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– No entiendo nada. ¿Por qué iban a transportar animales vivos en esos recipientes?

– Para que los mozos de cuadra de los caballos no se dieran cuenta de la existencia de esos huéspedes.

– Entonces, ¿quién ha transportado en secreto estos animales?

– Lewis.

– ¡Oh, no, Freddie! ¡Él tiene un bebé!

– Uno puede amar a su prole y ser un villano.

– ¿Quieres decir… no puedes referirte a que… que Lewis ha intentado deliberadamente traer la rabia a Inglaterra?

– No, no se trata de la rabia, gracias a Dios. Sólo de una fiebre que enferma temporalmente a los caballos, pero que los despoja de toda su velocidad, de tal manera que nunca vuelven a ganar.

Le conté que la "langosta" muerta del Trotador era un conejo.

– Langosta, cangrejo, conejo -Nina suspiró-. ¿Cómo lo averiguaste?

– Le pregunté a Isobel qué era lo que el Trotador había encontrado muerto en el foso y ella me lo dijo. Luego revisé los archivos de la computadora y ahí estaba el dato. El diez de agosto. El Trotador informó que un conejo muerto había caído de un camión que estaba reparando. Eso fue un día después de que Lewis regresó de Francia en ese preciso camión.

Nina no salía del asombro y escuchó con atención. Le conté paso a paso todo lo que había descubierto acerca de las garrapatas, los hábitos de entrenamiento de Benyi, los viajes de Lewis y al final, le hablé de Guggenheim.

– Una vez que un caballo viejo hubiera superado la etapa de la fiebre -expliqué-, podría vivir con las garrapatas todo el verano y sería una fuente continua de enfermedad para los demás receptores designados. Todo lo que se necesita para ello es pasar rápidamente una barra húmeda de jabón sobre el caballo viejo y, en una hora, frotar con el mismo jabón a un nuevo anfitrión. Es muy probable que el mismo Lewis haya llevado a cabo la transferencia -comenté sombríamente- cuando llevaba a las víctimas desafortunadas al hipódromo en mis camiones.

– ¿Fue Lewis el que estrelló tu automóvil y deshizo tu casa?

– No lo sé, pero sí estoy seguro de que fue uno de los que me arrojó al mar en Southampton. El dijo: "Si con esto no le da gripe, ya nada lo hará enfermarse". Si me odia tanto como para haber hecho el resto, lo ignoro.

– ¿De manera que qué sigue?

– Mañana -repuse-, Lewis va a conducir el camión super seis a Italia para ir a recoger uno de los potros de Benyi. Es un viaje de tres días, la mayor parte a través de Francia.

Nina permaneció inmóvil. Después señaló:

– Tengo un paracaídas. Voy a ir en ese viaje.

– No quiero que hagas nada – expliqué-. Quiero que él tenga todas las oportunidades de recoger otro conejo lleno de garrapatas. Lo que necesito es que observes hacia dónde se dirigen. La ruta que Lewis debe tomar para llegar a Italia es a través del valle del Ródano, que es a donde fue el fin de semana pasado también. Debe atravesar el túnel del Mont Blane desde Francia a Italia, pero s' toma otro camino, no hagas ningún comentario. Si quiere detenerse en alguna parte, déjalo. No hagas preguntas. Como si no te dieras cuenta de nada. Bosteza, duerme, actúa como tonta.

– Te prometo -respondió con énfasis- que seré tan ciega como un murciélago -hizo una pausa-. Sin embargo, quiero avisarle a Patrick Venables a dónde voy a ir.

– No permitas que Patrick haga nada -agregué con ansiedad-. No dejes que los espante -mi instinto me prevenía en contra de que el Jockey Club se enterara de todo demasiado prono, pero posiblemente también me aconsejaba que en esta misión, quizá peligrosa, tal vez necesitaría que Venables estuviera al tanto, a guisa de protección.

– No quiero que me arresten -dijo Nina un poco en tono de broma- por tratar de enfermar a la mitad de los mejores potros de Pixhill.

– No te arrestarán. Yo -me detuve en seco, una revelación se presentó ante mí con una fuerza tal que me quitó el aliento-. ¡Maldición!

– ¿Qué te pasa?

– Mmm, nada. Cuando vuelvas el miércoles, te esperaré. No te preocupes de nada, excepto de no asustar a Lewis.

