– Te mataré -advirtió con seguridad; tenía el rostro pálido.
Lo decía en serio. Lo intentó. Corrió velozmente hacia mí y me estrelló contra el costado del camión. Su aspecto larguirucho era engañoso. No contaba con un hacha o una máquina para desmontar neumáticos, sólo la fuerza de las manos; y éstas, si hubiéramos estado solos, habrían sido suficientes.
Aziz se acercó desde atrás y lo arrastró para alejarlo de mí. Le torció un brazo por detrás de la espalda hasta que llegó casi al punto de fracturárselo. Tigwood gritó. Sandy sacó sus esposas y auxiliado por Aziz las colocó en las muñecas de Tigwood por detrás de la espalda.
– ¿Qué sucede? -preguntó Sandy.
– Creo que descubrirás que John Tigwood deshizo mi casa con un hacha -repliqué-. Supongo que no tienes a la mano una orden de arresto.
Sandy negó con la cabeza, pensativo.
– No, pero no la necesitará -repuso Aziz-. ¿Qué es lo que tengo que buscar?
– Un hacha. Una máquina para desmontar neumáticos oxidada. Una tarima para deslizarse debajo de los camiones. Una caja registradora gris de metal que tiene un parche limpio en medio de la suciedad. Tal vez todos estos objetos estén en su automóvil. Si los encuentras, no los toques.
Su sonrisa resplandeció, franca y feliz.
– Ya entendí -respondió. Dejó que Sandy se hiciera cargo de Tigwood y corrió, alejándose de nuestra vista.
Lorna gimió desolada.
– John, ¿qué has hecho?
Nadie le respondió.
John Tigwood me miró con odio descarnado y en un arranque de rabia encendida me llamó desgraciado, entre otros muchos epítetos. Nunca sospeché la fuerza avasalladora de su odio, a pesar de las muestras que había dejado con el hacha en mi casa. Sandy, que había visto en su vida muchas cosas terribles, estaba profundamente impresionado.
Aziz reapareció camino de los desvencijados establos.
– Todo está aquí, en uno de los corrales, debajo de una manta para caballos.
Sandy Smith me dirigió una sonrisa breve, al tiempo que llevaba a Tigwood a empellones hacia el camión.
– Creo que es hora de llamar a mis colegas.
– Supongo que así es -admití-. De aquí en adelante pueden hacerse cargo.
– Y el Jockey Club se encargará de Benyi Usher -repuso Aziz. Otro automóvil se nos unió. No se trataba todavía de los colegas de Sandy, sino de Susan y Hugo Palmerstone, acompañados de Maudie. Michael les había dicho que los niños se encontraban ahí con Lorna. Los padres habían venido para llevárselos a casa. Descubrir a John Tigwood con las manos esposadas, los horrorizó.
– ¿Dónde están los niños? -preguntó Susan preocupada-. ¿Dónde está Cinders?
– Están a salvo -me agaché y miré debajo del camión-. Ya pueden salir -dije.
Guggenheim tocó mi brazo al incorporarme.
– ¿Trajo usted… quiero decir… -balbuceó-, el conejo se encuentra aquí?
– Creo que sí.
El científico se veía inmensamente feliz. Llevaba consigo una jaula pequeña de plástico blanco y también traía puestos unos guantes protectores.
Los dos hijos de Maudie Watermead salieron de debajo del camión y se pusieron de pie, sacudiéndose la tierra y la paja. Uno de ellos me dijo en voz muy queda:
– A Cinders no le gusta estar ahí. Está llorando.
– ¿En verdad? -me puse de rodillas y miré debajo del camión. Estaba acostada boca abajo, el rostro contra el suelo, todo el cuerpo le temblaba.
– Por favor, sal de ahí -le supliqué.
No se movió.
Me acosté de espaldas al suelo y metí la cabeza debajo del costado del camión. Me arrastré hacia atrás sobre los talones, cadera y hombros hasta que llegué a la pequeña. Descubrí que había circunstancias por las que podía meterme debajo de toneladas de acero sin pensarlo siquiera.
