– ¿Garrapatas?
– Sí. Hay un caballo en el jardín que es probable que tenga.
– ¿Qué caballo en el jardín?
– Peterman. Uno de los caballos viejos que trajimos el martes pasado. En serio, Lizzie, pregúntale a tu profesor cómo puedo obtener información acerca de las garrapatas. Hay demasiados animales muy valiosos en Pixhill. Es urgente.
– ¡Por todos los cielos!… -le preguntó al profesor Quipp lo que yo quería saber y él tomó el auricular.
– Tengo un amigo que es un experto en garrapatas -me informó-. ¿Puedes traerle algunos especimenes?
– ¿Cómo transporto unas garrapatas? No puedo verlas.
– Eso es normal -repuso Quipp-. Son muy pequeñas. Humedece una barra de jabón hasta que la sientas pegajosa; luego frótala sobre el caballo. Si descubres algunas máculas marrones y redondas en la pasta, ya conseguiste las garrapatas.
– ¿Pero no se morirán?
– Tal vez no, sí tomas el vuelo hasta aquí. Te recibiremos en el Aeropuerto de Edimburgo. ¿Digamos que sea a la una en punto? ¡Ah, sí! Trae una muestra de sangre del caballo.
Abrí la boca para decir que me tardaría una hora o más en conseguir al veterinario, pero la voz de Lizzie me lo impidió.
– Hay una jeringa y una aguja hipodérmica en el botiquín de baño -informó-. Se quedó ahí desde mi a época en que padecía alergia a las avispas cuando vivía en la casa. Úsala.
– Sí -respondí aturdido, y escuché cuando colgó.
Subí al baño rosa y dorado al lado de la habitación de Lizzi y encontré la jeringa en el gabinete que tenía un espejo como fachada. La jeringa se veía demasiado pequeña para un caballo. A pesar de ello, la tomé y bajé con una barra de jabón, humedecida hasta el punto de quedar pegajosa, salí y me acerqué a Peterman.
Su apatía era absoluta. Sólo le sostuve la cabeza mientras le buscaba una vena visible en la quijada. Hundí la fina aguja con suavidad. Permaneció inmóvil, como si no sintiera nada. La jeringa se llenó fácilmente con la materia roja. Saqué la aguja, tomé la barra de jabón y la froté sobre la cabeza y el cuello de Peterman. Sin embargo, a pesar de mis dudas, había algunos puntos marrones del tamaño de la cabeza de un alfiler en la superficie blanca y lisa.
Peterman continuó sin prestar atención mientras guardaba mis trofeos dentro de un recipiente de plástico para alimentos y cerraba la tapa con firmeza. En cinco minutos estaba en la carretera, dirigiéndome hacia el Aeropuerto de Heathrow. De camino le llamé por teléfono a Isobel para avisarle a dónde iba.
Por suerte alcancé el último asiento en el vuelo del mediodía. Mi único equipaje era el recipiente de alimentos y el sobre de dinero de mi caja fuerte. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de lana deportiva que usaba para trabajar. Coloqué el recipiente sobre las piernas y me dormí la hora que permanecimos en el aire.
Lizzie me estaba esperando en el aeropuerto; a su lado se encontraba un hombre que más parecía un instructor para esquiar que un profesor de química orgánica. El efecto de su apariencia atractiva, moreno y sin barba, se acentuaba por una chaqueta de muchos colores, como la que usan los montañistas.
– Quipp -se presentó el hombre y alargó la mano-. Ven. Vamos en seguida al laboratorio. No hay tiempo que perder.
El profesor conducía su Renault con un entusiasmo que bien hacía juego con su chaqueta colorida. Nos detuvimos ante lo que parecía la entrada posterior de un hospital privado y entramos por un corredor que daba a un par de puertas giratorias. Había un letrero que decía FUNDACIÓN McPHERSON, pintado con letras negras sobre el vidrio.
Quipp cruzó las puertas con aire familiar. Lizzie y yo lo seguimos y llegamos primero a un vestíbulo. Quipp nos entregó a cada uno una bata blanca de laboratorio que se abotonaba en el cuello y se ataba con una cinta alrededor de la cintura. En el laboratorio nos reunimos con un hombre que vestía de manera similar. Se volvió del microscopio y le advirtió a Quipp:
– Más vale que esto sea bueno. Se supone que debo estar en el partido de rugby en Murrayfield.
