– Sí -dijo Harvey pensativo-, pero sabes bien que esas llaves de las puertas de mozos de espuela no sólo pueden abrir un camión. Quiero decir, me consta que mi propio camión tiene la misma llave que el de Brett.
Asentí. Las llaves de ignición eran especiales y no podían ser copiadas, pero las cerraduras de las puertas de mozos de espuela provenían de una serie más reducida y varios camiones tenían llaves que se ajustaban a otros.
– ¿Qué estaba haciendo el hombre dentro de la cabina -preguntó Harvey-, si esta cosa, es decir, este escondite, estaba en la parte baja del camión?
– No lo sé. Tenía la ropa sucia. Tal vez ya había buscado debajo del camión y encontró el escondite vacío.
– ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Avisarle a Sandy Smith?
– Tal vez. No quiero meternos en problemas si no es necesario.
Harvey se sintió feliz con eso.
– No quiero que la aduana tenga noticias sobre esto -repuso-. Nos detendrían durante horas en cada viaje.
– Muy bien -dije-. Vamos. Voy a la granja a cargar combustible y a empezar el traslado.
Cerré la casa con llave en cuanto salió Harvey y lo seguí a la granja, que estaba a un kilómetro de distancia, más cerca del corazón de Pixhill.
Harvey, su esposa y sus cuatro hijos rubios vivían al lado del corral de la granja, en el antiguo cortijo. El viejo granero se había transformado en el territorio del Trotador; era un taller con foso de inspección y todos los aditamentos de perfección mecánica que me había persuadido de adquirir.
Lo que una vez había sido un establo para vacas, se había convertido ahora en un pequeño restaurante y un conjunto de tres oficinas con ventanas que daban al corral de la granja, desde donde podía verse a los camiones ir y venir, o dirigirse hacia su estacionamiento asignado. Una pequeña caballeriza, que contaba con espacio para tres animales, se localizaba en el espacio que había entre el final del conjunto de oficinas y el alto muro del granero. Algunas veces alojábamos temporalmente a nuestros pasajeros en ese lugar, si llegaban o salían a medianoche.
Varias de las corridas de ese día ya habían comenzado. El otro camión grande salió más temprano a recoger a las yeguas de crianza que irían rumbo a Irlanda. Los dos espacios de los camiones que irían a Southwell también estaban vacíos. El Trotador conducía el camión de Phil al granero para repararlo.
Me detuve al lado de la bomba de diesel y llené los tanques.
En las oficinas, Isobel y Rose consultaban sus máquinas mientras encendían los calentadores y bebían café del restaurante de al lado. Rose, una dama regordete de mediana edad, manejaba los registros financieros, se encargaba de hacer los pagos, enviar las facturas y preparar los cheques. Isobel, dulce, joven e inteligente, atendía el teléfono, hacía las reservaciones y aprovechaba su conversación con las secretarias de los entrenadores para tomar nota por adelantado de los requerimientos de éstos.
Rose e Isobel tenían una oficina cada una, en la que trabajaban de ocho treinta a cuatro. La tercera oficina, menos personal, técnicamente era la mía, pero Harvey la usaba tanto como yo.
A pesar de la gripe, a pesar de Brett y a pesar de Kevin Keith Ogden, el trabajo de ese viernes parecía desarrollarse sin ningún contratiempo.
Nigel, el conductor que trasladaría a las potrancas de Jericho Rich de la caballeriza de Michael Watermead a Newmarket, ya había llegado a la granja. Le expliqué que Michael no mandaría a ninguno de sus mozos de cuadra con las potrancas, sin embargo, un par de mozos de espuela iba a venir de parte del entrenador de destino en Newmarket.
– No vas a tener ningún problema -comenté.
Nigel asintió.
– Y no levantes ningún cadáver de camino a casa.
Echó a reír. Tenía veinticuatro años y era insaciablemente mujeriego. Para él, la vida era una broma y tenía un vigor inagotable, lo que a mi parecer constituía su principal virtud. Siempre que necesitábamos un conductor que guiara un vehículo toda la noche, esta responsabilidad recaía en Nigel.
