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A las nueve, cuando el teléfono sonó por enésima ocasión, Isobel contestó y frunció el entrecejo.

– ¿Aziz? -preguntó-. Un momento -se puso de pie-. Es un francés, quiere hablar con Aziz.

– No vino a trabajar hoy -le recordé.

Isobel respondió por encima del hombro al cruzar la puerta:

– Está en el restaurante.

Aziz llegó apresuradamente y levantó el auricular.

– Oui… Aziz. Oui -alargó la mano para tomar un trozo de papel y, un lápiz-. Oui. OuiMerci, monsieur. Merci -Aziz anotó con cuidado y colgó el auricular.

– Un mensaje de Francia -recalcó sin que fuera necesario. Me pasó la hoja del memorándum-. Nina le pidió a este hombre que llamara aquí.

Tomé el papel y leí las siguientes palabras escuetas: Écuríe Bonne Chance, prés de Belley.

– Caballerizas Buena Fortuna -tradujo Aziz para mí-. Cerca de Belley.

Aziz me dirigió una de sus habituales sonrisas francas y salió con rapidez de la oficina.

– Creí que Aziz tenía el día libre -le comenté a Isobel.

Ella se encogió de hombros.

– Sólo dijo que no quería conducir. Estaba en el restaurante bebiendo té cuando llegué a trabajar.

Le eché un vistazo a la dirección francesa y llamé por teléfono al Jockey Club.

– Nina envió una dirección a través de un francés -le expliqué a Patrick Venables-. Écurie Bonne Chance, cerca de Belley. ¿Tienes información al respecto?

– Déjame preguntarles primero a mis colegas franceses y te llamaré más tarde.

Me senté frente al teléfono a reflexionar durante algunos segundos después de que colgué. Luego fui a buscar a Aziz y lo invité a dar un paseo.

– ¿Trabajas para el Jockey Club, no es verdad? -pregunté con mucha seguridad.

– Freddie -Aziz dio un paso y me tomó de la manga-. Escucha -su sonrisa se desvaneció-. Patrick quería que Nina tuviera un respaldo. Supongo que debimos haberte informado, pero…

– No te muevas de aquí -le ordené categóricamente y regresé a mi oficina.

Una hora más tarde, Patrick Venables volvió a llamar.

– En primer término, creo que te debo una disculpa -dijo-. ¿Cómo sospechaste de Aziz? Me telefoneó para decirme que lo habías descubierto.

– Por algunos detalles -le expliqué-. Primero, es demasiado inteligente para este trabajo. Luego, la persona que llamó de Francia pidió hablar con él, lo que significaba que Nina le había pedido a Aziz que estuviera a su disposición.

Patrick Venables hizo una pausa.

– ¡Oh, cielos!

– ¿Puedo saber qué pasa?, ¿por qué dices eso?

– Ecurie Bonne Chance -prosiguió Patrick con energía- es un pequeño establo que dirige un entrenador francés menor. El propietario es Benjamín Usher.

– ¡Ah!

– La propiedad se localiza al sur de Belley, cerca del río Ródano. Los franceses no tienen nada en contra del lugar. Ha habido algunos caballos enfermos ahí, pero ninguno ha muerto.

– Muchas gracias.

– Nina nos ordenó de manera tajante que no interceptáramos tu camión al regresar. Espero que sepas lo que haces.

Yo también lo esperaba.

Llamé por teléfono a Guggenheim.

– No puedo prometer nada -le informé-, pero tome el vuelo hoy y traiga algo para transportar a un animal pequeño.

Las horas siguieron pasando muy despacio. Por fin, Lewis llamó a Isobel por la tarde y le avisó que habían cruzado en el transbordador y estaban saliendo de Dover.

Después de otra hora que transcurrió lentamente, Isobel y Rose se fueron a casa. Cerré la oficina, me dirigí al Fourtrak y puse en marcha el motor. La puerta del pasajero se abrió de improviso y Aziz se sentó a mi lado.

– Vas a buscar a Nina, ¿verdad? -preguntó.

– Sí -conduje a la salida del patio, salimos del pueblo y me encaminé cuesta arriba hacia un lugar desde donde podía verse todo Pixhill.