Quipp me lo presentó como Guggenheim, el recolectar de muestras residente. Al igual que Quipp, prefería que se le identificara por su apellido. Era estadounidense y de complexión delgada, tenía el pelo rizado castaño claro y la mirada bien disciplinada de quien está habituado a la concentración.
El científico tomó el recipiente de plástico y se dirigió hacia una mesa de trabajo. Transfirió de la jabonadura uno de los puntos marrones, lo colocó en un portaobjeto y lo miró rápidamente a través del microscopio.
– ¡Vaya, vaya, vaya! Tenemos una garrapata -comentó Guggenheim. De buen humor, levantó la vista del microscopio-. ¿El caballo está enfermo? -preguntó.
– Mmm -respondí-, el caballo no quiere moverse, se ve deprimido.
– La depresión es clínica -comentó-. ¿Algo más?
Medité en el comportamiento de Peterman.
– No come -repuse.
Guggenheim parecía feliz.
– Depresión, anorexia, los síntomas clásicos -explicó-. Tal vez deberíamos buscar Ehrlichiae risticii -nos miró a Lizzie, a Quipp y a mí-. ¿Por qué no salen un momento, por favor? Denme una hora. Es posible que encuentre algunas respuestas. No les prometo nada. Estamos tratando con organismos que están en el límite de la visibilidad.
Hicimos caso de su sugerencia y dejamos nuestras batas en el vestíbulo. Quipp nos llevó en el auto a sus habitaciones, que eran masculinas e intelectuales, pero mostraban signos inequívocos de la presencia de Lizzie. Ella nos preparó café. Quipp tomó su taza y murmuró gracias con aire familiar.
– ¿Qué es exactamente la Fundación McPherson?
– Es una sociedad filantrópica escocesa -respondió Quipp de manera sucinta-. También es una pequeña subvención universitaria. Cuenta con modernos microscopios electrónicos y, en la actualidad, con dos genios residentes. Acabas de conocer a uno de ellos. La especialidad de Guggenheim es la identificación de vectores de la Ehrlichiae.
– ¿Qué son las erlic… lo que sea que hayas dicho?
– ¿Ehrlichiae? Son organismos parásitos que propagan el surgimiento de garrapatas. Las que mejor se conocen enferman a los perros y al ganado. Guggenheim realizó algunas investigaciones sobre Ehrlichiae en los caballos en Estados Unidos. Habla de una nueva enfermedad que surgió apenas a mediados de los ochenta.
Reflexioné.
– ¿Podrían trasladarse estos organismos Ehrlichiae en un medio de transporte viral? ¿Por ejemplo la sustancia que contenían esos pequeños tubos de vidrio?
Movió la cabeza para negar con decisión.
– No. Ehrlichiae no son virus. Definitivamente no lograrían sobrevivir en ningún tipo de medio.
– Eso no me aclara nada -repuse con pesar.
Después de una hora, Quipp nos condujo de regreso a la Fundación McPherson y allí encontramos a Guggenheim pálido y tembloroso por la emoción.
– ¿De dónde provienen estas garrapatas? -demandó tan pronto como aparecimos vestidos de blanco-. ¿De Estados Unidos?
– Creo que provienen de Francia.
– ¿Cuándo llegaron?
– El lunes pasado. Las traía un conejo.
Me miró con suspicacia y evaluó el asunto.
– Sí, sí. Creo que un conejo podría portarlas. Sin embargo, no sobrevivirían mucho tiempo en un jabón. Pero transferirlas de un caballo a un conejo por medio de un jabón… El conejo no sería receptivo a la Ehrlichiae equina, y en cambio sí podría transportar las garrapatas vivas sin que nadie se diera cuenta.
– ¿Y podrían transferirse las garrapatas a un caballo diferente?
– Es posible. Sí, sí. No veo por qué no -hizo una pausa-. La erliquiosis equina se conoce en Estados Unidos. La he visto en Maryland y en Pensilvania, aunque es una enferme a reciente. Rara. Cuando la causa la Ehrlichiaeristicii, se le llama fiebre equina del Potomac. La razón se debe a que se le ha encontrado cerca de la mayor parte de los grandes ríos como el Potomac. ¿Cómo llegaron estas garrapatas a Francia?