– Ven -le dije-. Saldremos juntos.
Replicó, estremeciéndose.
– Tengo mucho miedo.
– Escucha, Cinders, no hay nada que temer -levanté la mirada al chasis de acero que no se encontraba muy alejado del rostro. Tragué saliva-. Ahora, ponte de espaldas -sugerí-. Tómame de la mano y saldremos juntos.
Acerqué mi mano a la de ella y Cinders la sujetó con fuerza.
– Date vuelta, querida. Es más sencillo si vas de espaldas. Se dio vuelta muy despacio hasta quedar de espaldas. Luego miró hacia arriba al armazón de acero.
– Va a caerse encima de mí.
– No, no será así -dije, tratando de transmitirle seguridad-. Ahora, sólo deslízate hacia mí y saldremos muy rápido.
Empecé a arrastrarme hacia afuera sujetando a Cinders, que sollozaba a mi lado.
Cuando salimos, me puse de rodillas junto a ella, le sacudí el polvo de la ropa y del rostro. Me abrazó, la carita quedó muy cerca de la mía. La ternura que sentía por ella se volvió avasalladora.
Su mirada se dirigió más allá de mí, hasta donde estaban sus padres. Me soltó y corrió hacia Hugo.
– ¡Papá! -gritó y lo abrazó.
Él pasó los brazos protectores alrededor de ella y me miró con aire altivo.
No dije nada. Sólo me puse de pie, me sacudí la tierra y la paja, y aguardé un poco.
Susan pasó un brazo por la cintura de Hugo y con el otro estrechó a Cinders. Los tres formaban una familia.
Hugo se las llevó con brusquedad hacia su automóvil, lanzándome miradas furiosas por encima del hombro. "No debería tenerme miedo", pensé. "Tal vez, con el tiempo, dejará de hacerlo. Yo nunca inquietaría a esa niña".
Entonces me di cuenta de que Guggenheim y Aziz se habían deslizado debajo del camión. Guggenheim salió a gatas. En los ojos le brillaban futuras escenas de inmortalidad, mientras tomaba entre los brazos la jaula de plástico.
– Aquí tengo al conejo -me dijo con gran alegría-. ¡Y tiene muchas garrapatas!
Nina se acercó y se quedó de pie a mi lado. Le pasé el brazo por el hombro. Me sentía bien. Ocho años y medio no importaban.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Mmm -observamos el automóvil de los Palmerstone mientras se alejaba.
– Freddie -murmuró Nina tentativamente-, esa pequeña… cuando las dos cabezas estaban juntas, parecía… casi…
– Por favor, no lo digas -pedí.
DICK FRANCIS
Al igual que en otras novelas suyas de gran éxito, Fuerza maligna refleja la experiencia que Dick Francis posee acerca de las carreras hípicas. No obstante, en esta ocasión, confió en los conocimientos de Merrick, su hijo mayor. "En 1991, la empresa transportadora de caballos de Lambourn, el pueblo donde vive Merrick, se puso a la venta", el autor nos reveló recientemente. "Merrick la adquirió y en verdad le está yendo muy bien". Durante una visita al lugar, Francis echó un vistazo por sus alrededores y pensó: ¡Sería una muy buena idea escribir una novela acerca de esto!" Y Fuerza maligna es el resultado.
Francis y su esposa, Mary, viven la mayor parte del año en Florida, donde él escribe en una terraza que tiene vista al océano. Pasan el resto del tiempo viajando, con el fin de realizar investigaciones para sus libros y mantenerse al día en el mundo hípico y, lo más importante de todo, para pasar un tiempo con las familias de sus dos hijos mayores.
"Acostumbramos visitar Inglaterra a mediados de julio y nos quedamos en un hotel con nuestros cinco nietos y sus padres. Nos divertimos mucho", afirma Francis. "El verano pasado, Mary, así como nuestro hijo más joven y yo tomamos un crucero de doce días por el Mediterráneo". Parece que Dick Francis, al igual que Freddie Croft, ha descubierto que la vida, después de las carreras de vallas, también tiene sus recompensas.