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Mi pensamiento retrocedió en el tiempo.

– Recuerdo que el camión de Lewis iba camino a Francia cuando el Trotador descubrió el segundo y tercer recipiente.

– Bueno, entonces, ahí tienes. El Trotador no estaba enterado acerca del camión de Lewis. Murió antes de que él volviera.

Harvey llegó en ese momento a la granja. Las luces de su camión brillaron en medio de la oscuridad creciente.

– ¿Quieres que revise el de Harvey? -preguntó Nina.

– Si tienes oportunidad. Y todos los demás que no hemos visto.

– Muy bien -bostezó-. Tengo que ir a Lingfield otra vez por la mañana.

Comenté apenado:

– Ni siquiera sé dónde vives. ¿Todavía es necesario que conduzcas mucho para llegar a casa?

– Cerca de Stow-on-the-Wold -respondió-. Tardo una hora.

– Ciertamente es un trayecto largo. Vaya… ¿qué te parece si te invito a cenar en algún lugar camino de casa?

– Sí, me gustaría. Gracias.

Me acerqué a hablar con Harvey mientras él llenaba sus tanques y le pedí que pasara a la oficina para revisar el itinerario del día siguiente. Vino sin sospechar nada; mientras, miré cuando Nina aprovechó la oportunidad para deslizarse debajo de su camión.

Harvey y yo revisamos la lista que por fortuna estaba atiborrada. Le conté que Benyi Usher al parecer había olvidado enviar a sus saltadores de vallas.

– No me imagino como es posible que alguna vez ese hombre haya entrenado a un campeón -replicó Harvey-. La verdad es que tiene una suerte increíble. ¿Quién más obtuvo tres victorias fáciles el verano pasado? ¿Recuerdas ese bicho que circuló en Pixhill? Que ganó en Chester Vase contra sólo dos oponentes. Lo sé porque yo mismo llevé a su campeón, si te acuerdas.

Asentí con la cabeza.

– Siempre ha tenido la tendencia a registrar caballos en carreras en las que es probable que haya muy pocos corredores -estuve de acuerdo-. Gané varias competencias de dos o tres caballos para él, casi todas fueron carreras de tres millas.

– También obliga a las infelices bestias a correr en pistas duras como piedra -Harvey continuó con tono de reprobación-. No parece importarle que los animales terminen cojos.

– Cojean durante todo el camino hacia el banco.

– Puedes reírte -objetó Harvey-, pero aun así es un entrenador pésimo.

Al otro lado de la granja, Nina emergió de su búsqueda, negó con la cabeza de manera exagerada y desapareció en el granero. El otro camión regresó de Wolverhampton. Dejé que Harvey supervisara el final de la jornada y seguí al auto de Nina cuando atravesó las rejas. Ella se detuvo después de tres cuartos de kilómetro, caminó hacia mí y sugirió que la siguiera a un lugar para cenar por el que pasaba todos los días. Media hora más tarde ambos nos detuvimos en un estacionamiento repleto.

Se había relajado, se peinó el cabello y se puso lápiz labial, de modo que la Nina con la que fui a cenar parecía más joven y era casi igual a la original. El lugar estaba atestado, las mesas eran pequeñas y muy cercanas unas a otras. Comimos carne asada con papas y cebollas fritas, acompañada de una garrafa de vino tinto.

– A veces me cansa la comida saludable -comentó Nina, segura del cuerpo esbelto que poseía-. ¿Te morías de hambre cuando eras jockey? ¿Qué comías?

– Pescado a la parrilla y ensaladas -repuse asintiendo.

– Me encanta la comida grasosa. Mi hija me desprecia.

Bebimos café tranquilamente, ninguno de los dos teníamos mucha prisa por marcharnos. Le conté que la policía creía que el Trotador había sido asesinado y que tal vez yo sólo contaba con unas cuantas horas para encontrar las soluciones antes de que nos abrumara la artillería pesada.

– Sandy Smith -proseguí- piensa que todo es cuestión de hacer las preguntas correctas. Así que aquí tengo una: ¿Qué piensas de Aziz?

– ¿Qué? -se sorprendió, casi estaba desconcertada.