Después de un rato, un camión se acercó por la colina opuesta. Levanté un par de binoculares.

– Son ellos -indiqué-. Lewis y Nina.

El camión dio vuelta por un estrecho sendero que llevaba a las caballerizas de Benjamín Usher. Puse en marcha el Fourtrak y descendimos por la cuesta. Llegamos a la cuadra antes de que Lewis apagara el motor.

La cabeza de Benyi se asomó por la ventana del piso superior. Giró sus órdenes a los mozos de espuela con la energía acostumbrada; Lewis y Nina deslizaron la rampa. Me bajé de mi camioneta destartalada y los observé.

Guiado por Nina, el potro chocó los cascos al bajar de la rampa, tenía los ojos desorbitados y se alejó cojeando en manos del jefe de mozos de espuela. Benyi le preguntó a gritos a Lewis cómo había sido el viaje. Lewis respondió en voz alta:

– Todo salió bien -Benyi, aliviado, cerró su ventana.

Le pregunté a Nina:

– ¿Se detuvieron en algún lugar desde que salieron de Dover?

– No.

– ¡Qué bueno! Ahora ve con Aziz, ¿quieres?

Luego me acerqué a Aziz Nader y le hablé a través de la ventana del Fourtrak.

– Por favor, llévate a Nina a la granja. Tal vez encuentres a un hombre deambulando por los alrededores, carga una jaula para transportar animales. Se llama Guggenheim. Llévalo contigo a Centaur Care. Yo conduciré este camión y nos reuniremos ahí.

Lo dejé, me acerqué al camión mientras Lewis movía las rampas y las colocaba en su lugar. Subí al asiento del chofer. Lewis se sorprendió, aunque cuando le hice la seña para que ocupara el lado del pasajero, lo hizo sin demora.

Puse en marcha el motor, salimos lentamente de la caballeriza de Benyi y continuamos por el camino rumbo a casa de Michael. Frente a las rejas de la casa, justo en el lugar donde el sendero se ensanchaba un poco, me detuve en el acotamiento y frené con suavidad.

Lewis no se mostraba sorprendido en absoluto. Su actitud implicaba que los caprichos de los jefes tenían que tolerarse.

– Y dime, ¿cómo está el conejo? -pregunté como quien no quiere la cosa.

La expresión de su rostro le otorgó un nuevo sentido a la palabra "pasmado". Por un momento pareció como si el corazón le hubiera dejado de latir. Abrió la boca y, sin embargo, no pudo emitir el más mínimo sonido.

– Te diré todo lo que has estado haciendo -comenté-. Benyi Usher es el dueño de una caballeriza en Francia. El año pasado descubrió que los caballos se enfermaban de una fiebre extraña que transmitían las garrapatas. Pensó que sería una buena idea contagiar de la enfermedad a unos cuantos caballos aquí para quitar obstáculos de su camino y conseguir los triunfos que de otra manera no obtendría. El problema era cómo traer las garrapatas a Inglaterra. Primero intentaste hacerlo en jabón, que llevabas en una caja registradora adosada al camión que conducías en ese tiempo. Las garrapatas no sobrevivieron al viaje. Era necesario encontrar una nueva manera para transportarlas: un animal podía ser la solución. Tal vez un conejo. ¿Cómo voy?

Absoluto silencio.

– Te ocupabas de atender a los conejos de los Watermead. Perfecto. Pensaste que no extrañarían a uno o dos, pero sí lo hicieron. De todos modos, el año pasado, cuando conducías el camión para cuatro caballos de Pat, fuiste a Francia al Écurie Bonne Chance, el lugar que Benjamín Usher posee en las afueras de Belley, y le pasaste las garrapatas a un conejo. Lo trajiste de regreso y frotaste las garrapatas del conejo en dos caballos viejos que Benjamín tenía en un corral frente a la ventana del salón. Y aunque uno de ellos murió, tenían un cultivo floreciente de garrapatas en el otro, listas para transferirse al caballo que Benyi decidiera y al que tú pudieras acercarte al llevarlo a los hipódromos.