apenas unos días.

– ¡Oh, cielos!

– ¿No se te ocurre nada?

– No -era un lamento de pesar y preocupación-. ¡Ojalá pudiera saberlo!

– ¿Dejaste sola a alguna de esas personas en tu oficina?

– Pero… pero… ¡Oh, cielos! No puedo recordar. Tal vez lo hice. No habría visto nada malo en ello. No puedo creer que…

– Está bien -repuse-. Ya no pienses en eso.

Colgué el auricular en el momento en que Sandy Smith llegaba en su auto a la zona asfaltada. Se acercó por la puerta trasera, se quitó su gorra puntiaguda y se alisó lo más que pudo con los dedos el cabello aplastado.

– Pasa -invité al reunirme con él-. ¿Whisky?

– Estoy de servicio -respondió dubitativamente.

– ¿Quién va a enterarse?

Pronto solucionó el asunto en su conciencia y tomó el whisky con agua. Nos sentamos en la cocina, uno a cada lado de la mesa.

– Es acerca del Trotador -dijo. Frunció el entrecejo mientras miraba su vaso, la cara redonda parecía preocupada-. Encontraron óxido en todos los alrededores del foso, pero estaba mezclado con aceite y grasa. Y no había ningún tipo de aceite o grasa en la herida de la cabeza del Trotador.

– ¡Maldición! -repuse.

– Van a considerarlo un homicidio. Por favor, no le digas a nadie que te avisé.

– No. Gracias, Sandy.

– Van a investigar quién andaba detrás del Trotador.

– Considero -respondí en tono desapasionado- que es posible que él haya hecho lo mismo que yo el martes por la noche, es decir, presentarme en la granja de repente. Tal vez a ambos nos golpearon en la cabeza para evitar que viéramos… lo que haya sido. Pero el Trotador murió y lo metieron en el foso para hacerlo parecer un accidente.

Sandy me dirigió una mirada pensativa.

– ¿Qué está sucediendo en la granja? -preguntó.

– No lo sé y eso me está volviendo loco.

– ¿Qué quiso decir el Trotador cuando hablaba de "llaneros solitarios" colocados debajo de tus camiones?

– Te lo mostraré -repuse-. Ven a la sala.

Entramos en el desorden de los despojos y lo llevé hasta donde había dejado la caja registradora que el Trotador sacó de la parte de abajo del camión grande hacía una semana, pero la caja ya no estaba ahí.

– ¡Qué extraño! -comenté-. Aquí estaba.

– ¿Cuándo fue la última vez que la viste? -preguntó Sandy.

– El martes, supongo. Se la mostré a mi hermana. Cuando examinamos la habitación, nunca se me ocurrió pensar en la caja registradora.

Frunció el entrecejo.

– El Trotador se refirió siempre a "llaneros solitarios". En plural. Debe haber habido más de una.

– Otros dos camiones tenían unos recipientes adheridos en el fondo; pero están vacíos, lo mismo que la caja.

– Quizás tengas una idea de para qué eran -replicó Sandy Smith, la sospecha del policía se filtró en su voz.

– Pensamos que tal vez sean drogas, si a eso te refieres. Harvey, el Trotador y yo lo discutimos. Sin embargo, no creo que ninguno de nuestros conductores trafique con drogas. Quiero decir, habría señales, ¿no lo crees es así?

– ¿Por qué no me informaste nada de esto el martes pasado?

– Quería descubrir por mí mismo qué era lo que estaba sucediendo. Todavía lo deseo, pero no tendré mucha oportunidad para hacerlo si se lleva a cabo una investigación por homicidio. Una vez que tus colegas descubran los recipientes debajo de los camiones, los usuarios no volverán a utilizarlos. Por eso no te lo dije, porque, en primer lugar, eres policía y, en segundo, un amigo, y tu conciencia no te habría permitido guardar silencio.

Agregó con lentitud:

– Tienes razón.

– Es viernes por la noche -continué- ¿Cuánto tiempo puedes esperar para revelar lo que acabo de contarte? ¿Hasta el lunes?

Se veía acongojado.

– ¿Qué quieres hacer antes?

– Obtener algunas respuestas.

– Tienes derecho de hacer las preguntas correctas -repuso.

No prometió guardar silencio y no intenté acosarlo para que tomara una decisión. Seguramente haría lo que le resultara más cómodo en su mente.

Cuando Sandy se fue, vertí el resto de su whisky en el fregadero de la cocina y confié en que nuestra amistad no se fuera por el drenaje junto con el líquido.

Capítulo 10

CONDUCÍA A LA GRANJA cuando Nina llamó para decirme que ya había regresado. La encontré llenando los tanques del camión, bostezaba como había ocurrido en otras ocasiones.

Lewis había terminado de limpiar su camión y estaba acomodándolo en su lugar habitual. Luego deslizó su cuaderno de bitácora a través del buzón de la oficina y me informó que entregó ilesos el par de caballos del señor Benyi Usher y que había tenido que ayudar al jefe de mozos de cuadra viajero a ensillar a todos los corredores, ya que Nina había dicho que no iba vestida para esa labor. Pensé que tenía una mala opinión acerca de Nina por dejarle tanto trabajo. La aprobación que ésta se había ganado esa mañana al admirar las fotografías de su bebé, pensé divertido, había sido en vano.

Nina condujo el camión a la zona de limpieza y se dispuso a trabajar con la manguera a presión. Después de que Lewis se fue, me acerqué y me ofrecí a limpiar el camión si aceptaba hacer otro trabajo diferente. Ella estuvo de acuerdo, aliviada, y preguntó:

– ¿Qué pasará si Harvey regresa de Wolverhampton?

– Ya pensaré en algo. Sólo ve a buscar una tarima al granero y revisa todos los tanques de combustible para ver si no hay más recipientes adheridos a ellos. El Trotador me habló de tres. No estoy seguro si buscó en todos los demás.

– Muy bien -convino-. ¿No quieres hacerlo tú?

– No.

Me dirigió una mirada de extrañeza, sin embargo, no hizo ningún comentario.

Fue por la tarima al granero y empezó metódicamente a lo largo de la hilera. Terminé la limpieza y coloqué el camión en su sitio. Me reuní con ella después, cerca de la puerta de la oficina.

– Bueno -comentó, al tiempo que se quitaba la suciedad de los codos-. Hay uno más que está debajo del camión de Lewis pero está vacío, como los demás. De manera que hoy llevamos dos recipientes ocultos a Lingfield. Me quedé junto a los camiones todo el tiempo, para disgusto de Lewis, aunque en realidad él solo podía arreglárselas perfectamente para ayudar al jefe de los mozos de cuadra. Nadie se acercó a los camiones, te lo aseguro.