Los entrenadores a menudo tenían un conductor favorito, un hombre en particular que conocían y en quien confiaban. El de Michael Watermead se llamaba Lewis, que en ese instante movía la cabeza pelada casi a rape, mientras oía el recuento autojustificante de Dave acerca del último viaje de Kevin Keith Ogden Lewis tenía veintitantos años, como la mayoría de los conductores, y era un hombre dispuesto, ingenioso y fuerte. Mostraba en el antebrazo un tatuaje de un dragón y tenía un supuesto pasado como motociclista. En un principio, su historia extravagante sembró dudas en mí, pero el joven había demostrado ser muy confiable al volante de su camión para seis caballos, y Michael, quien imponía normas muy exigentes, le tenía franca simpatía.
En consecuencia, Lewis conducía muchos caballos prestigiosos a las grandes justas. La cuadra de Watermead alojaba contendientes tanto en las Guineas como en Oaks; y todos los conductores apostaron con dinero a que en el Derby que se celebraría en junio ganaría el premio la estrella de Watermead, un potro de tres años de edad llamado Irkab Alhawa.
Esa mañana, Lewis estaba a punto de partir a Francia para recoger a un par de caballos de dos años que un propietario había adquirido con el fin de que Michael los entrenara en su cuadra. Como iba solo, sin conductor auxiliar, se vería obligado a hacer varias escalas de descanso en el camino y no regresaría sino hasta el lunes por la noche. Verifiqué que tuviera los documentos correctos y lo observé partir con alegría hacia su destino.
Después, me puse en marcha hacia Salisbury Plain, frío y azotado por el viento, para trabajar intensamente en los trayectos de ida y vuelta, que podrían tomar hasta la noche y causarme un dolor de cabeza. La jaqueca provendría de la voz y personalidad de la entrenadora que iba a mudarse, una dama enérgica, cincuentona que se expresaba con el vocabulario de un loro acuartelado. Sin embargo, quería complacerla para tratar de conseguir todos sus negocios futuros.
Ella caminó a zancadas hacia el camión cuando me detuve en su patio y manifestó la primera censura del día.
– ¡El jefe en persona! -proclamó con ironía-. ¿A qué debo este honor especial?
– A la gripe -respondí sucintamente y con fastidio-. Buenos días, Marigold.
Se asomó para ver los asientos vacíos de los pasajeros.
– ¿No trajiste a ningún ayudante? Tu secretaria me dijo que vendrían dos de ustedes.
– Tuvo que conducir hoy. Lo siento.
– La mitad de mis mozos de espuela tiene el microbio -afirmó Marigold irritada-. Es una lata.
Salté de la cabina y bajé las rampas, mientras ella observaba y refunfuñaba. De apariencia enjuta, iba vestida con una chaqueta acolchada y un sombrero de lana, y tenía la nariz amoratada a causa del frío. Quería mudarse a Pixhill porque este lugar tenía un clima más cálido para los caballos. Había elaborado una lista en la que estableció el orden en el que viajaría su cuadra. Su escuadra disminuida de mozos de espuela guió a los primeros nueve caballos por las rampas y atornillé las divisiones.
Marigold, "la señora English", como la llamaban los mozos de cuadra, había decidido adelantarse a Pixhill para estar preparada en su nueva caballeriza cuando los caballos y yo llegáramos. Cuatro de sus mozos viajaron conmigo en la cabina, y se mostraron entusiastas acerca de la mudanza, ya que consideraban que la vida nocturna de Pixhill era apasionadamente perversa, si se le comparaba con los vientos de Stonehenge.
Su nueva caballeriza era un viejo establo en Pixhill, que había modernizado. Sus primeros nueve habitantes chocaron los cascos al bajar por las rampas y Marigold los condujo ruidosamente a sus nuevos hogares, mientras yo paseaba los desechos en sacos para estiércol que me proporcionaron sus mozos de espuela y ponía el camión en buenas condiciones para la segunda incursión.
Complacida, Marigold comentó que me confiaría su siguiente carga por completo. Me miró con afabilidad y me proporcionó la lista. Pensé con satisfacción que, antes de que se acabara la jornada, se convertiría en una clienta permanente.