Cenamos en el restaurante. Discutimos primero el viaje, pero pasamos muy pronto a hablar de nuestras vidas en general. En verdad, disfrutaba de su compañía. Le pregunté a Nina cuántos años tenía su hija mayor.

– Veintitrés -sonrió y miró su pasta-. Es más joven que tú.

– ¿Soy así de transparente?

La sonrisa recatada se profundizó. Pensé en todas las habitaciones vacías en los pisos superiores del hotel. Debió haber adivinado lo que pasaba por mi mente. Simplemente esperó. Yo suspiré.

– No es lo que preferiría hacer -comenté-, pero me voy a casa. Cuando todo esto termine…

– Sí -repuso ella-. Ya veremos.

Salimos juntos hacia nuestros automóviles. La besé en la boca, no en la mejilla. Apartó la cabeza, y los ojos le brillaban.

– Freddie… -la voz de Nina sonaba evasiva, dejando a mi cargo todo el peso de la decisión.

– Tengo que… En realidad tengo que irme -repuse casi con desesperación-. No voy a enviarte a Francia sin hacer preparativos -me detuve. Esto no era de lo que quería hablar. La besé otra vez y sentí que la decisión se esfumaba.

– Freddie…

– Te diré mañana por qué tengo que irme.

La besé con fuerza y luego me volví para dirigirme al Fourtrak, me sentía torpe y molesto por haber llegado tan lejos para después retirarme. A ella no pareció importarle. No había sentimientos de dolor o rechazo en la sonrisa que esbozó cuando se alejaba en el automóvil rojo.

Aceleré el Fourtrak de regreso a casa y me cambié. Me puse unos zapatos negros suaves y la ropa más oscura que pude encontrar. Después caminé en medio de las sombras hasta la granja, abrí con cautela el candado y entré, cerrándolo detrás de mí.

Pasaba de la medianoche. Todos los camiones estaban colocados en su lugar, la luz de la puerta del restaurante brillaba en la oscuridad. Una noche tranquila de domingo. No había irrumpido en esta ocasión, en una situación mortal.

Conseguí una linterna en la oficina; después caminé sin hacer ruido por la granja hasta la camioneta vieja del Trotador. Desde los asientos delanteros alcanzaba a ver el super seis que Lewis iba a conducir a Milán.

Me las arreglé para continuar despierto una hora.

Dormité.

Me desperté con una sacudida. Eran las dos en punto.

Me dormí.

Las tres de la mañana. Las cuatro. La medianoche transcurrió, mientras tenía los ojos cerrados.

Cuando llegó, se oyó el chasquido del candado y el sonido que hizo al golpear contra la cadena. Me desperté por completo.

La inconfundible silueta del corte de pelo de Lewis pasó entre la luz exterior y yo. Llevaba una maleta informe, sin vacilar se dirigió hacia su camión, se recostó en el suelo y desapareció e vista.

Permaneció abajo durante un tiempo largo, según me pareció, hasta que empecé a pensar si se había marchado sin que me diera cuenta. Pero de repente, ahí estaba, de pie; luego regresó con su maleta a la puerta principal.

Se fue.

Me quedé sentado otra media hora, no sólo porque quería cerciorarme de que no había vuelto, sino debido a mi resistencia para enfrentarme a lo que seguía.

Sé que las fobias son irracionales y estúpidas. Las fobias paralizan, el miedo petrifica de manera muy real.

Salí lentamente de la vieja camioneta, tomé la linterna, traté de pensar en las carreras de caballos, en cualquier cosa, y me acosté boca arriba al lado del camión de Lewis, en el lugar donde se localizaban los tanques de combustible. A las estrellas frías en el cielo no les importaba que yo sudara, y mi valor disminuyó hasta hacerse del tamaño de una hormiga. Coloqué el hombro y la cadera contra el piso y me arrastré de lado hasta que me encontré totalmente bajo las toneladas de acero y, por supuesto, éstas no se me vinieron encima, estaban suspendidas sobre mí, inmóviles e impasibles. Me detuve debajo de los tanques de combustible y sentí que un sudor estúpido me escurría por el rostro. Casi me invadió el pánico cuando intenté levantar la mano para limpiarme el sudor y en lugar de ello golpeé el metal.