Había una carretera que atravesaba New Forest. Conduje por ella con el crepúsculo nocturno, sabiendo que habíamos estado fuera demasiado tiempo. En todo caso, no había sido prudente hacer lo que habíamos hecho y, con la situación policial del momento, resultaba temerario.
Me acompañaba una mujer en el coche. Se llamaba Patti. Ella y yo habíamos estado en un hotel de Lymington y nos apresurábamos para volver a Londres antes de las nueve. Dormía a mi lado, la cabeza suavemente apoyada en mi hombro.
Se despertó cuando frené el coche en un control policial en las afueras de Southampton. Había varios hombres de pie junto a la barrera, improvisada con dos coches viejos y un surtido de pesados materiales de construcción. Todos los hombres iban armados, pero sólo uno poseía rifle. Me vino a la mente que en los últimos kilómetros no habíamos visto tráfico en la dirección que llevábamos y supuse que la mayoría de los habitantes de la localidad se habría enterado del bloqueo y encontrado una ruta alternativa.
Como resultado del control policial nos vimos forzados a dar la vuelta, seguir un largo desvío a través de la campiña hasta Winchester, y desde ahí a la carretera principal hacia Londres. Habíamos sido advertidos por la gente del hotel de que esperáramos obstrucciones similares en Basingstoke y Camberley, y resultó que también debimos efectuar prolongados desvíos en torno a estas poblaciones.
El camino hacia el sudoeste de Londres estaba libre de grupos civiles de defensa, pero vimos numerosos vehículos policiales y rápidos controles sufridos por los motoristas. Tuvimos suerte al atravesar la zona sin retrasos. Yo no me había ausentado de Londres desde hacía varios meses y no tenía idea alguna de que el acceso y la movilidad hubieran sido reducidos hasta tal punto.
Dejé a Patti cerca del piso que compartía en Barons Court y proseguí hacia mi casa en Southgate. De nuevo, ni una sola de las calles principales se hallaba bloqueada por grupos civiles de resistencia, pero la policía me paró cerca de King's Cross y revisó mis pertenencias. Llegué a casa casi a la una de la madrugada. Isobel no me había esperado despierta.
La mañana siguiente fui a una casa cercana y me las arreglé para persuadir a su ocupante de que me dejara sacar cinco litros de gasolina del depósito de su automóvil. Le pagué dos libras por ello. Me informó que había un garaje a menos de cinco kilómetros y que hasta la noche anterior habían tenido gasolina. Me indicó cómo encontrarlo.
Volví al coche y dije a Isobel y Sally que con suerte llegaríamos a Bristol en el transcurso del día.
Isobel no dijo nada, pero yo sabía que ella no deseaba ir donde sus padres. Desde mi punto de vista era la única solución. Ya que obviamente no era posible regresar a nuestro hogar, la perspectiva de irnos a la relativamente distante ciudad era bastante tranquilizadora por lo familiar.
Llené el depósito con los cinco litros de gasolina y puse en marcha el motor. Mientras nos dirigíamos al garaje siguiendo las indicaciones, escuchamos una emisión de noticias radiofónicas que anunció la primera ruptura en el seno de la policía. Cerca de una cuarta parte de la fuerza se había separado en favor de los africanos. Se celebraría una reunión de jefes de policía con el mando africano y el Ministerio del Interior de Tregarth, y se haría pública una declaración desde Whitehall a últimas horas del día.
Encontramos el garaje sin dificultad y se nos dio lo que el propietario dijo que era la cuota de norma: quince litros. Con los que ya teníamos, nuestro recorrido potencial máximo sería de doscientos kilómetros aproximadamente. Esto debía ser justo lo suficiente para llegar a Bristol, siempre que no nos obligaran a efectuar demasiados desvíos de la ruta más corta.
Dije esto a Isobel y Sally y ambas manifestaron su alivio. Convinimos en partir tan pronto como hubiéramos conseguido algo de comer.
En Potters Bar encontramos un pequeño café que nos ofreció un buen desayuno a precios normales. No se hizo mención alguna del problema con los africanos y la emisora de radio que estaba sintonizada sólo emitió música ligera. A petición de Isobel nos vendieron un termo que fue llenado de café caliente y después de lavarnos en los servicios de cafetería nos marchamos. El día no era cálido, pero no llovía.
Conducir sin parabrisas resultaba desagradable, aunque no imposible. Decidí no escuchar la radio; por una vez capté cierta sensatez en la actitud de Isobel de no permitir que nos afectasen los hechos externos. Pese a que estar al corriente de la cambiante situación era esencial, la pasividad de mi esposa me ganó.
Una nueva preocupación se materializó en forma de una vibración continua procedente del motor. No había podido utilizarlo con regularidad y sabía que una de las válvulas necesitaba ser reemplazada. Confié en que durara al menos hasta que llegáramos a Bristol, y no lo mencioné a las mujeres.
Por lo que yo sabía, la mayor parte del trayecto consistiría en evitar las zonas con barricadas de los suburbios en torno a Londres. Por lo tanto, bordeé el límite noroeste de la ciudad; conduje primero hasta Watford (sin barricadas), luego hasta Rickmansworth (con barricadas, pero abierta al tráfico en la vía de circunvalación), y después a campo traviesa hasta Amersham, High Wycombe y, en dirección sur, Henley-on-Thames. Conforme nos fuimos alejando de Londres vimos cada vez menos signos patentes del problema y la tranquilidad se adueñó de nosotros. Incluso pudimos comprar más gasolina y llenar nuestras latas de reserva.
Comimos en otra pequeña cafetería en camino a Reading y nos dirigimos hacia la carretera principal a Bristol, confiados de llegar allí antes de la caída de la noche.
Ocho kilómetros al oeste de Reading, las vibraciones del motor aumentaron de repente y la potencia menguó. Mantuve el coche en funcionamiento tanto como fue posible, pero se detuvo en la primera pendiente. Hice lo que pude en la investigación, mas los sistemas de combustión y encendido no estaban averiados y sólo me quedó por suponer que la válvula se había quemado por fin.
Estaba a punto de exponer esta situación a Isobel y Sally cuando un coche de la policía se detuvo junto al nuestro.
Trabajé algunos meses como camarero por horas en un bar del East End de Londres. Ganar algún dinero extra se había convertido en una necesidad. Por entonces yo estudiaba para pasar mis exámenes finales y mi subvención se había agotado.
Constituyó cierta sorpresa para mí enterarme de que el East End era una serie de ghettos vagamente conectados que contenía judíos, negros, chinos, griegos, chipriotas, italianos e ingleses. Hasta entonces siempre había supuesto que esta parte de Londres era fundamentalmente blanca. El bar reflejaba este aspecto cosmopolita hasta cierto grado, aunque era evidente que el dueño no lo fomentaba. Solían surgir discusiones en el local y se nos había ordenado apartar de la barra las botellas y vasos si se producía un altercado.
Parte de mis obligaciones como camarero consistía en acabar con cualquier pelea que se iniciara.
Cuando ya llevaba tres meses en el bar, el dueño decidió contratar un conjunto pop para los fines de semana y el problema desapareció en menos de un mes. El tipo de clientes varió notablemente.
En lugar del bebedor más adulto, de costumbres fijas y opiniones dogmáticas, el bar empezó a atraer elementos más jóvenes. Dejaron de venir los miembros de grupos minoritarios y al cabo de un par de meses casi todos los clientes del establecimiento tenían menos de treinta años.
La moda del vestir de la época tendía a ser llamativa e informal, pero no era la norma en el bar. Supe en su momento que ello constituía una manifestación externa de un conservatismo innato que abunda en esta parte de Londres.