– Es muy extraño -observé-. Se presentó un día después de la muerte del Trotador, le di el empleo de Brett porque habla francés y árabe, además de haber trabajado en un taller de Mercedes. Sin embargo, mi hermana dice que es demasiado inteligente para lo que hace, y respeto su perspicacia. Ese martes por la noche, cuando terminé en los muelles de Southampton, no sé si Aziz ayudó a llevarme ahí.

– ¡Oh, no! -repuso consternada-. Estoy segura de que no.

– ¿Por qué te sientes tan segura?

– Es sólo que… es tan alegre.

– Se puede sonreír y sonreír y ser un villano.

– Aziz no -advirtió.

Para ser sincero, mi reacción visceral hacia Aziz era la misma que la de Nina: el hombre podía ser un granuja, pero no un villano. Sin embargo, había algunos villanos a mi alrededor, comenté, y necesitaba descubrirlos con rapidez.

– ¿Quién mató al Trotador? -preguntó ella.

Respondí:

– ¿En quién apostarías?

– Dave -contestó sin dudar-. Posee un temperamento violento que nunca te ha mostrado.

– Ya he oído de eso. Pero Dave no. No, lo conozco desde hace mucho tiempo -escuché la duda asaltándome en mi propia voz y a pesar de mi convicción.

– Se puede sonreír como un niño y ser un villano.

Contra todo pronóstico me reí y mis preocupaciones se desvanecieron.

– La policía encontrará al asesino del Trotador -explicó Nina-. Tus problemas desaparecerán y yo podré marcharme tranquilamente a casa. Eso es todo.

– No quiero que te vayas a casa.

Lo dije sin pensar y me sorprendió tanto a mí mismo como a ella. Me miró pensativa, al tiempo que escuchaba lo que yo no había querido decir.

– La soledad habla por ti -repuso despacio.

– Vivo feliz solo.

– Sí. Como yo.

Nina terminó su café y, con un ademán conclusivo, se limpió la boca con la servilleta.

– Es hora de irnos -dijo-. Gracias por la cena.

Pagué la cuenta y nos dirigimos a nuestros autos.

– Buenas noches -se despidió prosaicamente-. Nos vemos mañana temprano -subió al auto y se acomodó en su asiento, sin hacer una sola pausa y sin tensión alguna, adepta a las despedidas no embarazosas.

– Buenas noches -contesté.

Se alejó con una sonrisa, amistosa, nada más. No estaba seguro si debía o no sentirme aliviado.

A PRIMERA HORA de la mañana, me despertó de las profundidades del sueño renovado el timbre del teléfono, que trajo a mi oído sobresaltado la voz recia de Marigold.

– No me tiene muy contenta tu amigo Peterman -explicó-. ¿Podrías venir? Digamos, ¿alrededor de las nueve?

– Mmm -repuse, al tiempo que emergía a la superficie tan lentamente como un nadador medio ahogado. El sueño me llamaba como una droga-. Sí, Marigold. A las nueve. Bien -dejé caer el auricular en el aparato a un lado de la cama.

Mañana de sábado. Café. Hojuelas de maíz.

Todavía medio dormido, caminé arrastrando los pies de la cocina a la sala y encendí la computadora. Tecleé el nombre de Nina y leí su domicilio, a cargo de Lauderhill Abbey, Stow-on-the-Wold, y su edad, cuarenta y cuatro. Nueve años mayor que yo. Ocho y medio, para ser precisos. Bebí mi segunda taza de café y me pregunté si esa diferencia de edades importaba.

Contesté cuatro llamadas telefónicas en rápida sucesión, recibí, modifiqué y acepté solicitudes de viajes para el día. Puse todo en el programa para que Isobel estuviera enterada, ya que trabajaba en la oficina la mayor parte de los sábados por la mañana, de las ocho hasta el mediodía. A los diez minutos para las ocho, llamó Isobel para informarme de su llegada, lo que me permitió dedicarme a atender la granja.

Conduje hasta ahí para observar el inicio de los viajes de ese día. Nina me saludó con un hola breve cuando llegó, su apariencia era tan determinadamente sin atractivo como siempre. Harvey, Phil y los demás entraban y salían del restaurante, recogían sus hojas de trabajo y coqueteaban un poco con Isobel. Era un sábado por la mañana como cualquier otro. Otro día de carreras.